capítulo 7

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—Naruto, ¡no te imaginas lo que ha sucedido! —saludó Hinata a su
marido cuando acudió a darle las buenas noches varios días después.
Él advirtió que, por primera vez, ella no se tapaba nerviosa con las
sábanas. Tristemente, la bata a juego con su vaporoso camisón estaba
recatadamente cerrada sobre sus senos, en lugar de descansando provocativa en
la otomana. Aunque ella se iba acostumbrando a que él la visitara en su
dormitorio, no tenía intención de invitarlo a su cama.
Aun así, era un gran paso. Había más señales de que se sentía más
confiada respecto a ser su esposa: había reorganizado sus muebles sin pedirle
permiso; había despedido a la ayuda de cámara y a la doncella que él le había
proporcionado y, como probando dónde estaría el límite de él, había ascendido
a la joven que limpiaba las chimeneas y encendía los fuegos a la posición de su
doncella.
Luego había acudido a Cummings, el secretario, y le había anunciado que
deseaba salir de compras por su cuenta.
¿Qué era lo que encendía ese brillo en su mirada aquella noche? ¿Sería el
descubrir por el secretario la generosa cantidad que él había dispuesto para su
disfrute?
Naruto se sentó en la cama con un vago sentimiento de decepción.
—¡Menma va a llevarme a los jardines Vauxhall a que vea los fuegos
artificiales! ¿No es maravilloso?
La decepción de Naruto se evaporó. La alegría de ella emanaba de haber
resuelto un enfrentamiento con su hermano y no de una ola de avaricia.
—Dice que durante el día no puede llevarme a ningún sitio pero que, si
nos movemos por senderos en penumbra para que nadie pueda ver su rostro,
puede estar bien. Naruto, eso es algo que no entiendo: en París nadie mira con
asco a los soldados que pasean por los bulevares, por grotescas que sean sus
heridas.
—En Francia hace mucho que tenéis servicio militar, todo el mundo se
siente personalmente involucrado en la guerra: ese soldado podría ser el
hermano o el marido de cualquiera —explicó él y suspiró—. Hinata, debes
comprender que la mayoría de las personas son egoístas. Vienen a la ciudad a
divertirse. Quieren chismorrear, flirtear y bailar. Ver a un hombre como Menma
les recuerda que la vida puede ser brutal. Y no quieren recordatorios de que,
fuera de su círculo encantado, hay hombres peleando y muriendo por su
libertad.

Hine sintió una punzada de culpa. Ella misma se había preocupado
tanto respecto a su marido y cómo ganarse su aprobación que no había pensado
en Napoleón desde hacía días.
—Confío en que no hayáis quedado mañana por la noche para vuestra
salida a Vauxhall… —señaló él frunciendo el ceño.
Acababa de ocurrírsele que sería muy extraño que la primera vez que ella
saliera en público fuera en compañía de su cuñado. Revisó en su mente a qué
entretenimientos podrían acudir la noche siguiente.
Y se preguntó por qué no había pensado antes en ello.
—Mañana me acompañarás al teatro —anunció, recordando que en París
les había funcionado.
¡Por fin él iba permitirle aparecer en público como su esposa!
Y la gente se daría cuenta de lo anodina que era y se preguntaría cómo
había podido casarse con ella cuando podía tener a cualquier mujer con sólo
mover un dedo.
Naruto vio que ella palidecía.
—¿El vestido de satén amarillo pálido está listo? —preguntó él intentando
que no se notara su dolor.
Ella no tenía la culpa de que salir con él lo viera una condena que debía
cumplir, mientras que la visita a los jardines Vauxhall con su hermano Menma la
llenaba de emoción.
—Póntelo mañana —le indicó él tras verla asentir.
Y sin más comentarios, la besó como siempre antes de marcharse.
Sólo cuando él se hubo marchado se permitió ella sentirse molesta porque
él no le había agradecido que hubiera logrado sacar a Menma más allá de la
propiedad. Nadie más había logrado ni siquiera sacarle de su habitación
durante meses. ¡Pero Naruto no podía ceder ante ella ni ligeramente para
aplaudir su logro!
A pesar de eso ella, estúpida, estudió su rostro buscando alguna señal de
aprobación la noche siguiente mientras bajaba las escaleras vestida según el
dictado de él. Se sentía un poco incómoda por el vestido de talle alto que le
hubiera dejado los brazos totalmente desnudos de no ser por unos guantes
hasta más arriba de los codos. El escote se realzaba con el bordado de pedrería
más extraordinario que ella había visto nunca.
—Ven a mi estudio un momento, antes de que nos vayamos —le dijo él
con expresión impenetrable—. Quiero darte algo.
Ella le siguió con el estómago hecho un mar de nervios. Se sentía
emocionada de que él la llevara a algún sitio, ansiosa por estar a la altura de lo
que él esperaba, aterrada por si no lo conseguía y tristemente consciente de
cada una de sus deficiencias físicas.
Él se acercó a su escritorio, sacó un estuche grande y cuadrado y se lo
pasó. En su interior, sobre terciopelo negro, había un conjunto de collar,
pulsera, pendientes y broche de gemas amarillo pálido engastadas de manera muy elaborada en oro. De otro estuche más pequeño sacó un anillo a juego.
—Me gustaría habértelo dado antes, pero al regresar a Londres y
examinarlo, descubrí que necesitaba una limpieza.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas cuando él le puso el anillo, que se
ajustaba perfectamente. A Sakura él le había comprado un anillo a juego con el
color de sus ojos. Pero para su poco agraciada e indigna esposa había
recuperado algunas viejas joyas que había necesitado limpiar antes de dárselas.
Por lo menos, ella ya comprendía por qué él le había pedido que se
pusiera aquel vestido: no muchos tejidos harían juego con aquellas joyas de
inusual color.
Él le puso los pendientes y dio un paso atrás para admirar su efecto junto
al pelo oscuro de su esposa.
—Perfecto —alabó él.
Hinata se puso rígida y reprimió su momentánea ola de lástima de sí
misma. Ella siempre había sabido que era una esposa de segunda elección. ¡Y le
correspondían joyas de segunda mano!
¿Acaso esperaba que su marido se olvidara de que ella no era la mujer con
la que originalmente había deseado casarse?
Él estaba siendo muy amable, teniendo en cuenta la manera en que ella se
había comportado desde que se había instalado en su casa. Por ejemplo, él no la
había reconvenido por la escena que había armado durante la cena, cuando
sabía que él deploraba ese tipo de comportamiento. Tan sólo le había enviado
comida a su habitación.
De pronto se dio cuenta de que, bajo sus modales fríamente controlados, él
era un hombre amable. Por eso ella nunca lograba sentirse asustada ante él más
de unos instantes cada vez. Y por eso había confiado en él desde el principio. Él
incluso le aguantaba las pataletas infantiles que su hermano y su padre habían
predicho que harían enfurecer a su marido.
Naruto ni siquiera le gritaba. Ella no le importaba tanto como para perder
su gélido autocontrol.
—No podía permitir que salieras sin joyas, ¿no te parece? —señaló él
poniéndole el collar.
—Sí, supongo que no podías —respondió.
Tal vez ella no le importaba mucho, pero sí su propia reputación. Su
condesa no podía presentarse en público sin el adorno adecuado. El vestido y
las joyas era sólo el vestuario para el papel que ella representaba.
Naruto se sintió perplejo ante la respuesta de Hinata. Acababa de
colgarle unos diamantes que valían una fortuna y, en lugar de estar
emocionada, parecía abatida.
¿Podrían ser nervios por verse de pronto cubierta de tanta riqueza? Ella
nunca había poseído tales joyas.
Ni tampoco las había deseado. Ni siquiera se había sentido tentada a
probarse el anillo de esmeralda de su hermana.

Atados por el azarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora