III

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21 de septiembre de 2004. 06:56 PM.

Cuando llegué a Wammy’s House hice lo mismo que en mi anterior orfanato, el Madre Teresa. A diferencia de allí, los niños conocían gran parte de las palabras en mi diccionario, pero se dejaban las más difíciles. Sin embargo, Mr. Ericsson conocía el significado de todas ellas. Con el tiempo dejó de extrañarme que lo hiciera. Nuestro profesor de historia, ciencias, matemáticas, informática, literatura e idiomas me parecía la persona con más conocimientos del mundo. Con sus explicaciones, sacar un 10 en sus complicados exámenes era un juego de niños. Sin embargo, las matemáticas se me resistían. Mis dieces acabaron con la llegada de mis enemigos acérrimos: los polinomios. Siempre se ha supuesto que yo era, como los estudiantes corrientes se suelen denominar, “de letras”. Y esto no debería ser así. Los objetivos de Wammy’s House son formar a los alumnos en todos los campos del conocimiento. ¿Por qué soy buena en artes, deportes y el resto de asignaturas pero no puedo con las matemáticas? No solo necesito de los conocimientos de Mr. Ericsson, sino incluso de las escuetas explicaciones de Matt. Siempre he pensado que mi mejor amigo y yo deberíamos trabajar juntos. Él es todo lo contrario a mí. Es, junto con Near y Mello, el mejor de le clase en matemáticas. También se le dan bien las ciencias y la informática, pero nunca se acuerda de los contenidos de historia y literatura y a veces se inventa los exámenes. Incluso una vez contó la historia de nosequé juego en la toma de la Bastilla. Nos pasa algo parecido al caso de Mello y Near. Ellos se complementan. Pero parece que Mr. Ericsson se equivoca y los polos opuestos se repelen.

Me aproximo a la clase de refuerzo. Nadie necesita esta para aprobar, pero sí para hacerse con el ansiado diez. He tenido que hacer el esfuerzo de abandonar El amor en los tiempos de cólera solo para que, como lleva haciendo desde que empezamos a estudiar álgebra, Mr. Ericsson intente que vea las ecuaciones como algo material. Pero no puedo. No es como si me pide que entienda qué es una molécula de hierro. Eso es algo material y existe. Todos esos números partidos de letras elevadas a otros números son abstractos, no tienen nombre. Hoy me da otra idea.

—Mira, Cleo, sube a la azotea del gimnasio. Desde allí puedes ver el paisaje de Winchester al completo. Cada casa que veas será uno de los números. El resto de edificios serán x, y, a, b, n… ¿Entiendes?

Asiento. No sería la primera vez que voy a concentrarme a la azotea. Abandono el aula y me dirijo al gimnasio, donde Herr Gustaff arbitra un partido doble de bádminton. Sin pedir permiso a nadie, comienzo a trepar sin miedo por el rocódromo. Compruebo que el bolsillo de mi chaqueta está cerrado y que mi diccionario no va a saltar por los aires y empiezo a agarrar las deformes piedras que aparecen a mi paso conforme subo. Hace unos años, esta hazaña era inimaginable. Sufría un terrible vértigo que hacía que incluso los ascensores me asustaran. Herr Gustaff contribuyó a acabar con ese vértigo cogiendo todos los libros de mi habitación y poniéndolos al final del rocódromo. Cuando los vi allí, todos amontonados, no dudé un momento en subir cogiendo las piedras de dos en dos. Ahora no me daría miedo volar tan alto como un pájaro.

Cuando llego arriba, me encuentro una pequeña escalera que lleva a la azotea. No es ningún lugar destartalado como pueden serlo otras. El gimnasio ocupa 100 m² y en su azotea está la piscina en la que hacemos competiciones de natación. Sí, para nadar tenemos que trepar. También hay una zona de ocio para cuando llega el verano, con césped artificial, sombrillas y tumbonas. En el extremo contrario a la piscina hay aerogeneradores y placas solares que hacen que funcione la red eléctrica en todo el orfanato. Más de una vez he subido aquí solo para leer tranquila, evitando el ruido que hacen los demás. Ni siquiera escucho el partido de fútbol que se disputa en el patio ni a Herr Gustaff gritando sin ton ni son cómo colocarse correctamente. Me hubiera gustado sentarme en una tumbona para releer a García Márquez, pero mi cometido es estudiar matemáticas correctamente. Sin casi darme cuenta, me aproximo al final del suelo. No tengo miedo a caerme. Desde allí, observo Winchester. A un lado, el casco antiguo, bordeando la catedral, con esas típicas casas inglesas, blancas de tejados marrones. Un escenario perfecto para una tragedia shakesperiana, no para llamar a las casas 1, 2, 27 y 183. Al otro lado del puente hay casas contemporáneas, pero no modernos bloques de pisos. Parecen más bien de los años cincuenta, más propias de Agatha Christie. Oh, maldita sea, no puedo pensar así. El mercado será x. La catedral, y. Empiezo a dar vueltas subida en la cornisa, mirando aquellos edificios desde diferentes ángulos, para imaginar en ellos potencias y fracciones. Ni siquiera escucho los gritos del patio que debería oír incluso estando aquí arriba.

— ¡Cleo, baja, te vas a partir la crisma!

— ¿Estás loca? ¡Ten cuidado, vas a caerte!

Solo escucho mi propia mente. Por primera vez, me resulta fácil una integral. Mi memoria me ayuda a poner un nombre a cada edificio. Si miro desde la esquina de la azotea, veo la catedral elevada a una casa con granja. Si me voy al centro, el casco antiguo, la ciudad shakesperiana, está dividido entre la parte más moderna. De repente, encuentro un subíndice. Se trata de un enorme alcanforero de nuestro patio. El árbol parece dar una posición a la carretera. Miro directamente a él y entonces me doy cuenta.

Estoy a tres metros del suelo.

Voy a caerme.

Siento fallar mis piernas. Mi vista se nubla. Vuelve el maldito vértigo. Me doblo hacia delante, hacia el suelo. Se oye un chillido del patio. Es Linda. No puede ser. Nadie pensaría que fuera a morir de una forma tan tonta. Podría decirse que me han asesinado las matemáticas.

¿Y qué más da?

Si de verdad existe la reencarnación, puede que vuelva a la vida como otra persona. Aunque tendré menos inteligencia, eso no lo dudo. Oh, espera. Si el karma es cierto, pagaré por haber matado a mi padre. Nunca me ha pesado en la conciencia. Puede que renazca en el cuerpo de una laboriosa hormiga y acabe entre las fauces de una araña. Tal vez sea una mosca y un humano me dé un manotazo. Al fin y al cabo, moriré. Probablemente ni siquiera me reencarne. Adiós, Cleo. Adiós, Helena.

Y entonces, yo, que nunca he creído en nada que mis ojos no pudieran ver, siento que tengo un ángel de la guarda. Unos brazos delgados pero lo suficientemente fuertes me sujetan antes de que mis piernas resbalen y me tiran hacia atrás, haciéndome aterrizar sentada. Sigo con la mirada perdida en el horizonte, incapaz de no pensar sino tonterías. Ahora pienso que hay un dios ahí arriba al que le caigo bien y me ha mandado un ángel para salvarme. Cuando me doy la vuelta, mi ángel me mira enfadado a la vez que preocupado. Mi ángel viste de negro.  No tiene alas, ni halo, ni un aura de luz blanca. Se le van a salir esos ojos azules, por la forma en que me mira. Me grita cosas que no alcanzo a escuchar. Me sacude los hombros obligándome a reaccionar. No es un ángel. Es Mello. Mello ha venido a salvarme.

— ¿¡Qué es lo que te pasa!? ¿Eres tonta o qué? Maldita sea, ¿qué hacías ahí arriba?

Le miro con los ojos muy abiertos. Pienso un segundo mi respuesta. Me cuesta procesar cada palabra.

—…Mello. Matemáticas. Estudiar. Y no soy tonta. Estudio en Wammy’s House. Aquí no hay tontos.

Y, entonces, presencio un momento histórico. Mello sonríe. No se está riendo de nadie ni desafiando o amenazando. No ha superado a Near. No le han dado lo que quiere. Mello solo sonríe cuando se da uno de esos sucesos. Pero yo lo he visto, solo es una media sonrisa, pero sonríe. Me estrecha con fuerza entre sus brazos y pienso que este no es el Mello al que solo Matt y yo podemos aguantar. Este es un Mello que sonríe al escucharme y me abraza.

—Eres estúpida. No vuelvas a subirte ahí. Te he visto desde fuera y he tenido que subir a toda prisa por el rocódromo. Poco más y yo también me caigo de ahí.

—Lo hice para entender mejor las mates. ¡Creo que ya sé hacerlo!

—Pues te ha salido caro –de repente, sin venir a cuento, me suelta una colleja.

Vuelve a ser el Mello de siempre. Se la devuelvo y comenzamos a pelearnos y perseguirnos por el césped, y después huyo de él descendiendo por el rocódromo bajo la atónita mirada de nuestro profesor de deportes y los jugadores de tenis.

¿Alguna vez volveré a ver al Mello que acabo de conocer? Lo veo probable, a menos que sea cuando mi torpeza me la juegue de nuevo y él esté ahí para salvarme, como ahora. Aun así, siento que solo yo quiero ver esa cara suya, quiero ser la única que conozca al Mello que da abrazos y sonríe, como si de alguna forma me perteneciera.

Línea de sucesión.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora