Capítulo 9. La relativización de la verdad

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Tres conversaciones se darían en unas cuantas semanas para cambiar la perspectiva, las prioridades y las posteriores acciones de Jericho. Acciones que redefinirían el rumbo de su vida de un modo u otro y que estaba convencida de que jamás se volvería a plantear antes de intercambiar pensamientos con aquellas tres distintas personas.

La primera no fue demasiado fructífera, pues en ese punto estaba dolida, herida casi de muerte y con el corazón recubierto del hielo de la magia que su hermano le había heredado para ocultar así su sufrimiento.

No quería sentir, no quería sufrir, no quería seguir aguantando las idas y venidas que Ban le ofrecía.

Porque, por unos momentos, había pensado que Ban realmente quería algo más de ella. Sin embargo, en su último encuentro, él le había dejado más que claro que la había buscado por egoísmo o porque se sentía aburrido o solo.

Tal vez, ya nada lo llenaba y necesitaba sentir esa chispa de novedad o de reencuentro después de años sin tener contacto entre ambos. Y lo más probable fuera que se hubiese quedado a su lado al descubrir que Stephanie existía.

Jericho pensaba que a la pregunta «¿me quieres?», si alguien tiene sentimientos amorosos, plenos, si está seguro de que una persona ocupa ese lugar tan especial en su corazón, no dudaría un segundo en contestar.

Por lo tanto, Ban con su silencio solo había confirmado que había sido un entretenimiento más en su vida.

Como ya lo fue en el pasado, en realidad.

Por ese mismo motivo, cuando lo vio en la puerta de su casa, jadeando —algo que indicaba que había llegado hasta allí probablemente corriendo— y clamando que sí estaba enamorado de ella, se quedó mirando su rostro fijamente, sin ser capaz siquiera de responder apropiadamente.

Los segundos se volvieron horas infinitas en las que Jericho miraba el rostro del Pecado de la Codicia, cuyos ojos carmesíes rezumaban verdad —aunque Jericho no veía ni una pizca de ella, cegada como estaba por el despecho y el dolor— y demandaban una respuesta.

Y la obtuvo rápidamente, pues se abalanzó sobre la puerta para cerrársela en la cara, pero Jericho no contó con la habilidad del hombre, que colocó el pie junto a la superficie de madera, impidiendo así que ella llevara a cabo sus planes.

—Jericho, déjame entrar.

—Vete de aquí —profirió mientras apoyaba todo el peso de su cuerpo contra la puerta en un vano intento para lograr cerrarla por fin y conseguir que Ban se fuera.

Él ni siquiera estaba haciendo demasiado esfuerzo, pero no quería dar un brusco empujón y lastimarla. Sin embargo, tampoco cesaría en su empeño de hablar con ella.

Le había preguntado si la quería y, absorto en la culpabilidad de su antigua vida, no había podido contestar en ese momento. Y eso no significaba que no la amara en realidad, pero sabía que era más que razonable la interpretación que Jericho había hecho de su silencio.

—Déjame entrar, por favor.

—No.

Ban suspiró algo agotado. No quería entrar por la fuerza, pero sabía que no le quedaba más opción. No utilizaría su fuerza física obviamente, pero sí una especie de advertencia. Porque realmente estaba desesperado y no tenía demasiadas cartas para jugar ni tampoco absolutamente nada que perder.

—Sabes que puedo tirar la puerta abajo perfectamente.

Jericho bufó con fastidio. Parecía ser que su actitud de superioridad constante había vuelto y tal vez para quedarse. Después, quitó la totalidad del peso de su cuerpo de encima de la puerta y simplemente apoyó las manos.

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