CINCO

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Caminaba nerviosa de acá para allá recorriendo los escasos diez metros que abarcaban los enormes ventanales de la recepción del edificio, en la planta baja y de cara al jardín

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Caminaba nerviosa de acá para allá recorriendo los escasos diez metros que abarcaban los enormes ventanales de la recepción del edificio, en la planta baja y de cara al jardín. Allí, a la luz del soleado día, Trunks jugaba a dar mamporros sobre Shu y Pilaf, que cumplían a las mil maravillas las funciones de ser sacos de boxeo.

Impacientada, Bulma resopló y se retiró la manga izquierda de la bata para mirar el reloj. Ya era más de mediodía. Habían partido al otro tiempo la tarde del día anterior, y no había tenido noticias de ellos toda la noche y lo que llevaba de mañana. No podían estar tardando tanto. Cruzó los brazos, enfadada. Odiaba estar ajena a todo cuando estaba en juego el fin del mundo. Si moría, le gustaría saber de primera mano por qué.

—¡Mamá! ¡Mamá! —la llamó Trunks emocionado—. ¡Ya han llegado! ¡Están aquí!

Miró en la dirección que señalaba su hijo y, en efecto, allí vio la magnífica cápsula temporal aterrizando sobre el césped, con los dos saiyans enganchados a la carcasa exterior de la máquina. Venían destrozados, magullados y ensangrentados como en los más terribles combates. Y la ropa hecha un asco. Goku llegaba más entero, pero Vegeta traía su armadura a medias sobre el pecho, por no hablar del mono azul y los guantes, para tirarlos también.

Con todo, bajó de un salto y se quedó arrodillado sobre el césped, agotado. Goku, por su parte, se cayó de espaldas del mareo antes de que la nave tocara tierra.

Deprisa, la mujer atravesó la marquesina y corrió como una bala hasta echarse encima de Vegeta, y desahogó su llanto sobre su hombro para desfogar así la tensión  acumulada en esas horas decisivas. Fueron apenas unas cuantas, pero angustiosas, insoportables. Había temido por la vida de su marido y, a fin de cuentas, lo único que quería era que regresara, derrotado o victorioso. Y, a pesar de todo, ahí lo tenía,

Desconcertado, Vegeta se vio abrumado por semejante abordaje. La retiró de su cuerpo de forma casi automática, avergonzado por verse en evidencia, con la intención de recriminarle que no hiciera esas cosas delante de la gente. No obstante, no contó con verla así de consternada. Bulma no se esforzaba siquiera en contener el llanto, se notaba que en su espera había estado sufriendo... por él. Arrodillado frente a ella, la consolaba con discretas caricias en su espalda y en su rostro, entretanto le regalaba susurros únicamente audibles por ella:

—Te lo prometí —decía mientras alzaba su barbilla con un dedo.

—Lo... lo sé... pe-pero yo... —sollozaba ella sin poder argumentar nada.

Vegeta le tomó la mejilla izquierda con una mano, al tiempo que pasaba los dedos por su sien y la raíz de sus cabellos. Con el pulgar enjugó sus lágrimas.

—Juré que volveríamos todos —le dijo y apoyó su frente sobre la de ella—. Ha venido alguien que creo te gustará conocer —añadió.

Acto seguido, se levantó, le sonrió con ese gesto tan suyo como arrogante y levitó lentamente hasta la cúpula abierta de la máquina del tiempo. Desde dentro, una mano blanca emergió y tomó la suya, femenina, delicada al contraste con el guante ennegrecido y destrozado de Vegeta. Luego, la figura sin igual de Bulma emergió del interior.

Azul y negro: Eterno || VegeBulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora