Capítulo XXVII

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Matías llevaba ahí toda la mañana, ese lugar le proporcionaba paz como siempre y en esos momentos era lo único que necesitaba. Sin darse cuenta cerró los ojos y quedó dormido. Al abrirlos, ojeó su reloj... Las cuatro. Se montó en el caballo, quitando un segundo después el silenciador al móvil. Varios mensajes en el buzón comenzaron a entrar. No los escucharía, no tenía ganas de nada. Cabalgó despacio consciente de que no podía permanecer escondido una eternidad; no obstante, eso era lo que realmente deseaba. Llegó a la hacienda veinte minutos después, iba a bajar del animal cuando escuchó la voz de su padre. ¡Lo olvidó por completo!

Dio un brinco entregándole las riendas al caballerango. Dobló la esquina de las cuadrillas y ahí estaba él con otros tres de sus hombres conversando seriamente. Uno de ellos lo miró haciéndole un gesto al hombre para que volteara.

—Matías... ¿dónde estabas? Ya iba a mandar a buscarte, llevas horas desparecido —se acercaron para darse un fuerte abrazo.

—Lo siento... perdí la noción del tiempo —su padre asintió mirándolo, mirándolo de verdad. Lucía cansado y deprimido, su hijo ya no era el mismo, parecía mayor, esa niña ciertamente había causado estragos en su persona.

—No importa, tu mamá muere por verte y... tenemos que hablar —Matías asintió imperturbable. Después de todo para eso les pidió venir. Recordarlo todo de nuevo no iba a ser fácil, pero era necesario. En cuanto entró a la cocina Anabella se acercó a él abrazándolo como hacía mucho no lo hacía, le respondió el gesto sin comprender a qué se debía. Luego lo tomó por el rostro y lo observó fijamente. ¿Qué estaba pasando?

—¿Estás bien, mamá? —No estaba acostumbrado a esas muestras de afecto o preocupación tan desbordadas.

—Sí, hijo... es solo que... No me hagas caso —se separó doliéndole su dolor mucho más de lo que él imaginaba, si bien no fue nunca la más cariñosa, para ella, Matías, era su única razón, lo más importante y hermoso que la vida le dio y lo amaba profundamente, claro que odiaba verlo así.

—¿Quieres comer, Matías? —era María, lucía preocupada. Negó desconcertado.

—¿Y ella? —Sus padres se miraron entre sí, comprendiendo a quién se refería.

—Le acabo de subir su comida, no quiso bajar —asintió tomando valor para lo que debía hablar.

—Tengo cosas que decirles...

—Lo sabemos... —Eduardo posó una mano sobre su hombro haciéndolo sentarse—. En realidad lo sabemos todo —Matías pestañeó sin comprender y luego dirigió su atención a María.

—No, hijo, ella nos lo dijo... fue Andrea —se incorporó enseguida colocando ambas manos en el respaldo de una de las sillas completamente descartado.

—¿Andrea?... —ambos asintieron. Volteó hacia María sin poder creerlo—. ¿Bajó?

—Sí y... les contó todo —Eduardo se sentó estudiándolo con detenimiento.

—¿Por qué no nos dijiste nada cuando nos vimos en Europa? —Matías se dirigió hacia una de las repisas de la cocina para recargar ahí su cadera.

—Porque no tenía sentido... porque pensé que era mentira.

—Sí, eso también lo sabemos... así como lo que hubo entre ustedes dos —agachó la cabeza asintiendo apenas si perceptiblemente.

—Matías... Andrea se irá mañana conmigo —encaró a su madre de inmediato sin comprender—. No está bien y debe tener calma para lo que vendrá.

—Pero... aquí está segura... Algo puede salir mal... No, no puedes llevártela, mamá —Anabella buscó apoyo en su marido, este se acercó a su hijo suspirando.

Belleza atormentada © ¡A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora