Capítulo XI

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El domingo abrió los ojos extrañamente tarde, no solía hacerlo pero desde que ella enfermó, la semana anterior, no había descansado lo suficiente. Eso, junto con la visita de los gerentes de las comercializadoras, lo habían dejado exhausto. Despertó alrededor de las diez, se tomó su tiempo y bajó una hora después, decidido a que ese día sería únicamente para estar con Andrea.

Inés, en cuanto lo vio entrar, le sirvió un plato de frutas y le ofreció chilaquiles. Los engulló con apetito mientras leía el periódico con atención. Esa chica era demasiado chismosa para su propio bien, así que decidió no preguntar nada acerca de Andrea, la buscaría ya que hubiese terminado.

Media hora después salió al jardín para ver si la encontraba leyendo como solía hacer. Le pareció extraño no verla, subió hasta su recámara, tocó, pero al no recibir respuesta abrió. Nadie. Todo estaba perfectamente acomodado, pero de ella ni sus luces. Bajó hasta su estudio suponiendo que estuviera buscando otro libro, tampoco. Salió por la puerta de la entrada principal mirando hacia ambos lados, no estaba. Anduvo rumbo a las caballerizas y establos ya un poco preocupado. Ahí al fin la vio, observando atenta cómo Héctor domaba a uno de los caballos que recién adquirió hacía una semana. Tenía su barbilla recargada en sus antebrazos sobre la cerca de madera que rodeaba el corral y su cabello colgaba ondulado a lo largo de su espalda.

—¿Pensé que no tolerabas ni verlos? —Andrea volteó de inmediato al escucharlo. Un segundo después le sonrió tranquila. Se encogió de hombros animada, esa mañana se veía tremendamente joven y también tremendamente tentadora.

—Verlos sí... es un animal hermoso, solo me da miedo acercarme —y de nuevo volvió su atención hacia el adiestramiento. Se colocó junto a ella observando cómo Héctor hacía hábilmente su trabajo, pero cuidando todo el tiempo no acercarse al sitio donde ambos se encontraban.

—Quiero mostrarte algo... —eso captó su interés enseguida. La tomó de la mano y la guió hasta los establos. Andrea dudó un segundo, deteniéndose.

—¿A dónde vamos? —preguntó nerviosa.

—Es una sorpresa —él la pasó del lado opuesto a las caballerizas y continuó su camino. Al final se detuvo frente a una. Andrea frunció el ceño esperando a tres metros de la pequeña puerta donde evidentemente había un caballo.

—Matías... ¿qué sorpresa?, no me gusta mucho estar aquí —admitió con las manos entrelazadas, sudando debido a la marea de sensaciones molestas que todo eso le provocaba. La estudió divertido, miraba a ambos lados ansiosa. Se acercó hasta quedar a unos centímetros de su rostro, acunó su barbilla e hizo que lo viera.

—¿Confías en mí? —Ella pestañeó.

—Sí —admitió con un hilo de voz. En respuesta le dio un beso sobre la frente, pasó una mano por su cintura y la hizo caminar unos cuantos pasos más hacia la cuadra. Una yegua de un color café muy singular asomó de pronto la cabeza. Andrea se detuvo en seco algo turbada y dejando salir un respingo. Matías la pegó a él sin preguntarle, rodeó con delicadeza su cintura y besó su coronilla para tranquilizarla.

—No pasará nada, está encerrada, no se puede acercar —la joven se sintió como una tonta. Reunió valor, se soltó levemente de su abrazo y dio unos pasos más quedando a sesenta centímetros del asombroso animal—. ¿Te gusta? —Él ya estaba acariciando su hocico tiernamente.

—Sí... tiene un color muy bonito.

—Es una chica y... es tuya —Andrea lo miró atónita, retrocediendo al tiempo que negaba una y otra vez con la cabeza y manos.

—¡¿Qué?! ¡¿Mía?! ¡¿Cómo?! ¡¿Por qué?! —su confusión lo agradó mucho más de lo que esperó. Sus mejillas estaban como dos cerezas, rojas a más no poder y sus ojos verdes lo observaban desorbitados, perdidos.

Belleza atormentada © ¡A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora