TRANSMUTACIÓN

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CAPÍTULO 8: TRANSMUTACIÓN.



DICIEMBRE

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ENERO

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Dos meses. Dos meses de silencio en esa habitación de paredes azuladas. De cenas con sonrisas implantadas y conversaciones con terceros. De balones imposibles de golpear. De rabia acumulada día, tras día, tras día. Osamu y Atsumu Miya estaban viviendo en la misma casa, pero no estaban viviendo juntos. Lisa y llanamente, porque el muchacho de teñido cabello rubio había tachado a su gemelo de la existencia. No lo veía, no estaba ahí, no pertenecía a este plano.

Como hermanos, siempre solían pelar. Todos los hermanos pelean. Desde las cosas más básicas, hasta las complejas. Discusiones a los gritos, golpes y blasfemias. Hasta aquellas peligrosas donde las cosas se dicen en un susurro arrebatador. Sin embargo, siempre todo acababa igual: alguno de los dos sugiriendo una partida de Winning Eleven, y el otro aceptando. La paz se hacía sin pedir perdón, sino entendimiento mutuo.

La noche que Osamu y Atsumu hicieron la promesa de nunca confesarse a Yoru, fue para evitar la pelea que causaría su ruptura. Porque los dos creían en la frase que rezaba a la amistad como algo más poderoso e importante que el amor. Y entonces, la hermandad debía serlo aún más. Hasta que se dieron cuenta de que amaban a la misma chica.

Yoru no era alguien que apareció en sus vidas algunos años antes, de sorpresa, imprevisto y tomaron un gusto por su imagen y personalidad. La pelinegra era la chica con quien compartieron cada segundo de su vida. Ninguno de los tres sabía lo que era la vida sin el otro. No concebían la existencia sin la presencia de uno de ellos. Por eso, cuando pusieron un nombre a los sentimientos que carcomían sus pechos al mirar el rostro cubierto en pecas traslúcidas, decidieron hacer lo más sensato con la tierna edad de quince años: no hacer nada.

Atsumu y Osamu se tragarían sus sentimientos hasta que desaparecieran, o conocieran a alguien, o el mundo fuera conquistado por simios. Pero ese amor no se consumaría jamás. Y eso los mantendría unidos a los tres. Y eso evitaría que su hermandad se rompiera.

Por eso, Atsumu Miya borró todo rastro de aquellos con los que vivió desde su nacimiento al mundo. Desde que sus memorias fueron visibles. Desde que Atsumu era Atsumu. Todo se borró.

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—Osamu... ¿hay algo que debamos saber?

—¿Saber? —repitió por inercia, con la voz desprovista de su parsimonia habitual.

—Cuando todo esto empezó, decidimos dejarlos ser como los imbéciles que son. ¡Pero ya son dos meses! Lo que sea que está ocurriéndoles, afecta al equipo.

Aran no solía ser alguien que se enfadara. Es decir, lo hacía. Sobre todo cuando los gemelos lo sacaban de sus casillas. Pero era un enfado que disfrutaban, como anotar un gol de media cancha o acertarle a la pregunta de un programa de entretenimiento antes que lo digan en la televisión. No esta clase de enojo. Del real. Y antes de que pudiera decir nada, Kita apareció a su lado. El rostro pálido tan serio como siempre.

—Te afecta a ti en torno al equipo —le dijo. Y Osamu lo entendió perfectamente.

Atsumu daba colocaciones perfectas cada vez. Aran, Kita y Suna las golpeaban a la perfección. Y por más que no quisiera admitirlo, su hermano era uno de los mejores colocadores de la Nación, sus errores eran mínimos. Quería decir que le daba malos pases, o que se vengaba por todo lo que había pasado mandando el balón al otro lado de la arena. No lo hacía. Las colocaciones de Atsumu hacia él eran perfectas. Solo que...

Lo que pasó donde solíamos vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora