CAPÍTULO 8

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La habitación tenía un color amarillento y apagado, no había mucho más aparte de un sofá y una cama de matrimonio deshecha que nadie se había molestado en hacer. Tampoco parecía que hubiesen cambiado las sábanas.

La lámpara del baño también estaba fundida y la única visibilidad que tenía era gracias a la luz de la luna que se colaba por una pequeña ventana que había en la pared de la ducha.

Me miré en el espejo y mi reflejo me devolvió una imagen extraña, no pude reconocer a la chica que estaba mirando, algo había cambiado en mi interior o quizá era algo que ya llevaba tiempo escondido.

Sentía peso en los hombros, como si de repente me hubiesen colgado una mochila llena de piedras a la espalda. Pero lo peor era sentir que ese peso aumentaría con los días. Ya nada era lo que parecía ser, mi abuelo ocultó toda una vida a lo que realmente se había dedicado, y sabiendo que su familia estaba asustada, aguardando la llegada de meteoritos que en realidad no existían, decidió irse de este mundo dejando sobre mis manos una estúpida radio que se había disuelto entre mi piel para después salir de ella en forma de algo que parecían ser poderes sobrehumanos.

Me negaba a creer que Richard había formado parte de una organización secreta que ahora pretendía someter a la humanidad con alguna especie de plan perverso, que estaba segura estarían a punto de desatar sobre nosotros en cualquier momento, pero sobre todo me negaba a creer que nos hubiese mentido. ¿En serio creía que su nieta de dieciocho años podría manejar algo de este calibre? ¿En serio abuelo?

Me lavé las manos repletas de sangre y me mojé la cara en un intento de olvidar todo lo ocurrido, pero cómo no, fue en vano. Tenía el pelo enredado y ojeras bajo los ojos, sentí que aparentaba más años de los que en realidad tenía, pero quizá fuese por la suciedad que seguía teniendo incrustada en cada milímetro de piel. El bosque me había dejado ramas y barro hasta debajo de las uñas.

Salí del pequeño cubículo y me quité los zapatos, sentí un alivio inmediato que me hizo cerrar los ojos casi instintivamente, después le miré. Estaba durmiendo o eso parecía.

Me acerqué a la cama para tumbarme sigilosamente, pero notó mi presencia.

–      Dicen que primero tienes que intentarlo con un plátano – dijo a penas en un susurro, parecía que le costase hasta respirar.

–      ¿Qué? – pregunté confusa.

Tenía el pecho descubierto y apenas un pantalón vaquero roto le cubría las piernas, para la musculatura que tenía y su altura parecía muy debilitado, quizá le torturaron durante horas.

–      Lo de coser. Antes de hacérselo a un humano tienes que probar a hacérselo a un plátano.

¿En serio me estaba diciendo aquello?

–      Perdona si no fui a la frutería antes de coserte la pierna, estaba ocupada salvándote el culo. – una pequeña sonrisa apareció en la comisura de sus labios y aparté la mirada en seguida.

Me acomodé en la cama y me arropé con la colcha, no me importó su color grisáceo ni las manchas oscuras que tenía, estaba helada y pretendía dormir un poco antes de salir por la mañana temprano. Debía volver a casa cuanto antes.

–      ¿Aun no sabes quién soy?

Me giré en dirección al sofá donde se encontraba tumbado y le miré con los ojos muy abiertos. No sé qué clase de pregunta era esa cuando nos acabamos de conocer y su cara apaleada no dejaba ningún rastro familiar que pudiera recordar, sin embargo, cuando subió el brazo para colocárselo tras la cabeza en forma de almohada pude ver un diminuto tatuaje en la cara interna de su bíceps. Era un círculo con dos rallas cruzando la parte baja de este, un símbolo que me había parecido ver antes en otra parte. Pero dónde.

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