capítulo 5

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¡Pobre Naruto! Él que ya se resentía de haber aceptado una esposa que no
deseaba, acababa de descubrir que al menos parte de su razón para haberlo
hecho había dejado de existir.
Y sin embargo, en lugar de dejar ver su decepción, él le tendía un brazo
invitándola a subir al barco. Hinata tragó saliva. Cielos, cuánto debía de desear
él dejarla en el muelle y regresar solo a Inglaterra, pero era demasiado
honorable para siquiera sugerir algo así.
Apoyó su mano sobre el brazo de él y lo siguió por la rampa de subida con
el corazón tan pesado que le sorprendía que siguiera latiendo.
Él la llevó a su camarote y le anunció que estaría en cubierta. Su rostro era
gélido, su postura rígida. Claramente se sentía desgraciado. ¡Y ella era la causa!,
se lamentó Hinata con una punzada de dolor.
Naruto apenas se atrevió a respirar hasta que el último cabo no se hubo
soltado y el barco comenzó a salir del puerto. Ella no había intentado una
última maniobra desesperada para liberarse.
Ni siquiera cuando la costa de Francia fue una mancha en el horizonte
subió ella a cubierta.
Y todo por evitarle.
Naruto paseó inquieto, ignorando el agua que repetidamente mojaba la
cubierta.
Tenía la conciencia tranquila. Tras una noche luchando contra ello, le
había ofrecido varias oportunidades de escapar si lo deseaba. ¿Por qué ella no
las había aprovechado? No continuaba a su lado por avaricia ni por su título. Lo
único que podía explicar su determinación a seguir con su acuerdo era que
había dado su palabra. ¿Significaba eso tanto para ella? Recordó los ojos de
Hinata, brillantes de fervor al prometerle que sería la mejor esposa que
pudiera, y aceptó que así debía de ser.
Era un concepto novedoso, eso de relacionar a una mujer con integridad.
Pero Hinata, según iba comprobando, no se parecía a ninguna mujer que él
hubiera conocido.
En el camarote, Hinata gimió, deseando morirse. Entonces él lo
lamentaría. Lloriqueó, agarrando el cubo de nuevo. ¿O no lo lamentaría? No,
seguramente encogería un hombro y afirmaría que era una pena, pero después
de todo siempre podía casarse con otra. Ella no le importaba nada. ¿Cómo podía haberla dejado sola ante aquel sufrimiento?
Por otro lado, tampoco deseaba que él la viera en aquel lamentable estado,
reconoció, inclinándose sobre el cubo por enésima vez.
¿Cuándo acabaría aquella pesadilla? ¿Cuándo podría salir de aquel
armario apestoso y respirar aire fresco de nuevo?
Nunca, concluyó después de una aparente eternidad. Aunque oyó el casco
del barco chirriando contra el muelle y a los marineros corriendo arriba y abajo,
se hallaba demasiado débil hasta para levantar la cabeza de la maldita
almohada de algodón.
—Vamos, milady —oyó que decía la voz de su marido con impaciencia—.
Hemos atracado. Es hora de desembarcar… ¡Cielo santo!
Por fin él reparaba en su terrible mareo, se dijo ella.
—Marchaos —logró articular cuando él se acercó al camastro—. Dejadme
morir aquí.
Él era un bruto por insistir en que se moviera. Más tarde, cuando el barco
llevara varias horas sin moverse, ella podría reunir las fuerzas para salir
arrastrándose de allí.
—Nadie ha muerto todavía por un mareo —señaló él tomándola en
brazos.
Se sentía entusiasmado de que hubiera sido por estar mareada por lo que
ella no había subido a cubierta, en lugar de porque no paraba de llorar por
haber perdido su libertad, como él había imaginado.
—Sé que debe de haber sido muy incómodo para vos, pero os sentiréis
como una rosa de nuevo en cuanto piséis tierra firme.
—¿Incómodo? ¡Nunca había sufrido tan horriblemente! ¿Cómo habéis
podido ser tan cruel para obligarme a adentrarme en el mar con tormenta? —
exclamó ella entre hipos—. Creo que os odio…
—Estoy seguro de que no lo decís en serio —le reprendió él suavemente,
aunque no estaba tan convencido—. Además, el mar apenas estaba movido.
Se consoló pensando que, aunque ella le odiara, muy grande debería ser
su desesperación para volver a someterse a un nuevo viaje en barco.
Él había planeado encaminarse a Londres enseguida pero no podía obligar
a Hinata a viajar en su estado. Avisó al cochero de que se detuviera en el
primer hotel que tuviera una suite libre.
La dejó a solas tanto tiempo como pudo. Pero al caer la noche, la
preocupación por ella le hizo llamar a su puerta y entrar antes de que pudiera
negarse.
Ella estaba sentada en su cama y tenía mucho mejor aspecto. De hecho,
cuanto más se acercaba él a su cama, más se le encendían a ella las mejillas…
Naruto se detuvo en mitad de la habitación reprimiendo su irritación. ¿Acaso le
creía tan grosero como para insistir en su derecho como esposo después de
haber estado ella tan indispuesta? Pero antes de que él pudiera empezar a
defenderse, ella le espetó:

Atados por el azarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora