capítulo 11

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Hinata no sabía si masajearse la dolorida muñeca o el ceño fruncido.
Había pasado toda la noche en pie terminando todos los dibujos a medio hacer
que había encontrado para impresionar al señor Ackermann con su producción
en la entrevista de la mañana.
Aunque si él sólo iba a darle cinco guineas por dibujo, tendría que
venderle otros noventa y nueve para saldar su deuda. Le llevaría meses lograr
esa suma con los dibujos. Incluso aunque él accediera a comprarle todo lo que
ella dibujara en su vida, lo cual era más que improbable.
Se hundió abstraída en el asiento de cuero del coche de alquiler. Todavía
tenía el anillo de Sakura.
Naruto había dicho que era muy valioso. Ya que ella no lo luciría nunca,
podría terminar de la manera que su hermana originalmente había pretendido.
Y, dado que nunca volvería a salir de fiesta, no necesitaría los carísimos
vestidos que Naruto le había comprado. En Londres, como en París, debía de
haber un mercado de ropa de segunda mano, con vendedores especialmente
interesados en creaciones de madame Pichot.
Cuando el coche llegó a su destino, Hinata estaba muy nerviosa. Dado
que era una mala táctica de negocios que se le notara, se cuadró de hombros y
elevó la barbilla conforme se sentaba en el despacho del señor Ackermann. Los
dibujos que le había dejado la tarde anterior estaban esparcidos sobre su
escritorio. Él tomó también sus últimas ofertas y las analizó lentamente.
Las esperanzas de ella aumentaban cada vez que le veía sonreír divertido.
—¿Esto es todo lo que tenéis? —preguntó él por fin.
—Sí, pero os prometo que puedo crear tantos como deseéis. Trabajaré
todas las horas del día y de la noche…
—No necesitaré más —le cortó él levantando una mano.
Al ver que ella se entristecía, se apresuró a añadir:
—Estoy dispuesto a daros quinientas guineas por lo que hay aquí.
Ella ahogó un grito y se llevó las manos a las mejillas conforme él le tendía
un sobre.
—¿Vais a darme todo el dinero ahora así, sin más?
—Así, sin más —contestó él con una leve sonrisa.
Ella agarró el sobre antes de que él cambiara de opinión e intentó
guardarlo en su pequeño bolso. Pero no cabía. Incluso doblado, era demasiado
grande. Se lo apretó contra el pecho y agachó la cabeza a punto de marearse.
Era aterrador llevar tanto dinero consigo. ¿Y si lo perdía? tenía que regresar a casa y entregárselo a Menma sin dilación. Se puso en pie y se dirigió a la puerta.
Una vez allí, se giró y ahogó un grito:
—Lo siento si resulto maleducada pero tanto dinero junto…
Él adoptó una expresión de lo más extraña, casi como si sintiera lástima de
ella. Pero el saludo con el que la despidió fue tan profesional, al tiempo que él
recogía los dibujos de su escritorio, que ella decidió que debía de habérselo
imaginado de lo nerviosa que estaba.
En cuanto la puerta se cerró tras ella, el conde de Namikaze emergió del
lugar donde se escondía. Se detuvo un segundo para agradecer al señor
Ackermann haber desempeñado tan bien su papel y salió tras su esposa.
Detestaba volver a seguirla así pero, ¿cómo si no iba a averiguar para qué
necesitaba quinientas guineas? Había desestimado la idea de simplemente
preguntárselo en cuanto se le había ocurrido. No le daría más opciones para
que ella le acusara de agobiarla.
Al poco rato fue evidente que ella regresaba directa a casa. Él reprimió un
sentimiento de frustración al verla subir las escaleras principales. Tendría que
vigilar de cerca los movimientos de ella durante un tiempo antes de descubrir
qué pretendía hacer con el dinero.
Entró en el vestíbulo tan rápido detrás de ella que el lacayo no tuvo
tiempo ni de cerrar la puerta. Y la vio entrar en los aposentos de Menma.
¡Había volado directa hasta él!
De alguna forma, todo terminaba siempre en Menma.
Una serie de imágenes acudieron a su mente: Hinata abrazando a Menma
en aquel vestíbulo y diciéndole que él era su único amigo; Hinata subiendo por
las escaleras con una sonrisa tras la mascarada.
Dada la propensión de la familia de ella a fugarse con su amado en el
momento más inesperado, él sólo pudo llegar a una conclusión.
Dejó con fuerza su sombrero en las manos temblorosas del lacayo,
atravesó el vestíbulo a grandes zancadas y apartó a un lado a Linney al entrar
en los aposentos de su hermano tras las huellas de su esposa.
Y la sorprendió tendiéndole el sobre con el dinero, su dinero, a Menma.
Ambos se quedaron helados y le miraron como dos niños sorprendidos
comiendo galletas cuando no debían.
Una imagen de ella en alguna granja francesa cuidando gallinas acudió a
su mente. Menma emergía de una puerta en penumbra, le rodeaba la cintura con
el brazo y la besaba en la mejilla. Ella le sonreía, pura representación de la
felicidad…
Naruto no lograba articular palabra. Se sentía como si estuviera al borde
de un abismo y un movimiento en falso fuera a enviarle rodando hacia abajo
eternamente.
Hasta aquel momento no había creído realmente que ella le odiara. Ella se
lo había proferido una vez en un momento exaltado pero, al tranquilizarse,
había admitido que no lo había dicho en serio. Pero aquélla era la evidencia de que no soportaba continuar ni un momento más como su esposa.
Era culpa suya, se mortificó él, por haberla tratado horriblemente.
En la mascarada la había dejado temblando y llorando, no le extrañaba
que hubiera buscado consuelo en Menma. ¡Prácticamente la había enviado a los
brazos de él! Y, lo peor de todo: él le había expresado su falta de confianza en
ella en el peor momento posible…
Tomó aire entrecortadamente. Aquella vez, por más que le costara,
mantendría a raya su ira hasta haber descubierto la verdad. Toda la verdad,
cualquiera que fuera. Sólo entonces decidiría qué hacer al respecto o más bien
cómo sobrevivir a perder a su hermano y a su esposa de un solo golpe.
Como un autómata, se acercó a la chimenea y se apoyó en la repisa,
cruzándose de brazos sobre el pecho.
—Creo que ya es hora de que alguien me diga exactamente qué está
sucediendo —dijo mirando a Menma, a punto de agarrar sus muletas para
levantarse del sofá en el que se hallaba.
—Decídselo, lady Namikaze —ordenó Menma soltando las muletas.
—¡No puedo! —exclamó Hinata sin poder moverse, con el dinero
fuertemente agarrado en sus manos y los ojos llenos de lágrimas.
—Entonces lo haré yo —declaró Menma irguiéndose—. No sirve de nada
seguir ocultándoselo. El juego ha terminado.
—¡Menma! —gritó ella, rodeándolo como si la hubiera traicionado.
—Es mucho mejor que Naruto actúe en tu nombre en este asunto —
continuó él testarudo—. Lo dije desde el principio.
¿Actuar en su nombre? Esas no eran las palabras de un hombre que fuera
a fugarse con la mujer de su hermano. Ni su exasperado tono el de un amante
cariñoso.
Naruto sintió que se le quitaba un gran peso de encima.
—Tal vez te resulte más fácil contármelo si te digo que sé que estabas
intentando vender tus dibujos y que he sido yo, de hecho, quien ha
proporcionado las quinientas guineas de ese sobre.
Hinata soltó un grito, se dejó caer sobre una silla y se cubrió el rostro con
las manos. Debería haber sabido que ningún hombre de negocios pagaría tanto
dinero por la docena de dibujos que ella le había entregado. ¡Seguramente no
valían ni un penique!
—Ya veo que he sido más estúpida de lo habitual —se lamentó, girando el
paquete en sus manos.
Tendría que contárselo todo a Naruto. Y entonces él se enfadaría con
Menma y diría cosas que tal vez los separaran al uno del otro para siempre. Y
todo sería culpa suya.
Tal vez si pudiera confesárselo a Naruto a solas y él tuviera tiempo de
calmarse antes de enfrentarse con Menma…
Se puso en pie y lanzó el sobre al sillón junto a su cuñado.
—Menma, ya sabes qué hacer con esto —dijo y se giró hacia su marido con la barbilla alta—. Naruto, si me concedes unos momentos, te lo contaré todo.
En mi salón.
Para su alivio, nada más abandonar ella los aposentos de Menma, oyó que
Naruto la seguía por las escaleras.
—Siéntate, por favor —le dijo indicándole una silla a un lado de la
chimenea, tras prescindir de Sukey.
Nerviosa, se sentó frente a él.
—Antes de casarnos te prometí que no te causaría ningún problema, ¡pero
me he metido en un terrible aprieto! No sé por dónde empezar.
—Empieza con los dibujos —dijo Naruto sombrío—. Me gustaría saber
por qué te sentiste obligada a recorrer la ciudad vendiendo tus obras por una
cantidad irrisoria…
—No es nada irrisoria. ¡Menma dijo que era una pequeña fortuna!
—Yo dispongo de una gran fortuna. Cielo santo, Hinata, ¿tan ogro soy
que no puedes pedirme dinero cuando lo necesitas?
—Yo no creo que seas un ogro. Pero había roto mi palabra y no quería
admitirlo, ¡ni por qué la rompí! He hecho todo lo censurable. Y entonces perdí
todo ese dinero a las cartas…
¿Por qué él nunca había imaginado que tal vez la hubieran desplumado a
las cartas? Naruto sacudió la cabeza.
—Te he hecho pensar que ni siquiera pagaría tus deudas de juego —dijo
sombrío.
—La estúpida soy yo —señaló ella retorciéndose las manos nerviosa—.
Mamá me advirtió de que no debían importarme tus amantes pero cuando la vi,
con esos rubíes que le regalaste y sus aires sofisticados, mientras que yo sólo
tenía aquellas horribles piedras amarillas… que luego Menma me dijo que eran
diamantes de valor incalculable y yo supe lo mucho que te enfadarías de que
hubiera sido tan boba. ¿Cómo iba yo a saberlo?
Se puso en pie y se alejó unos pasos antes de añadir:
—Dijiste que los habías hecho limpiar y me los entregaste como si no
tuvieran ningún valor. Creí que ni te habías molestado en ir a un joyero y
comprar algo sólo para mí —añadió, enjugándose una solitaria lágrima de la
mejilla—. Juro que no sabía lo valiosa que era la pulsera. Y, de haber sabido el
lugar tan ruin que era el teatro de la ópera, nunca le habría pedido a Menma que
me llevase allí. Él me lo advirtió pero no le escuché, así que fue enteramente
culpa mía que aquel horrible hombre me besara…
—¡No sigas!
Naruto se puso en pie, cruzó la habitación y la agarró firmemente de los
hombros. Ya una vez antes había concluido que sólo existía una manera de
detener a su esposa cuando se aceleraba así. Y la empleó de nuevo. Implacable,
la besó sabiendo que a ella no le gustaría pero incapaz de resistirse. Y pensar lo
cerca que había estado de volver a acusarla de infidelidad… Naruto se
estremeció. ¡Gracias al cielo que había logrado controlar sus abominables celos!

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