No hay animal más peligroso que el mismo ser humano.
Podría dañarte mientras manipula tu mente, convertirse en la razón de tu desastrozo pasado, ser la causa de tus inseguridades y el por qué de tus actos. La capacidad de cometer algo tan repulsivo...
El comienzo era blanco. Y el blanco significaba luz. La luz nos infundía la paz en medio de las tinieblas, y entre ese mismo sendero, se encaminaba la bondad.
Y la bondad se hallaba en los corazones de los nobles, los llamados héroes: Gaman-yang.
Gaman-yang era una asociación secreta de Japón en el actual siglo XXI; albergando jovenes ninjas de élite, rigurosamente entrenados que se desvivían por representar un buen equipo para proteger, no solo a su país, sino también al mundo entero. Yamada Atsushi, exninja en el pasado de su juventud, y fundador de la misma; juró así defender los buenos principios y la justicia.
No obstante, a medida que el complejo universo avanzaba, la maldad seguiría incrementándose como una peste letal que se liberaba en el aire; porque para toda fuerza benigna, siempre existiría un eterno rival que estuviera en desacuerdo con esos criterios.
En este caso, los Yūgen-yin. Ninjas corruptos envueltos por un mefistofélico propósito —y a veces de inciertos fines como su paradero—, representaban la contrariedad a una luz de esperanza y salvación. Una macábra y oscura aura reinaba en la profundidad de sus duros corazones, originando la maldad que conllevaba a la destrucción de todo lo que se les venía a su paso. Y si ello aun no pudiera considerarse lo peor, solo bastaba con conocer el verdadero terror detrás de la función. La raíz de todo, la mente maestra oculta en aquél funesto sótano de Himuro, la persona que siempre se mantenía detrás de las desgracias incurridas por sus títeres asesinos. Esa misma persona, quien ha dedicado la mayor parte de su vida controlando diversos tipos de mentalidades, decidiendo lo que se debía o no de hacer.
Todo por el mismísimo director de su propia obra teatral, Zhong Shen Mei, quien los acogió, transformándolos ahora en lo que eran.
—C-creo que ya lo tengo...
Alzó una ceja, y se limitó a observar al joven muchacho desde la altura de su cómodo sofá, forrado de una extravagante piel de jaguar que hacía juego con su abrigo largo. Su sonrisa se desfiguró por la ansiedad, intimidando al otro que evitó encontrarse con sus ojos filosos.
—Dime que lo sabes, mi querido Jungwoo —articuló con dulzura forzada cuando mencionó esta vez el verdadero nombre de su joven acompañante, atreviéndose a acariciar varios de los mechones rubios de este, quien permanecía arrodillado a sus pies.
Jungwoo finalmente abrió los párpados y relajó la mandíbula; tomándose un respiro antes de reunir el valor para mirarlo a los ojos. Su lívido rostro, de alguna manera, denotaba cierta incomodidad y angustia cuando veía esa sonrisa clavada en el rostro de su amo. Esa sonrisa que siempre lo dejaba horrorizado.
Sabía perfectamente que detrás de aquella máscara —repentinamente amigable—, el hombre se impacientaba por saber su respuesta. Podía leerlo en sus ojos encendidos por la atrayente curiosidad y un pernicioso deseo, que solo podría satisfacer las palabras adecuadas que anhelaba escuchar.
El chico se encogió de manera visible; le fue imposible sostenerle la mirada por mucho tiempo, por lo que desvió su atención en unos candelabros encendidos a su izquierda.
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