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Segunda parte, antes.

2. La curiosidad mató al gato, (1987)
Wiltshire, Inglaterra.

Cuando Draco finalmente se despertó, intuitivamente supo que era alrededor de las diez de la mañana, debido a la particular manera en que la luz natural entraba por su ventana. Al principio le llevó varios minutos saber dónde estaba, antes de darse cuenta de que se encontraba en su nueva habitación, en una cama demasiado grande para su tamaño.

Esa mañana estaba especialmente hambriento, así que no había modo de encontrar antojo para seguir durmiendo después de eso. Su estómago se tensaba y destensaba de manera desagradable bajo la camisa de su pijama favorito, la boca se le secaba y la energía dentro de su cuerpo parecía insuficiente para seguir el día. Estaba seguro que era esa la consecuencia de despertar tan tarde, él no estaba acostumbrado a una cosa así. No tenía idea de cómo su padre había dejado que algo así ocurriera, pero estaba tan hambriento que lo dejó pasar.

Se irguió en el borde de su enorme cama y tanteó con los pies el piso, buscando la reconfortante textura de la mullida alfombra en su antigua habitación. No estaba, aunque su madre le había asegurado que la tendría, la alfombra no estaba. Frunció el entrecejo y continuó con su rutina, se colocó una bata verde y enfundó sus pies en sus pantuflas preferidas, las más cómodas. Solo para poder apresurarse a salir de su habitación y conseguir algo de comer. Su madre, por supuesto, también le había prometido que recibiría un nuevo pedazo de pie y estaba ansioso por tenerlo.

Con ese último pensamiento, Draco tomó la manija de la puerta y la hundió para poder abrirla. Una vez afuera, logró percibir el sonido de otra puerta abrirse en el interior del pasillo largo y poco luminoso que le llamó la atención y lo obligó a caminar hasta donde el ruido provenía. Tragó saliva, tan curioso y asustado a partes iguales. Claro que la nublada mente llena de cuentos de terror de un niño de siete años como lo era Draco no le permitió pensar con cabeza fría, ni razonar por un momento que podría ser cualquiera: su madre, su padre, algún elfo. Honestamente, había tanta gente trabajando en su casa que estaba seguro que no conocía ni a la mitad de la personas que mantenían su enorme casa en orden. Pero él no pensó en eso, él no pensó en nada.

Así que caminó hasta el ruido, con el corazón latiendo tanto y tan rápido que comenzaba a zumbar. Estaba agradecido de que sus pantuflas amortiguaran el sonido de sus pasos, porque estaba seguro que no resistiría que el sujeto en cuestión lo descubriera antes de hacer nada para llevar la delantera. Y tomó entre sus pequeñas manos el primer jarrón que pudo encontrar, (también tuvo que hacer una nota mental sobre agradecerle a su madre después el gusto que tenía por ellos en decoración).

Le llevó al menos diez minutos antes de lograr cruzar de un ala a otra de la mansión, sus pasos seguían siendo tan pequeños y la cautela con la que se dirigía hacían que su velocidad cayera en picada. Pero no importaba, porque finalmente se encontraba donde el ruido provenía: su antigua habitación.

Draco no está seguro que fue exactamente lo que lo envalentonó lo suficiente para continuar: si el hecho de que hubiera un intruso en su casa o que fuera un intruso el que urgara en su habitación. Esperaba desesperadamente que el tipo no hubiera elegido robar sus juguetes favoritos, la alfombra que tanto amaba, o los pósters autografiados de Quidditch en sus paredes. De lo contrario, él no respondería.

Inhaló profundamente aire y lo mantuvo en su pecho, adelantando un pie como hacían en las carreras de atletismo en caso de tener que correr, y esperó.

Entonces la gran puerta que triplicaba su tamaño se abrió de golpe, casi inesperadamente. Y activó algo en el interior de Draco que lo hizo gritar, cerrar los ojos y correr contra el peligro para atacar.

EL NIÑO EN LA ALACENA, drarryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora