CAPÍTULO 3

277 74 11
                                    




Tres días antes del Eclipse.

Bajé corriendo las escaleras hasta la cocina, no quería perder ni un minuto más. Cogí una mochila de mi padre colgada desde hacía años de detrás de la puerta del salón y me dispuse a meter una lata de aceitunas, algo de pan duro y una botella con agua. No era lo que llamaría un manjar, pero tampoco tenía mucho de dónde elegir. Mientras rellenaba la cantimplora, entró mi padre en la cocina.

Le miré por el rabillo del ojo, tenía las manos llenas de serrín y el pelo repleto de polvo, deduje que había empezado a tapar todas las entradas y ventanales de la casa como el resto de vecinos habían hecho hacía días. Pulsó el botón de encender de la radio que teníamos en la encimera de la cocina.

''... no solo están puestos en posición, sino que en tres días y exactamente nueve horas y quince minutos más, la tripulación del Pegasus efectuará su misión lanzando varias bombas nucleares que podrían acabar con los asteroides más grandes o desviarlos hacía otra órbita fuera de la de nuestro planeta. Los tripulantes de la nave esperan órdenes directas desde la Nasa para lanzar los misiles...''

No pude evitar reírme unos segundos ante la estupidez de aquel presentador, ¿sabría que lo que estaba diciendo eran mentiras? O quizá estuviese tan engañado como el resto de nosotros. Cerré con fuerza la botella de agua y la metí en uno de los compartimentos de la mochila, cogí las llaves del coche y me dispuse a salir por la puerta.

–      ¿A dónde te crees que vas? En un par de días taparé la puerta de casa y nos quedaremos aquí el tiempo que haga falta– mi padre giró la silla haciendo un sonido bastante desagradable para mirarme directamente. Observé que tenía la camiseta mojada y que desprendía un olor fuerte a cerveza amarga.

–      Por eso mismo me voy, para aprovechar el aire fresco por última vez.

Se río con un tono que jamás había percibido antes. Estaba borracho y solo eran las nueve de la mañana. No quería verle así, pero si le contaba a dónde me dirigía jamás me hubiera dejado salir de casa. Al pasar por la entrada me di cuenta que había mantas en el sofá y supuse que había dormido allí.

Arranqué el coche asegurándome de tener suficiente gasolina para ir y volver. En el momento en el que me abroché el cinturón comenzó a chispear, por suerte tenía chubasquero en el maletero y también un par de guantes para que no se me cayesen los dedos del frío. Los inviernos en Detroit podían ser muy crueles.

La noche anterior había tratado de marcar las coordenadas en el único mapa que pude encontrar del estado de Michigan, estaba dentro de una vieja guía que teníamos desde que mis padres se habían mudado a esta casa, hacía ya treinta años. Había perdido casi todos los colores y estaba arrugado a más no poder, pero era más que suficiente.

Después de más de dos horas de trayecto y habiendo tenido que esquivar a un centenar de gatos muertos y coches destartalados por el camino, llegué al lago. Dejé el coche en un camino de tierra que pertenecía a un antiguo camping y dónde aún quedaban las cenizas apagadas de antiguas hogueras.

Los árboles se habían transformado en grandes troncos llenos de ramas que apuntaban a todas partes y el suelo formaba una capa de hojas mojadas y barro por el cual era bastante incomodo andar. Levanté el pie derecho para verme la suela de los zapatos y en efecto, para nada era el calzado indicado, apenas llevaba unos minutos caminando y ya notaba como los calcetines se me humedecían. Extendí el mapa en una mesa de madera de aquel camping abandonado. Según los cálculos que hice me quedaba una hora andando hasta llegar al punto que había marcado con rotulador.

Durante el camino tuve la sensación de no estar sola. En el coche había una caja roja de herramientas de mi padre, la cual había aprovechado para coger una llave inglesa y unas tijeras. Era lo más útil que había encontrado y aunque sabía que si alguien me atacaba no tendría nada que hacer, con la llave inglesa metida en el bolsillo trasero de mis pantalones me sentía segura. Pero lo cierto era que a pesar de que veía con claridad a través de los árboles, había algo que me perturbaba, no había escuchado nada más aparte de mis pasos desde que había comenzado mi excursión, pero eso no era lo que más me inquietaba. Era como si allí adentro, en las inmensidades de aquel bosque, no soplase el viento, tampoco podía escuchar el agua chocar contra la arena y las rocas de la orilla, ni ningún animal revoloteando entre la hojarasca, ni ningún pato aterrizando en el lago. Parecía como si el bosque hubiese parado de funcionar, petrificado ante el resto del universo, como si el tiempo se hubiera detenido allí mismo.

De pronto algo me agarró del cuello y del abrigo clavándose en mí tan fuerte que se me saltaron las lágrimas al instante. Me giré de inmediato con el corazón palpitando en mi garganta, pero no vi nada, di tantas vueltas sobre mi mismo eje que acabé tropezando con una roca y cayéndome de culo.

–      ¿Quién anda ahí? No tengo miedo, si quieres asustarme, ¡Adelante! – eso había sido una absurda mentira, claro que tenía miedo, pero la sensación de pánico se solapó con mi instinto defensor y pensó que sería una buena idea demostrar valentía.

Un silencio prolongado siguió a mi respuesta y de nuevo miré desde el suelo a mi alrededor, me arrastré como pude al árbol más cercano y me puse de espaldas a él para cubrirme en la mayor medida de lo posible. En cuanto mi cuerpo tocó el tronco solté un grito de dolor, me llevé la mano directamente a la nuca. No podía palparme la piel pues estaba hinchada y desgarrada.

Me miré la mano ensangrentada y saqué de mi mochila un pañuelo fino de mi madre que en su momento había servido para cubrir el cuello en primavera e hice una bola con él para después introducirla entre la piel magullada y mi jersey. Sentí cómo enseguida la tela se empapaba de sangre y el líquido rojo corría por mi espalda. El terror que invadía mi pecho hizo por suerte que el dolor pasase a un segundo plano.

Entonces escuché un crujido.

Instintivamente miré al suelo en busca de alguna roca que pudiese servirme de arma. Con la otra mano saqué la herramienta escondida en mis pantalones y esperé a que llegase mi agresor.

No me dio tiempo ni si quiera a pestañear y ver lo que ocurría porque en una milésima de segundo lo mismo que me había atacado hacía un momento volvió a por más. Sentí unas garras afiladas tirándome del pelo y un pico hundiéndose en mis manos cada vez que intentaba hacer algún movimiento, me tapé la cara con el antebrazo y a ciegas levante el brazo derecho con la llave inglesa apretándola entre mis dedos ensangrentados y la moví rápido y con fuerza para deshacerme de lo que fuese que me estuviera asaltando. Me levanté del suelo mareada y con la sensación de que mi cuerpo estaba perdiendo demasiada sangre, enfoqué la mirada y fue entonces cuando pude ver a mi agresor.

EL ECLIPSE ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora