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Cuarta parte, antes.

4. Al final del pasillo.
Wiltshire, Inglaterra (1987)

Draco aún se siente perturbado por la presencia constante del señor Riddle en su vida, que con el tiempo solo se había ido haciendo mucho más frecuente desde que cumplió seis. Y no está seguro de poder acostumbrarse a la sensación de incomodidad o al miedo que le cala los huesos y le revuelve el estómago. Porque no le gusta. No le gusta que llegue sin avisar y que tenga libre permiso de aparecerse en cada una de las instalaciones de su casa como amo y señor, dueño de ese lugar. Porque no lo es, esa no es su casa. Ni siquiera es su familia, entonces no entiende qué hace allí cuando no lo invitan.

Tampoco le gusta que le mire todo el tiempo con sus ojos rojos inhumanos: cuando están a lados opuestos del comedor, cuando juega en los jardines y cuando intenta escabullirse. En esta última cosa, el señor Riddle nada más sonreirá y sellará sus labios como si sobre ellos existiera una enorme cremallera. Algunas otras veces, incluso guiñaría el ojo con picardía. Siempre como si fuera un secreto entre los dos que está dispuesto a mantener.

Y no le gusta, le molesta. Sobre todo cuando se acerca tanto, cuando alguna de tantas veces, el hombre se levanta de la enorme mesa y se sienta a su lado. Cuando agita su cabello rubio platinado con sus aterradoras manos pálidas y golpea su hombro como un gesto juguetón. Casi inocentemente, salvo que no hay nada inocente en él. No cuando toca sus mejillas de esa manera, del modo en como se toca un tesoro al que has anhelado durante mucho tiempo. Tanto y tan constantemente que Draco empieza a creer que el hombre necesita tocar a los niños para mantenerse joven, para mantenerse en una sola pieza.

El señor Riddle es un misterio que en circunstancias normales habría estado dispuesto a descubrir. Ahora, mucho no le importa.

Todo lo que tiene su atención en ese momento es la puerta cerrada de su vieja habitación y la puerta a su lado, al final del largo pasillo, que no sabe de dónde salió exactamente. Porque él, que pasó años de su corta vida durmiendo en ese extremo de la mansión, está seguro que no estaba allí antes. No estaba allí tampoco cuando lo comprobó por última vez, hace una semana.

Sabe, a ciencia cierta, que sus padres la han puesto ahí para empezar. Y que esconde detrás de ella a alguien a quien sus padres no quieren mostrar, ni a él ni a nadie.

Durante días, Draco sólo se para ahí. Frente a la puerta. Como si pudiera abrirla con la mirada en algún momento próximo. Otros días, la golpea a patadas y puños hasta que la cerradura se afloje. Pero nada ocurre. Y algunos más, sólo gira la perilla con la esperanza de que se encuentre abierta. Nunca lo está.

—Creo que estás enloqueciendo, Dray—le había dicho Pansy ese día, en el momento en que su madre, la señora Parkinson y la señora Zabini tomaban su hora del té rutinaria. Había pasado los últimos veinte minutos intentando convencerlos de que algo estaba mal, pero ninguno de sus argumentos había conseguido más que un par de sonrisas divertidas y comentarios ácidos.

—¡Ya te dije que no me llames así, Pansy!

—¿Por qué no?—reclamó la niña, con sus cejas morochas fruncidas y su nariz chata olfateando el aire con disgusto. Quizás aguantándose las ganas de llorar, o decidiendo que el aire no era lo suficientemente puro para que ella lo toque, Draco no está seguro—; Es un apodo muy bonito, ¿verdad, Blaise?

El otro pequeño apenas la mira, demasiado ocupado observando por las enormes ventanas de la habitación del rubio hacia los jardines.

—Oh, sí. Sí. Molto bello¹, Pans.

Pansy prácticamente irradió felicidad cuando escuchó que el moreno le daba la razón junto con su mote cariñoso favorito. Y con su mejor sonrisa, dijo:— Ya ves, tengo razón. Sólo, ¿por qué no te gustaría que te llamen con un apodo tan bonito? No tiene sentido alguno.

EL NIÑO EN LA ALACENA, drarryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora