Capitulo 26

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En el instante en que Damen se detiene en el camino de entrada de mi casa, salto del coche, atravieso a la carrera la puerta principal y subo las escaleras de dos en dos hacia mi dormitorio, esperando y rogando que Riley esté allí. Necesito verla, necesito hablar con ella acerca de todos los pensamientos disparatados que tengo en la cabeza. Es la única a la que puedo explicárselo, la única que podría entenderme.

Echo un vistazo a la habitación, al cuarto de baño y a la terraza; me coloco en mitad de la estancia y pronuncio su nombre, presa de una extraña sensación de intranquilidad, nerviosismo y pánico que no consigo explicarme del todo.

Sin embargo, al ver que ella no aparece, me tumbo en la cama, me acurruco todo lo que puedo y revivo el dolor de su pérdida una vez más.

—Ever, cariño, ¿te encuentras bien? —Sabine deja las bolsas en el suelo y se arrodilla a mi lado; siento la frescura y la firmeza de su mano sobre mi piel caliente y húmeda.

Cierro los ojos y niego con la cabeza; sé que, a pesar del reciente desmayo, a pesar del malestar y el cansancio que me embargan, no estoy enferma. Al menos, no de la forma que ella cree. Es algo más complicado que eso y no se cura con tanta facilidad.

Ruedo hacia un lado y utilizo el extremo de la funda de la almohada para enjugarme las lágrimas. Luego me vuelvo hacia ella y le digo:

—A veces... a veces lo ocurrido cae como una losa encima de mí, ¿sabes? Y la cosa no mejora con el tiempo.

Me falta aire, y los ojos se me llenan de lágrimas una vez más.

Sabine me mira con una expresión suavizada por la pena.

—No estoy segura de que vayan a mejorar nunca —me dice—. Creo que tendrás que acostumbrarte a esa sensación de vacío y de pérdida y aprender a vivir con ella. —Sonríe y me limpia las lágrimas con la mano.

Y cuando se tumba a mi lado, no me aparto. Solo cierro los ojos y me permito sentir su dolor, y el mío, hasta que se mezclan y se convierten en una masa sin principio ni fin. Y nos quedamos así, llorando, charlando y compartiendo cosas, como deberíamos haber hecho hace mucho tiempo. Si yo lo hubiese permitido. Si no la hubiera apartado de mi vida.

Cuando Sabine se levanta por fin para preparar algo de cenar, rebusca en las bolsas de la compra y dice:

—Mira lo que he encontrado en el maletero de mi coche. Te la tomé prestada hace una eternidad, justo después de que te mudaras aquí. No recordaba que la tenía todavía.

Me arroja la sudadera con capucha de color melocotón.

La misma cuya existencia yo había olvidado.

La misma que no me he puesto desde la primera semana en el instituto.

La misma que llevaba puesta en la foto que Damen tiene sobre su mesita de café, aunque por aquel entonces ni siquiera nos conocíamos.

El día siguiente en el instituto, llevo el coche más allá de Damen y de ese estúpido sitio que siempre reserva para mí y aparco en lo que me parece la otra punta del mundo.

— ¿Qué demonios haces? —Pregunta Miles, que me mira con incredulidad—. ¡Has dejado atrás el sitio! ¡Y ahora mira todo lo que tendremos que caminar!

Cierro la puerta del coche con fuerza y atravieso el aparcamiento a toda prisa. No presto atención a Damen, que me está esperando apoyado contra su coche.

— ¿Hola? Tío moreno y guapo a las tres en punto; ¡acabas de dejarlo atrás! ¿Qué narices te pasa? —Pregunta Miles, que me coge del brazo y me mira a los ojos—. ¿Os habéis peleado o qué?

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