Carlos Right

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Amanecía temprano en Villa Labanda. Aunque por tradición mantenía el nombre de villa, realmente, era una pequeña ciudad puntera. Muchas familias jóvenes la elegían para echar raíces. Buenos colegios, buena economía, buena conexión con otras ciudades. Realmente, Villa Labanda era lo más parecido al Edén que pudiera existir en España.

Su alcalde, Iván Labanda, descendiente directo de los fundadores de la villa, ya estaba levantado desde primera hora de la mañana. Estaba trabajando, respondiendo emails mientras se tomaba su café. Su objetivo era convertir el pueblo en el corazón de la libertad, pero eso requería tiempo y trabajo.

Realmente, Iván casi siempre estaba centrado en esas cosas y trataba de no perder detalle nada. Le reconfortaba su trabajo, lo hacía con gusto día sí y día también. Sin embargo, aquello apenas le dejaba pasar tiempo con su hija, a quien quería más que a nadie en este mundo. Anne, su sol, su todo, su motivo para seguir adelante.

— Anne, cariño, despierta —le dijo susurrando, mientras le acariciaba el pelo con suavidad.

— Cinco minutos más, por favor —pidió ella, aún somnolienta.

— Ambos sabemos cómo acaba el dejarte los cinco minutos. Tienes que ir a la academia en media hora, así que arreando, que es gerundio.

Anne remoloneó en la cama, tapándose la cabeza con la colcha.

— Eres el alcalde, no puedes atrasar las clases, ¿por favor? —aquello provocó una risotada en su padre.

— Qué cosas tienes... levanta, anda —insistió, arrancándole las sábanas.

Anne abrió los ojos para volver a entrecerrarlos, con aire cómico pero amenazante.

— Eres cruel, Iván, el karma te la devolverá.

— Anda, tira a la ducha, que el desayuno casi está listo.

Resignada, se levantó de la cama con toda la calma del mundo y obedeció a su padre.

Desde la cocina, Iván la escuchaba cantar con una sonrisa mientras hacía el desayuno. Siempre estaba cantando. Desde el momento en que la pusieron en sus brazos, él ya supo que así sería. Anne tenía sólo quince meses cuando aquello ocurrió. él, nervioso como nunca antes, estaba de camino a casa con su pequeña por primera vez. Y en el coche, en vez de balbucear, hizo algo parecido a entonar una canción.

Luego de aquello, empezó a aprenderse las canciones de los dibujos animados, las canciones que le enseñaban en la guardería y las canciones que él mismo le enseñaba. Y pasó de balbucear canciones, a cantarlas. Con cuatro años, llegó un día llorando a casa porque en el colegio su maestra le había dicho que no podía estar en el coro porque sólo podían los niños de primero de primaria en adelante. Con siete años, había ganado a una niña de sexto a la hora de quedarse con el solo del coro y al llegar a la ESO y gracias a las clases de informática y el audacity, había aprendido a hacer sus propias canciones. Aunque fuese de manera bastante rudimentaria. Ahora, sabía que ayudar a abrir a esa academia de arte era lo mejor que podía haber hecho.

— ¿Has hecho tortitas? —le preguntó Anne, entusiasmada, entrando a la cocina.

— Tus favoritas, para que empieces la semana con energía —le dio un beso en la frente, para despedirse—. Bueno, un gran poder conlleva una gran responsabilidad, debo irme ya. Ten un buen día

— Igualmente, papá.

Iván estaba ya con la chaqueta puesta y el maletín en la mano, cuando se percató de un detalle. Señaló el gran piano de cola blanco que tenían, haciendo un chasquido con los dedos para llamar la atención de Anne.

Sabor de amor | OT 2020Donde viven las historias. Descúbrelo ahora