Ritual

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Ignazio Grecco revisó la pantalla de su teléfono casi en un acto instintivo. El mercado local ya había cerrado y aún faltaban horas para que abriera el de Japón, así que no iba a tener ningún correo laboral por unas horas. A veces pensaba que trabajaba demasiado, pero era un precio que debía pagar por ser el presidente de una de las compañías más rentables de Italia. La corporación Grecco, fundada hacía más de ciento treinta años, tenía oficinas en todo el mundo y su nombre era sinónimo de grandeza. 

La puerta de su Rolls Royce se abrió dejando entrar un tufo húmedo proveniente del puerto que se mezcló con el dulce aroma del perfume que inundaba el habitáculo.

—Todo listo. Puede salir señor Grecco. —dijo su chofer y guardaspaladas que asomó su cabeza definida por su perfecto mentón cuadrado y sus lentes oscuros, innecesarios para las altas horas del día.

—Gracias Alberto —respondió mientras se ayudaba sujetándose del asiento para bajar.

No era un hombre particularmente corpulento, pero sus setenta y seis años se estaban haciendo sentir. Especialmente en aquellos lares, azotados por el viento frío de la noche marítima. Su empleado reprimió el intento de ayudarlo a bajar, puesto que había aprendido a fuerza de regaños, que su patrón detestaba que lo hicieran sentir un hombre débil, así que no hizo más que esperar con los brazos cruzados al frente a que el anciano bajara de una vez.

La proeza llevó unos segundos y finalmente el hombre quedó en libertad de los mullidos tapizados. Mientras su empleado cerraba la puerta avanzó hacía la entrada de la alcantarilla.

—Espéreme aquí Alberto.

—Sí señor —respondió el chofer que ya conocía muy bien la rutina. 

La primera vez le pareció extraño que el anciano lo hiciera llevarlo a una alcantarilla. Pensó que tenía algún fetiche con vagabundos, o algo así, pero el hombre no le permitía seguirlo, así que en realidad no lo sabía, ni necesitaba hacerlo. Le bastaba con saber que estaba exento de responsabilidades desde que su patrón entraba en la cloaca y hasta que salía. Era un buen momento para estar tranquilo y poder dedicarse a leer sus novelas de romance.

Aguardó hasta que Ignazio se adentró en la penumbra, volvió al asiento del conductor y sacó su libro de bolsillo, "Las rosas de Maria", de la guantera.

Grecco caminaba a paso firme, sin importarle que sus caros zapatos se mojaran con el agua sucia que apenas circulaba, ni que sus pantalones se llenaran de barro (o algo que parecía barro). Tampoco lo perturbaba el chillido de ratas y alimañas que hacían de ese ducto hediondo su hogar.

 La oscuridad prevalecía, puesto que ya se había alejado bastante de la entrada, cuando, a tientas ,dio con la puerta secreta. Buscó el orificio circular dónde calzaba perfectamente el anillo con grabado de calavera que llevaba en su anular y lo hizo girar en sentido horario. Media vuelta fue suficiente para que la cerradura se moviera y emitiera un metálico estertor. Con un poco de esfuerzo abrió y se adentró en la antesala.

Una cámara abovedada llena de moho iluminada con un farol industrial formaba la antesala al salón de rituales. Tenía cinco puertas de madera que daban a los cambiadores privados y una cortina roja que llevaba a la cámara principal. Dio un golpe en una de las puertas y, como nadie respondía, se adentró rápidamente. Se puso la túnica negra con capucha y la máscara ceremonial. Un accesorio que cubría todo el rostro, excepto los ojos, liso de color marfil.

Golpeó la puerta para asegurarse que la antesala estaba vacía y salió del vestidor. Cruzó la cortina y se adentró en el salón de rituales. Era una cámara circular, con suelo de azulejos que convergían en el centro, en una pequeña rejilla. Una arquitectura muy conveniente siendo la mayoría de los rituales sacrificios que provocaban un salpicadero de sangre.

—Gran Maestre —saludaban los súbditos a su paso.

Él asentía en saludo silencioso mientras se iba adentrando hasta el límite superior del circulo conformado por los acólitos.

—¿Estamos todos? —preguntó en voz baja al hombre que tenía a su lado, el segundo al mando.

—Falta Peretti, tiene la hija enferma. —murmuró el secuaz bajo la mascara que dificultaba entenderlo.

—Uh, ¿qué tiene?

—Nada grave. Paperas. Ya se le va a pasar.

—Esperemos. Déjele mis saludos —concluyó en un tono casi paternal.

Nadie comentaba lo absurdo y trivial que era usar máscaras en un grupo en el que todos sabían quien era quien. Los protocolos ceremoniales debían respetarse incuestionablemente.

—Hermanos —comenzó diciendo en voz alta para que todos lo escucharan— Estamos aquí reunidos para celebrar el avivamiento de la llama de Ignis.

—¿Vamos a hacer un avistamiento? —preguntó uno de lo seguidores en voz baja al que tenía más cerca.

—No. Dijo "avivamiento". —respondió el otro molesto— Es que con la máscara no se le entiende.

—¡Traigan al condenado! —exigió el Gran Maestre extendiendo los brazos.

Un hombretón, vestido con un calzón de cuero, un chaleco de cadenas y una máscara de cuero con cierre en la nuca empujaba a un indigente al centro del circulo hasta que éste quedó sobre la rejilla.

—Oiga, oiga —protestaba el pobre vagabundo— Yo acepté los veinte euros sin preguntas, pero no sabía que esto era una fiesta sadomasoquista. Si me van a dar sexo quiero veinte dolares más.

El verdugo, sin prestarle atención le puso una soga al cuello y comenzó a tirar de ella.

—Un momento —reprochaba la víctima mientras intentaba zafarse sin éxito— ¿Cuál es la palabra clave?

Mientras pataleaba, vociferaba y escupía saliva espumosa, comenzó a ponerse cada vez más colorado hasta alcanzar un tono azulino. Los ojos parecían salirse de las órbitas y no dejaba de luchar hasta que finalmente su cuerpo se debilitó y la vida lo abandonó por completo.

Todos observaban atentos, a la espera de lo que sucedería luego. Hacían el mismo ritual todas las lunas llenas y siempre obtenían el mismo resultado.

El cadaver, que yacía en el centro de la cámara entre restos de defecación que habían salido cuando el cerebro de su antiguo dueño se apagó y dejó de contener esfinteres, se puso de pie lentamente y, con la mirada perdida se dedicó una mirada inquisitiva.

—¿Es mucho pedir un cuerpo decente? —dijo el difunto con una voz profunda pero cansina.

—Perdón señor, pero es difícil conseguir voluntarios estos días —respondió Ignazio.

—Espero que para el avivamiento consigan algo mejor.

—Sí señor. No se preocupe. Un cuerpo joven y vigoroso estará esperándolo.

—Bien. Todo debe ser perfecto. Mi llegada a su mundo no puede estar librada a ningún detalle sin confirmar.

—No se preocupe señor. Todo estará listo para el mes entrante. Cuando la luna roja esté en su sitio abriremos el portal.

Héroes Inesperados - La llegada de IgnisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora