capítulo 9

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Hinata dio un respingo cuando una mano grande de hombre se posó en
su brazo.
—¡Menma! —exclamó aliviada al reconocer su figura en la penumbra y no
la de su asaltante—. ¡Por favor, llévame a casa!
Ella siguió temblando, incapaz de responder con coherencia a las
preguntas de él hasta que se encontraron a salvo en el carruaje de regreso a
casa.
Al conocer los hechos, Menma se enfadó tanto que ella tuvo que contenerle
para que no hiciera dar media vuelta al cochero y fuera en busca del hombre.
—Ha sido culpa mía —insistió ella—. No quiero volver a un lugar así
nunca.
—Yo no quería ir desde el principio —replicó él—. De ahora en adelante,
deja que yo decida dónde vamos, si tienes que salir conmigo en lugar de con tu
marido.
¡Como si ella tuviera opción! La simple mención de lo descuidada que la
tenía su esposo le hizo llorar de nuevo.
Al llegar a Namikaze House ella no se encontraba en estado de discutir
cuando Menma la metió en sus propios aposentos, la sentó en un sofá y le puso
una copa en la mano.
—Si tú crees que has salido mal parada, deberías oír lo que he sufrido yo a
manos de esa bruja con capa rosa —comentó él sentándose en una silla frente a
ella.
Ella estaba segura de que él estaba inventándose la mitad de la divertida
historia pero, cuando por fin la terminó y ella acabó con su copa, había dejado
de temblar.
Incluso logró esbozar una sonrisa temblorosa cuando, al rato, alcanzó el
rellano de la escalera, miró hacia abajo y le vio en el pasillo, observándola
preocupado.
—Estaré bien —le aseguró ella.
Aunque ni siquiera ella se creyó esa mentira.
A partir de entonces, la culpa y la vergüenza la cubrían allá donde iba, por
más alegremente que se obligara a sonreír.
De no ser por la importancia de que Menma volviera al círculo de amigos
con el que estaba recuperando la salud y vigor, ella se habría quedado en sus aposentos. Preferiblemente en la cama y tapada hasta las orejas.
Pero no podía fallarle también a él. Tal vez fuera una inútil como esposa
pero al menos a Menma sí le estaba haciendo algún bien.
Observó al grupo de jóvenes alrededor de él comentando
enardecidamente las últimas noticias de Francia. Sin hacer ruido, se retiró a una
esquina de la habitación para cuidar su dañado estado de ánimo en relativa
paz.
No advirtió la malévola mirada que le dirigió la señora Kenton, pero el
honorable Percy Lampton sí lo hizo. Rápidamente se acercó a la mujer.
—No hemos hablado desde… —comenzó.
—Soy libre para hablar con quien quiera —le interrumpió ella—. Desde
que rompí con Namikaze.
Percy Lampton era un joven descendiente de la rama de la familia con la
que Naruto le había prohibido relacionarse si valoraba su posición.
—¿Incluso con su esposa? —preguntó él ladino—. No creo que a él le
gustara descubrir cómo la habéis estado atormentando al hacerle creer que
todavía seguís con él.
—¿Estáis amenazándome? —inquirió ella fulminándolo con la mirada.
—Nada más lejos —respondió él acercándose un poco más—. Sólo me
preguntaba hasta dónde llegaríais en vuestra búsqueda de venganza. Porque es
eso lo que queréis, ¿no? Aunque debíais saber que él se casaría alguna vez y no
podría ser con una mujer como vos.
Lágrimas de desilusión inundaron los ojos de ella.
—No habría sido tan malo si ella hubiera sido hermosa o rica o al menos
de buena familia. ¡Pero pensar que me dejó por «eso»…! —se quejó con un
gesto de desprecio hacia lady Namikaze.
Lampton la condujo a una pequeña antecámara y le alcanzó una copa de
champán.
—¿Y yo con qué me quedo? —continuó ella apurando de un trago la copa
de champán—. Yo le era completamente fiel, dejé que se me escaparan otras
oportunidades por él, y ahora tengo que empezar de cero otra vez…
—Compitiendo directamente con jóvenes ninfas como Nell —terminó él
asintiendo con empatía.
—¡Todavía soy una mujer atractiva! —le espetó ella.
Él enarcó una ceja y ella se calmó. Ambos sabían que la carrera de ella iba
en declive.
—Si os sirve de consuelo, Namikaze se ha casado con ella para mortificar a
mi familia. Antes de que se marchara a París le presentamos en matrimonio a
una hermosa joven de buena familia que casualmente estaba de nuestro lado —
informó él con una sonrisa irónica—. Pero él nos ha sorprendido marchándose
y casándose con la primera extranjera fea que ha encontrado. Ella es una
rebeldía de Namikaze, nada más. Os habréis dado cuenta de que no siente nada
hacia ella. Ha hecho lo mínimo para no levantar especulaciones llevándola a algunos acontecimientos de alcurnia pero en esas ocasiones la ha tratado con
una frialdad manifiesta.
—¿De veras?
La señora Kenton nunca los había visto juntos, ya que no le estaba
permitido acceder a los más altos escalafones de la sociedad.
—De lo más manifiesta —repitió Lampton con una sonrisa—. Y no os lo
imaginaréis pero ella está arriesgándose a caer en la ruina social acudiendo a
lugares como éste. Lo único que necesitaría sería un pequeño empujón…
Los ojos de ella brillaron de malicia.
—¿Qué queréis que haga?
—¿Puedo sentarme con vos?
Hinata elevó la vista molesta. ¿Por qué los hombres asumían que ella
agradecería sus atenciones sólo porque se había sentado sola? ¿Acaso llevaba
un letrero anunciando que era una fulana y que cualquiera podía insultarla?
—Preferiría que no lo hicierais —respondió abriendo su abanico
bruscamente y ocultando su rostro tras él.
—Veo que me reconocéis —dijo el hombre alegremente, ocupando el lugar
vacío junto a ella—. ¿No creéis que es una tontería mantener la contienda?
Comprendo por qué Namikaze no querría tener nada que ver con los parientes de
su madre, dado su lamentable comportamiento hacia su hermano. Pero yo no
tuve nada que ver con eso. ¡Ni siquiera había nacido!
—¿Sois de la familia con la que se supone que no debo tratar? —inquirió
ella observando detenidamente el rostro de él por primera vez.
Sí que guardaba bastante parecido con Naruto, sobre todo en los ojos
azules de pestañas rubias. Algo en la frialdad de su mirada le hizo sentirse
incómoda.
Y entonces, por detrás de él, vio a Nell observándolos antes de
desaparecer retorciéndose las manos nerviosa.
—Decidme, milady, ¿por qué no deberíamos ser amigos? —propuso él
inclinándose sobre ella—. Vuestro marido no tiene por qué enterarse. Me
atrevería a decir que él no conoce ni la mitad de lo que hacéis, ¿verdad?
El tono de complicidad de él y la forma en que posó el brazo en el
respaldo de su silla mientras extendía una pierna para acorralarla con su cuerpo
le resultó desagradablemente familiar. ¿Sería él el hombre que la había besado
en la mascarada? Se le heló la sangre en las venas.
—Por favor, caballero —le rogó—. ¡No me persigáis así!
—¡Lady Namikaze, estáis aquí! —los interrumpió una voz femenina.
Hinata elevó la mirada y vio a la señora Kenton frente a ellos, con Nell
nerviosa a su lado.
—Os he buscado por todas partes. ¿Habéis olvidado que prometisteis ser —Cierto —contestó ella poniéndose rápidamente en pie.
Por el rabillo del ojo vio que el extraño fruncía el ceño y se alejó de él.
—¿Cómo se os ocurre hacer amistad con los enemigos de vuestro esposo?
—le siseó la señora Kenton cuando su perseguidor ya no podía oírlas—. ¿No
sabéis la locura que es ofender a un hombre de su temperamento?
—¡Yo no sabía quién era antes de que se sentara! —protestó Heloise—. Y
además, intenté que se marchara.
—No era eso lo que parecía desde donde yo me encontraba —dijo la
señora Kenton con sorna.
¿Qué se suponía que debía haber hecho ella?, se preguntó Hinata. Ella no
tenía experiencia ante tal determinación y falta de respeto.
«La señora Kenton habría sabido cómo deshacerse de él», se dijo. ¡No!
Prefería morir que pedir consejo a aquella mujer. Ya era suficientemente mala la
humillación de tener que agradecerle el haberla rescatado de allí, algo que le
resultaba muy difícil de hacer.
—No lo he hecho por vos —indicó la señora Kenton—. Sino por Nell. Ella
sentía que era culpa suya que Percy Lampton os hubiera acorralado. Pero si os
quedáis sola en rincones apartados, ¿qué esperáis? Lo que tenéis que hacer es
estar siempre a la vista, preferiblemente en compañía de varias personas,
disfrutando de algún pasatiempo como jugar a las cartas.
Condujo a Hinata al salón de naipes donde pequeños grupos de
jugadores se reunían alrededor de varias mesas. Esbozando una atractiva
sonrisa, se acercó a dos hombres que las estaban esperando.
—Buenas noches, lord Matthison, señor Peters —saludó, empujando a
Hinata hacia el tapete verde y sentándose frente al mayor de los hombres—.
Espero que no os hayamos hecho esperar demasiado.
Alisándose la falda, la señora Kenton se sentó frente al mayor de los dos
hombres. Su compañero, un hombre joven y delgado, miró a Hinata con recelo.
—¿Cabe esperar al menos que seáis una jugadora competente? —le
preguntó.
Ella se encogió de hombros mientras se sentaba frente a él. Detestaba
admitir que la señora Kenton tenía razón: se sentiría más segura esperando a
Menma allí, fingiendo que jugaba a las cartas, en lugar de topándose con
hombres como Lampton.
—No lo sé, ¿a qué jugamos?
—Al whist —respondió el hombre mayor con una sonrisa—. Y lord
Matthison ha alardeado de que puede vencerme, independientemente de la
pareja que le encontrara la señora Kenton.
Ella suspiró aliviada. Si su pareja era tan buen jugador, no importaría que
ella fuera una torpe.
—Nunca he jugado al whist, milord. ¿Es difícil?
Lord Matthison fulminó a la señora Kenton con la mirada antes de
explicarle las reglas a Hinata. Parecían bastante simples y en las primeras  manos ella no decepcionó demasiado a su pareja. Incluso ganó algunas veces.
Pero entonces Lampton entró en la habitación con una copa en la mano y
se sentó junto a la chimenea sin quitarle ojo a Hinata. Sus miradas eran tan
lascivas que ella se retorció incómoda en su asiento. Ya no tenía dudas de que
era el hombre de la mascarada, al que ella había respondido de forma tan
vergonzosa. Conforme pasaba el tiempo, más aumentaba su preocupación de
que él pudiera utilizar ese episodio contra Naruto de algún modo.
¿Qué podía hacer ella para evitarlo?
—Creo que es hora de darlo por empatado —oyó que anunciaba lord
Matthison y se dirigía a ella—. En el futuro, señorita, deberíais recordar que, si
comenzáis con un triunfo, vuestra pareja asumirá que se debe a que poseéis
multitud de ellos. Peters, os felicito por haberme saqueado con tanta
efectividad.
—¿Os he hecho perder mucho dinero? —inquirió ella nerviosa.
—No más de lo que puedo permitirme. Y espero que igual que vos.
Aunque, a juzgar por el montón de pagarés que ha acumulado Peters, tal vez
tengáis que empeñar vuestras joyas hasta que logréis que el pobre inocente que
os pagó ese carísimo vestido os dé el dinero para saldar vuestra deuda.
Después de dirigirle una mirada despectiva, lord Matthison se marchó a
grandes zancadas, dejándola encogida en la silla: ¡creía que ella era la cortesana
de alguien!
¿Qué otra cosa iba a pensar si había sido la señora Kenton quien los había
presentado?
—Vuestra pulsera —oyó que la señora Kenton le urgía en voz baja—.
Dejadla en prenda hasta que reunáis el dinero de la deuda.
Muerta de vergüenza por lo que había permitido que aquel hombre
pensara de ella, se quitó la pulsera Y la dejó sobre el montón de pagarés que
había escrito.
—¿A cuánto asciende el total? —inquirió.
—¡A quinientas guineas! —le informó el señor Peters.
—¿Qué diantres…?
Hinata elevó la mirada y vio a Menma cojeando hacia ellos con el rostro
lívido.
—Hinata, ¿no habréis perdido la pulsera jugando?
—Sólo es una prenda en señal de lo que debo —protestó ella—. La
recuperaré en cuanto le pague a este caballero.
—Os ruego que me indiquéis vuestra dirección —masculló Menma —. Yo
me ocuparé de este asunto en nombre de la dama.
—Con mucho gusto —dijo Peters escribiéndola en un papel.
Menma no volvió a dirigirle la palabra hasta que se encontraron a salvo de
nuevo en el carruaje Namikaze.
—¡No puedo creer que dejaras la pulsera sobre la mesa como si nada!
—Me había quedado sin dinero. Y no quería extender más pagarés. Ni que la pulsera fuera tan valiosa…
—¡Pequeña idiota! Esa pulsera es una herencia familiar. ¡Una pieza
totalmente irreemplazable del conjunto de joyas Namikaze!
—Sí, supongo que sería difícil encontrar otra que hiciera juego con esos
divertidos cristales amarillos…
—No son cristales, Hinata, sino diamantes. Unos diamantes
extremadamente raros y difíciles de encontrar.
—No tenía ni idea —admitió ella empezando a sentirse enferma—. Pero
no la he perdido todavía. Podemos recuperarla cuando le pagues al señor Peters
lo que le debo.
Menma se reclinó en el asiento aliviado.
—¡Es cierto! —rió—. Me preguntaba cómo tenías el valor de ponerte esos
tesoros para acudir a algunos de los lugares a los que te llevaba… Creí que lo
hacías para darle celos a la señora Kenton. Y resulta que en todo este tiempo no
tenías ni idea… No importa, podría haber sido peor.
—¿Cuánto has perdido esta noche a las cartas, por cierto?
—Quinientas guineas.
Menma se puso rígido.
—¿Es mucho dinero? Todavía no domino vuestro sistema de guineas,
libras, chelines…
—Creí que te podría sacar de este apuro pero no es así —dijo él apretando
los dientes—. Vas a tener que contárselo a Namikaze. Has perdido una pequeña
fortuna a los naipes y dejado como garantía de la deuda una herencia de
incalculable valor. Sólo un hombre de su categoría podría cubrirla.
Tomó aire.
—Dios mío, te matará… No, ¡me matará a mí! Él sabe que tú no tienes idea
de cómo manejarte en sociedad. Todo esto es culpa mía por no haber cuidado
mejor de ti. Te he llevado a los peores lugares, te he dejado tener trato con
prostitutas… y no con cualquiera de ellas. ¡Cielos! Él creerá que lo he hecho a
propósito. Y justo cuando… ¡Maldita sea!
Ella no podía permitir que Menma se llevara la culpa cuando la estúpida
había sido ella.
—¡Entonces no debemos decírselo! Debe de haber otra manera de reunir el
dinero. El mayordomo me entrega una cantidad todas las semanas. Tal vez pueda
adelantarme algo.
Menma negó con la cabeza.
—La única manera de reunir ese dinero con rapidez sería acudir a un
prestamista. ¡Y por nada del mundo hagas eso! Una vez que te agarran, ya no te
sueltan. No hay nada que hacer. Tendremos que recurrir a la piedad de Namikaze.
Ella gimió y hundió la cabeza entre las manos. Y no sólo por la deuda del
juego y por haber perdido la pulsera. Ella sabía que, cuando Naruto la mirara
con aquella superioridad suya, todo se derrumbaría. Qué celosa se sentía de la
relación de él con la señora Kenton.
Aquello era justamente lo que su madre le había advertido que no hiciera:
comportarse como una esposa celosa y posesiva. Y ella además le había
prometido que no le causaría ningún problema. Había roto los términos de su
acuerdo por partida doble. Él nunca la perdonaría.
Hinata tenía el corazón en un puño cuando Menma y ella entraron en casa.
Estaba entregándole su capa a un sirviente cuando Naruto abrió la puerta de su
estudio.
—Díselo ahora —le murmuró Menma al oído a Hinata —. Cuanto antes,
mejor para todos.
—¿Decirme el qué? —inquirió Naruto acercándose a ellos—. Sea lo que
sea, mejor hacedlo en mi estudio.
Se hizo a un lado, invitándolos a pasar a sus dominios. Menma entró
inmediatamente.
—¿Os importaría acompañarnos, lady Namikaze? —le dijo Naruto.
Ella nunca se había sentido tan asustada en toda su vida. Pero no sería
justo que Menma se enfrentara solo a su hermano. Él no tenía la culpa de que
ella se hubiera dejado engatusar por la amante de Naruto para perder una
fortuna. Su propio orgullo cabezota había provocado aquello.
Además, debería haber sabido quién era la señora Kenton. Naruto
también podría culparla por eso. Habría otra pelea entre los dos hombres y la
grieta entre ambos, que había empezado a curarse, se abriría aún más. No podía
permitir que eso sucediera.
Recurriendo a todo su coraje, se unió a Menma en el interior del estudio,
delante del escritorio. Naruto se sentó detrás y los miró inquisitivamente.
Ninguno de ellos dos sabía lo rápido que le latía el corazón, pensó Naruto
mientras se preparaba para oír la esperada confesión de su romance. Él no
había necesitado insistir mucho en el palco de la mascarada para que ella le
anunciara que Menma era su amante. A pesar de que ella se sentía claramente
culpable y había roto a llorar y a castigarse por su relajada moral, oír la
confesión de labios de ella le había conmocionado.
Se había alejado de ella con un dolor mortal y había regresado a casa
donde había esperado, como de costumbre, hasta haberse asegurado de que
regresaba sana y salva.
Entonces los dos se habían metido en las habitaciones de Menma en lugar
de separarse a los pies de la escalera como hacían habitualmente. Había
transcurrido un tiempo considerable hasta que ella había emergido de allí, con
una leve sonrisa en sus labios mientras subía las escaleras. Menma la había
observado subir desde el vestíbulo con una expresión calculadora en su rostro.
—¿Y bien? —les urgió tras unos minutos en silencio.
—He llevado a Hinata a varios lugares que no te gustarían… —comenzó
Menma.
Ella no iba a permitir que él se sacrificara por su culpa.
—¡Lo cierto es que cuando fuimos a esa horrible mascarada un hombre me acosó!
Menma se giró hacia ella con expresión exasperada.
—Espera, Hinata, eso no es…
—¡No, Menma! ¡Déjame contarlo a mi manera!
Él se encogió de hombros y se quedó callado.
—Menma sólo se apartó de mí un par de minutos, te lo prometo. No fue
culpa suya, sino mía. Yo insistí en que sacara a bailar a una joven para que
comprobara que a pesar de sus heridas podría gustar a una mujer. Y, mientras
él estaba ocupado con ella, un hombre a quien nunca había visto me tomó en
sus brazos y… me besó.
—¿Te gustó la experiencia? —preguntó Naruto con frialdad.
Hinata ahogó un grito como si él la hubiera abofeteado.
—¿Qué tipo de pregunta es ésa? —intervino Menma escandalizado—. ¡Por
supuesto que ella estaba indignada! El asunto es que yo no debería haberla
llevado a un lugar así.
—¿Eso es todo? —preguntó Naruto educadamente, ojeando unos papeles
de su escritorio como si le interesaran.
Seguro de que le iban a confesar lo que había entre ellos, la ira que le
invadía le impedía mirarlos a los ojos. Lo único que le quedaba era ser capaz de
salvar su orgullo enmascarando su auténtico estado de ánimo mientras
esperaba a que cayera la bomba.
—¡Si, eso es todo! —le gritó Hinata, pálida de ira—. Vamos, Menma. ¡Ya
has visto que para él no significa nada!
Salió a toda velocidad con Menma detrás.
—¡Espera! —le gritó el capitán.
Ella se detuvo a mitad de las escaleras y lo fulminó con la mirada.
—¡Te dije que tendríamos que encontrar otra manera! —susurró ella,
consciente de que la puerta del estudio de Naruto no estaba cerrada.
—Aún no se lo has confesado todo…
—¿Y de qué serviría? Prefiero morir antes que contarle lo que ha sucedido
esta noche. Además si descubre que me he desprendido de algo que él
considera tan valioso, me enviará al campo o me dejará completamente de
lado…
—No lo hará. Un caballero no se divorcia de su esposa…
—¡Caballero, dices! ¡Ya no sé a qué te refieres con ese término, excepto que
implica una naturaleza fría, orgullosa e inaccesible! No pienso pedirle que me
rescate de nuevo. ¡Ojalá no lo hubiera hecho en primer lugar! Después de todo,
Toneri Otsutsuki está muerto y yo podría haberme quedado junto a mis padres
quienes, aunque opinan que soy imbécil, ¡al menos me dejan dibujar cuanto
quiero!
Mientras Menma escuchaba perplejo aquellas incomprensibles palabras,
Naruto en su estudio se sostenía la cabeza entre las manos: ya sabía desde el
principio que ella no debería haber continuado con el matrimonio una vez que Toneri Otsutsuki había desaparecido de escena.
Ahogando un gruñido, se acercó a la puerta del estudio y la cerró.
—¡Encontraré la manera de reunir el dinero yo sola! —declaró ella
desafiante, corriendo escaleras arriba.
En su estudio, Naruto se paseó demasiado agitado incluso para servirse
una copa. Tampoco le consolaría, nada podría aliviar la agonía de oír a Hinata
declarar que desearía no haberse casado con él.
Él había hecho todo lo que estaba en su mano para que ella se adaptara a
su nueva posición. Para demostrarle que no tenía por qué temerle le había
permitido más libertad que si hubiera estado perdidamente enamorado de ella.
No la había presionado a que se ajustara a sus requerimientos, ni le había
limitado los movimientos, por más cerca que ella hubiera estado de caerse. ¿Y
todo para qué?
Se miró al pasar delante de la ventana. ¿Aquel hombre despeinado y de
mirada desorbitada era realmente él?
¿Dos meses casado con su esposa le habían reducido a aquello?
No debería haberla besado. Ése había sido su peor error. Después de
haberla saboreado con sus labios y recorrido con sus manos, podía imaginar
con facilidad a su hermano disfrutando de aquellos redondeados senos, de sus
labios suaves y receptivos…
Se le escapó un grito de desesperación. ¿Qué locura era aquélla? ¿Dónde
estaba el hombre frío e inalcanzable que siempre había creído que entregarse a
emociones poderosas era un signo de debilidad?
Se hundió en su silla y apoyó la cabeza en las manos. Tenía que recuperar
el control de sí mismo.
Se irguió e inspiró hondo varias veces. Debía analizar aquella situación sin
emoción. Los hechos eran que su esposa, hacia la cual sentía más de lo que
nunca habría imaginado por una mujer, no le correspondía en su afecto. Y que
ella, a pesar de la tolerancia de él, había planeado humillarle buscándose un
amante antes de proporcionarle un heredero.
Sacudió la cabeza. No, Hinata era demasiado impulsiva como para
planear algo así. Ella tan sólo había hecho caso a su corazón. No había
pretendido traicionarle. De hecho, anunciarle que iba a asistir a la mascarada
podría haber sido una llamada de auxilio…
Pero Menma… Golpeó el puño contra el brazo de la silla. Menma estaba
logrando su venganza perfecta: había convertido en cornudo a su odiado
hermano bajo su propio techo, seguro de que no habría un divorcio que
descubriera lo canalla que era. Y si Hinata se quedaba embarazada de Menma,
el bebé heredaría todo aquello de lo cual él había sido excluido.
Porque Naruto se vería obligado a reconocer al bastardo como suyo si
quería proteger a Hinata de la desgracia.
Y deseaba hacerlo. Agachó la cabeza con el rostro desfigurado por la
angustia. No permitiría que ella huyera con Menma y viviera una existencia precaria como la fulana de un inválido con una reducida pensión del ejército.
Se puso en pie. Debía decirle que no permitiría algo así. Aunque ella tal
vez tuviera otros deseos, haría mejor en renunciar a sus estúpidos sueños y
aceptar su realidad: ¡se quedaría con él!
Subió las escaleras de dos en dos, abrió bruscamente la puerta de los
aposentos de ella y atravesó el oscuro salón hasta su dormitorio.
Cuando ella le vio, abrió mucho los ojos, asustada. A él le enfureció ver
que se subía las sábanas hasta la barbilla como si fuera el villano de la historia.
Perdiendo el control de sí mismo, se acercó a la cama a grandes zancadas y le
arrancó las sábanas de las manos.
—Tú eres mi esposa… —comenzó.
—¡Lo sé y lo siento mucho! Nunca pretendí…
Él le tapó la boca con los dedos. No quería oírle confesar lo que él ya había
deducido por su cuenta: que ella había seguido a su corazón.
—Sé que no pudiste evitarlo.
Ella lo miró perpleja. ¿Le había contado Menma lo demás una vez que ella
se había marchado?
—¿No estás enfadado? —dijo ella y suspiró mientras las lágrimas le
bañaban las mejillas—. ¿Puedes perdonarme?
Él tomó el rostro de ella entre sus manos y le enjugó las lágrimas con los
pulgares. ¿Podía él perdonarla?
¿No sería pedirle demasiado? Con un gemido de angustia, la abrazó
contra su pecho y hundió su rostro en el cabello de ella.
Y de pronto supo con asombrosa claridad que, si lograba poseerla, una vez
al menos, su futuro no sería tan insoportable. Porque así podría engañarse
creyendo que el hijo de ella podría ser suyo.
Y así, le quitó el camisón de los hombros.
—Sólo esta vez. Sólo esta noche —murmuró él.
—Sí —suspiró ella abrazándolo por el cuello y tumbándose sobre las
almohadas.
Él estaba seguro de que ella accedía a ofrecerle consuelo porque se sentía
culpable. Pero él estaba tan desesperado que aceptaría lo que fuera.
Jurándose a sí mismo que no volvería a aprovecharse de ella de aquella
manera, se inclinó sobre ella y dejó que su ardiente necesidad de ella dejara a
un lado todos sus escrúpulos.
Se olvidó de todo excepto de ella: la dulzura de sus labios, la suavidad de
su piel, la calidez de su aliento junto a su cuello…
Y entonces, golpeando su alma como un látigo sobre piel desnuda, él oyó
el grito agonizante de ella conforme le entregaba su virginidad.

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