3: Ilusión de libertad

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De aquella primera ocasión recuerdo el cielo, recuerdo las nubes oscuras. Una forma ovalada descendía rompiendo la distancia con desgano, rasgando con su toque la brisa que corría y traía el frío de la madrugada, quebrando el silencio de la noche al chocar y estallar contra el pavimento.

Era una gota de agua que de forma trágica se había suicidado, como si de un presagio se tratara. La primera de muchas, la que anunciaba sin que nadie le escuchara, todo lo que seguiría a su fallecimiento.

Sobre las calles, el ruido de la lluvia naciente se propagaba, al tiempo que los arboles eran sometidos a su dominio, induciendo así un ambiente propicio para la desgracia.

―Cualquiera diría que es el mejor escenario...

Escuché una voz débil, una voz que no era capaz de reconocer hasta que le vi entre la penumbra. Era un joven que miraba hacia el sombrío firmamento, a través de una ventana, desde el segundo piso de una de las incontables casas. Estaba en el suelo de su habitación, vestido solo con una pantaloneta azul como prenda de dormir, sentado junto a una mesa llena de hojas arrancadas, todas con dibujos a carboncillo.

―Aún no puedo entender nada.

Tomó una de las hojas y se concentró en el dibujo que tenía, el mismo que estaba en todas las otras, los que él mismo había dibujado: una mujer semidesnuda de cabello negro, largo y ondulado.

―Pero de igual forma ya no deseo entender nada...

Sus ojos se movieron inspeccionando el lugar, como buscando algo, en tanto que arrugaba y soltaba la hoja. Era su hogar, parecía la casa de sus padres. Conocía por completo su dormitorio, pero le contemplaba con detalle por que buscaba algo que en ese momento necesitaba, cualquier cosa que pudiera servirle. Se levantó con fastidio y por un instante observó con enojo las hojas en la mesa.

Caminó hasta la puerta y salió al pasillo. Avanzó pasando los dedos de su mano diestra por la pared, escuchando la lluvia recia que afuera se mantenía. Bajó las escaleras y levantó su rostro mirando primero al comedor y luego hacia la cocina.

«Ya no le veo sentido...», pensó, ya ni siquiera deseaba hablar.

Se movió de forma lenta, deteniéndose frente al lavaplatos. Por un segundo sus manos temblaron y quiso llorar, sus ojos se humedecieron, pero no tenía nada porque llorar. Había perdido sus ilusiones, su corazón. No obstante, en su interior una voz horrenda le escarnecía, se mofaba de su desesperación, le robaba la poca fuerza que le quedaba y le obligaba a actuar.

Escogió así de entre el grupo de cubiertos uno de los cuchillos de punta afilada, queriendo liberarse, y tomando aire lo ensartó con odio en su cuello.

Silencio y penumbraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora