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Que alguien me ayude
espués de enfermar de poliomielitis, fui a un colegio especial para niños con minusvalías físicas.
En aquellos tiempos aquel era el procedimiento normal en Gran Bretaña; las autoridades educativas
sacaban de los colegios estatales a cualquier niño con alguna discapacidad física evidente y los
enviaba a alguno de los centros especiales para minusválidos. Así que a los cinco años de edad me
encontré viajando todos los días en un autobús especial desde nuestro barrio obrero de Liverpool hasta
una pequeña escuela situada en una zona relativamente pudiente. El colegio Margaret Beavan tenía
unos doscientos alumnos de edades comprendidas entre los cinco y los quince años con varios tipos de
minusvalías, incluidas la poliomielitis, la parálisis cerebral, la epilepsia, el asma y, en el caso de uno
de mis mejores amigos, la hidrocefalia.
No éramos particularmente conscientes de las minusvalías del otro, aunque muchos llevábamos
aparatos ortopédicos, utilizábamos muletas o estábamos en una silla de ruedas. En aquel marco, la
naturaleza de la minusvalía de cualquiera era más o menos irrelevante. Como la mayoría de los niños,
forjábamos nuestra amistad basándonos en la personalidad. Uno de mis compañeros de clase tenía
parálisis cerebral y espasticidad severa. No podía utilizar las manos y hablaba con una dificultad
tremenda. Solo podía escribir aferrando un lápiz entre los dedos de los pies y arqueando la pierna
sobre el pupitre. A pesar de todo, una vez que te acostumbrabas a los esfuerzos que hacía para hablar y
entendías lo que decía, era un tipo gracioso y divertido. Disfruté del tiempo que estuve en ese colegio
y pasé por todas las emociones y frustraciones propias de la infancia que sabía que estaban teniendo
mis hermanos y mi hermana en sus colegios «normales». En todo caso, parecía que a mí me gustaba
más mi colegio que a ellos los suyos.
Un día, cuando tenía diez años, apareció un visitante en clase. Era un hombre bien vestido, de cara
amable y voz educada. Pasó un rato hablando con el profesor, que me pareció que lo escuchaba con
aire grave. Luego deambuló alrededor de los pupitres y habló con los niños. Creo que en clase éramos
unos doce. Recuerdo que hablé un ratito con él y que poco después se fue.
Al día siguiente o así recibí el mensaje de que fuera al despacho del director. Llamé a la enorme
puerta y una voz me pidió que entrara. Sentado al lado del director del colegio se encontraba el
hombre que había estado en mi clase. Me lo presentaron como el señor Strafford. Más tarde supe que
se trataba de Charles Strafford, miembro de un distinguido grupo de funcionarios públicos del Reino
Unido, inspectores de Su Majestad. El gobierno había designado a estos expertos en educación para
informar de forma independiente sobre la calidad de los colegios de todo el país. En concreto, el señor
Strafford estaba a cargo de los colegios especiales del noroeste de Inglaterra, incluida Liverpool.