Capítulo 3. Lo que está establecido

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Jamás la había visto así. Y tampoco pensaba que la fuera a ver de esa manera en su vida.

Aquella tarde habían estado patrullando la ciudad en la que se encontraban sin conseguir descifrar el enigma de devolver la vida a una persona que la había perdido. La reacción normal de la gente a la que preguntaban era la estupefacción, pero también estaba la burla, algo que Ban se encargaba de parar rápidamente y con métodos no demasiado ortodoxos.

Y, así, al caer el atardecer, ambos se adentraron en la taberna de la ciudad, mientras todos los borrachos miraban a Jericho como de costumbre y a la bolsa con dinero que llevaba colgada del cinturón.

Fue entonces cuando Jericho se puso a beber desmedidamente. Ban se quedó mirándola con fijeza. Él apenas llevaba una jarra de cerveza mientras que la chica de cabello lila iba por la quinta. Sus ojos titilaban, brillantes de ebriedad y necesidad de afecto, mientras lo miraba. En su mirada color miel no había otra cosa que desesperación y soledad. Ban podía interpretarlo bien porque era lo mismo que veía en sus orbes rojizos cada vez que se miraba al espejo.

Oi, Joricho, ¿piensas parar?

La chica se sujetó la cabeza con la mano derecha de forma inestable y se volvió a llevar la jarra a la boca con la otra extremidad.

¿Cuándo piensas... aprenderte mi nombre...?

Al ver su estado tan deplorable, Ban decidió actuar. Le apartó la jarra de la mano sin demasiado esfuerzo y bebió su contenido de una vez, mientras la veía frunciendo el ceño.

¡Eh! ¡¿Qué se supone que haces?!

Jericho pronunció despacio cada sílaba de su nombre de forma correcta, te estás pasando ya, ¿no? le reprochó, serio, sin apartar la vista de sus ojos.

Te he recogido en condiciones mucho peores. Además, pago yo. ¡Estoy en mi derecho! dijo alzando la voz, pero el grito se diluyó entre el barullo de otros gritos de otros borrachos que llenaban el establecimiento.

Ban se levantó de la silla de madera medio podrida en la que había estado sentado durante aproximadamente una hora y sujetó a Jericho del antebrazo para llevársela a rastras.

Es hora de irse de aquí.

Entre tropezones, portazos y risas ebrias, Ban pudo llegar por fin a la habitación en la que pasarían aquella noche. La lluvia descargaba toda su furia en las calles de la ciudad, mientras que dentro del cuarto Jericho reía y Ban intentaba encerrarla. Y no debería costarle tanto, pues objetivamente hablando él era mucho más fuerte. Sin embargo, la chica era mucho más escurridiza cuando estaba bebida e intentaba desesperadamente volver a la taberna.

Cuando consiguió cerrar la puerta, la empujó hacia la cama y los muelles rechinaron tanto que pensó que se habría roto.

Jericho tenía la cara escondida entre la almohada y su cuerpo temblaba ligeramente. Perfecto, al empujarla la había lastimado y estaba incluso sollozando. Sin embargo, cuando le dio la vuelta con cuidado para comprobar que estaba bien, vio que seguía riéndose. Soltó sin delicadeza el brazo que había sostenido anteriormente y sus ojos, afilados, se clavaron con enfado en su rostro.

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