2: Hablemos de mi locura

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Podía sentir sus ojos sobre mí. La doctora era consciente de mi dolor, o al menos eso pretendía aparentar, y me esperaba; por un corto momento procuró hacerlo.

—Señor Alexander. Sé que algo así resulta doloroso, no importa cuando tiempo pueda transcurrir. Pero le recuerdo que usted mismo solicitó esto.

—Es lo que usted dice... —finalmente pude hablar—. Pero solo está hurgando en mi vida privada.

Su desconcierto contrastó con mis aseveraciones.

—Yo le solicité una sesión diferente. No quiero que averigüe y escriba sobre mi vida, no necesito que me pregunte sobre cosas tan simples, tan comunes... —el dolor se mezclaba con el enojo, acrecentando mi ansiedad—. Solo necesito que me escuche. No me importa si termina pensando que estoy demente, en realidad yo también creo que lo estoy. Pero necesito poder ver como otra persona escucha lo que me está ocurriendo. Todo, desde principio hasta el final, hasta este preciso momento. Necesito quebrar este silencio que me asfixia.

Ella intentó responderme pero no le permití hablar.

—Las personas cercanas a mí, me han rechazado, piensan que todo es por ella. No quieren escuchar mis razones, lo que he visto, lo que he sentido. Solo piensan que estoy mal, muy mal, y aun así, no les importa lo que realmente me ocurre. Me ignoran. Me impiden liberar lo que se está acumulando en mi ser... ya no es suficiente escribirlo, ya no es suficiente hablar en voz alta en medio de la soledad.

—¿Y qué es lo que realmente le ocurre?

La doctora accedió a escucharme, cortante, con incomodidad. Tal vez las lágrimas que pretendían bordear mis ojos le alentaron a darme gusto, a pesar de que yo estaba distorsionando su forma de trabajar.

—Responderé su pregunta... —le dije luego de unos segundos y noté que ella no supo entender a qué me refería—. La anterior —le señalé, desconcertándole.

—No entiendo. Me ha aclarado que no desea que hurgue en su vida privada —la doctora parecía indisponerse.

—Es evidente que no lo entiende, pero eso también se lo aclaré. Solo le responderé esa pregunta porque creo que es, cuando menos, una de las causas de lo que me está ocurriendo. Aunque no tengo la menor idea de cómo o porque.

Quedé en silencio un instante, luchando conmigo mismo, tratando de enlazar mi garganta con las dolorosas imágenes que me recordaban lo que ella había hecho. Sentía un miedo aterrador, me atormentaban mis emociones, las que sentía al hablar sobre ella y las que había sentido aquella noche donde con vehemencia creí odiarla tanto como odiaba la insípida realidad. Me daba miedo pensar en ella, no entendía porque, pero temía por su odio, a pesar de la rabia y el aborrecimiento que sentí hacia su cobardía. Me aterraba porque aún advertía su presencia, tan cerca como antes.

—Ella se quitó la vida —le dije, logrando sorprenderla un poco—, de una forma extraña. Fue algo inesperado... tanto lo que hizo, cómo lo hizo.

—Pero entonces, usted asegura que eso no es lo que le atormenta.

—Todos creen que esa es la razón. De seguro cualquiera lo creería...

Me acomodé en el asiento, enderezando mi espalda, intentando respirar de forma profunda, con lentitud; cerrando un instante los ojos, procurando mantener el control de mi mente.

—Yo realmente la quería. Soñaba con una vida a su lado...

Lo sabía, tenía muy presente que al hablar de ella volvería a verle como antes, volvería a sentir como antes, aunque de forma leve y pasajera, pero lo haría. Por eso la veía entre mis pensamientos, sonriendo, hablándome, tocando mis manos, rozando mis labios.

—Quería formar una vida a su lado —me forcé a continuar—, y creía que ella quería lo mismo... era lo que aparentaba, fue lo que siempre mostró sentir.

—Tal vez usted no la conocía tanto como creía —la doctora me interrumpió, como intentando conducir el rumbo de la conversación.

—Es probable... pero créame, lo que hizo no es lo que me atormenta.

—¿Siente usted miedo al recordar como ella se quitó la vida?

—Le estoy diciendo que no... —dudé de mis propias palabras—. No es cómo se suicidó lo que me atormenta. Es lo que ocurrió después, lo que sigue ocurriendo.

Su suave gesto de incredulidad me estaba instando a levantarme y salir corriendo. ¿Volvería a repetirse? ¿Era parte de toda esta aparente maldición? ¿Nunca podría, tan solo relatarle a alguien, la nefasta historia donde había caído como el más extraño de los protagonistas?

—¿Qué le atormenta entonces? —Ella se mostró dispuesta, por alguna razón, por cualquier razón; estaba ofreciéndome la oportunidad de hablar.

—Quiero, por favor, que me escuche, con paciencia... permítame contarle todo, desde el primer recuerdo que tengo, unos días después de su muerte.

—¿No quiere que hable? ¿Qué le interrumpa?

—Le permitiré hablar. La verdad es que me ayudaría mucho que usted hablara, que opinara sobre lo que le iré contando. Aunque espere a que le relate cada cosa, cada uno de esos extraños sucesos.

Silencio y penumbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora