Capítulo 3: La opinión de Chéjov

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No había colegio, pero quién me iba a decir que deseaba plantarme allí antes de que se despertasen las monjas con tal de salir de mi casa.

Esa mañana comenzaron a juntarse un montón de sonidos a la vez: en una tele, mi abuela veía un programa con varios médicos sentados alrededor de una mesa y en la otra, mi madre veía a Ana Rosa, que por lo visto no tenía que hacer cuarentena porque ella, además de presentadora, es dueña de su propio programa. Mi padre escuchaba en la radio a un señor con voz de cura, y mi hermana escuchaba en el baño a todo trapo a BadGyal, una cantante que mi madre me tiene prohibidísimo escuchar porque "una cosa es el reguetón y otra eso". A mí no me importa, porque mis cantantes favoritos son Aitana y Morat, que sí pasan el filtro de mi madre, aunque cuando me voy a casa de Carmen Soriano también escuchamos a Maluma, para qué nos vamos a engañar.

Por si ese panorama no fuese suficiente, mi hermana Rocío salió como una moto del baño diciendo que necesitaba un ordenador para descargar los materiales de clase, porque, al igual que mi padre, iba a teletrabajar, o en su caso tele-estudiar. Teletrabajar es lo que yo un día normal llamo hacer deberes, porque a todos se les olvida que yo después del colegio tengo que hacer deberes en casa, una injusticia total.

MI MADRE: Pues no haberte dejado tu ordenador en Madrid.

MI HERMANA: ¡No fue mi culpa!

MI MADRE: Ni la mía tampoco, Rocío.

MI HERMANA: ¡Tengo que prepararme una pieza de Chéjov y me examino esta tarde por Skype!

Mi hermana cada dos por tres tiene que preparar algo del tal Chéjov, que debe ser un profesor muy pesado. Pero para pesada ella, que nos quería hacer responsables a todos de sus desgracias. Mi abuela dice que nos hace sentir más culpables que "la niña Greta", que no es otra que Greta Thunberg. Mi madre la mandó a estudiar interpretación a Madrid "con tal de no oírla", pero en esta situación de encierro que vivíamos la iba a oír, pero bien.

Con mi padre teletrabajando, y con el ordenador de mi hermana en Madrid, nos habíamos quedado sin municiones tecnológicas para que mi hermana no siguiera brotando. Bueno, sí, quedaba mi tablet, la tablet con la que ya habían avisado a mi madre que tendría que seguir con el curso ahora que no podíamos ir al colegio. Pero, no sabemos por qué, los profesores aún no habían subido nada a La Plataforma. La Plataforma es el arma de destrucción de los profesores, donde nos ponen las notas y mandan mensajes a los padres. Le tenemos más miedo que a la Hermana Epifanía, y quien diga lo contrario miente.

Ángel, mi tutor, no había colgado de momento ninguna tarea. Eso sí, como es un guaperas, mandó un vídeo luciendo su sonrisa profident y diciendo algo que no sabíamos: "Recordad, quedos en casa". ¡Gracias, Ángel! Sí, he vuelto a ser irónica. Solo Miss Caroline había mandado unas fichas sobre el verbo To Be. Otra vez gracias.

¿Me apetecía hacer la ficha? No. ¿La iba a hacer para coger la tablet y que mi hermana no se la quedara? Por supuesto. Pero en esa jungla en la que se había convertido mi casa, mi hermana era una pantera y yo... el animalillo más indefenso. Así que cuando fui a cogerla mi hermana ya estaba intentando desbloquearla.

MI HERMANA: ¿Cuál es el código de esto?

A mí las cosas, si son por favor, te las puedo dejar o no. Así desde luego que no.

YO: A ti qué te importa.

MI HERMANA: A ver, niña, que tengo que descargarme unas cosas.

YO: Pues hazlo con el móvil.

MI HERMANA: ¡Que no tengo espacio para tanto!

En cuestión de segundos había pasado de animalillo indefenso a tigre, así que ahora éramos un tigre y una pantera (me gustaba imaginarme a mi hermana como una pantera) peleando por la presa. Ella sacó las garras (literalmente hablando, porque mi hermana ahora tiene unas uñas largas que acaban en pico), pero yo utilicé un truco infalible.

YO: ¡Mamáaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

Quizá me sobraron unas cuantas "aes". Quizá mi grito fue tan fuerte que el programa de Ana Rosa, el de los médicos, la radio y la cacerolada que había empezado segundos antes, quedaron en segundo plano. Quizá me pasé, vale, pero razón no me faltaba.

Como era de esperar, ni mi hermana hizo sus ejercicios ni yo los míos. Cada una se fue a su habitación, porque, aunque Rocío tenga 18 años, "mientras siga viviendo bajo este techo hará lo que se le diga", como dice siempre mi madre, lo cual también es una advertencia para mí: cuando sea mayor de edad tendré móvil propio como Carmen Soriano, pero las mismas normas de siempre.

MI ABUELA: Toñi, no empieces ya a castigarlas porque si no cuando llevemos tres semanas no vas a saber qué hacer con ellas.

MI MADRE: ¡Ni con ellas ni contigo!

Aunque mi abuela Mari Cruz intentó hacer de mediadora, mi madre no había empezado la cuarentena con buen pie, sobre todo después de saber que la clínica odontológica donde trabaja había decidido cerrar y no tenía escapatoria. ¡Bienvenida al club!

No solo yo había reflexionado, también mi hermana Rocío parecía haber pensado que quizá y solo quizá se le había ido la pinza con eso de exigir mi tablet como si fuese la suya. A la hora de la comida parecía otra. Estaba mucho más calmada y mucho más vestida, porque la disputa por la tablet había sucedido con ella en albornoz y con una toalla enrollada a la cabeza en plan turbante. Ahora llevaba una falda de cuero y un jersey fino negro a juego con sus uñas largas como las de Rosalía. Otra cosa no, pero qué guapa es Rosalía. Mi hermana también, ojo, pero en ese momento no me apetecía reconocerlo.

En el momento del postre solo quedaba un yogur. Cuando fui a cogerlo de la nevera, mi hermana se adelantó. Ella, tan peripuesta y con su metro setenta, pudo una vez más conmigo, vestida con lo que mi madre llama "ropa de andar por casa" y sin haber dado todavía el último estirón. Era de esperar. Pero lo que no era de esperar fue lo que me dijo.

MI HERMANA: Toma, anda, que no llegas.

Mi hermana me ofreció el yogur y yo me quedé muerta. Qué mal pensada soy a veces. Es lo que tiene ser más lista que el hambre, que sueles desconfiar como una detective. Mi hermana estaba tan relajada que ni si quiera se tomó a mal que no pudiera hacer ese monólogo para su profesor Chéjov. De hecho, le pillé hablando con mi madre acerca de otro monólogo de teatro que ella había preparado, y ella solo suele hablar con mi madre para pedirle algo. Yo decidí pegar la oreja a la puerta.

MI HERMANA: No sé si hacerlo.

MI MADRE: Lo que te he escuchado decir es muy bonito, ¿lo has escrito tú?

MI HERMANA: Sí... Pero no sé si los profesores me dejarán hacer un monólogo propio en la muestra de fin de curso.

MI MADRE: Tú ensáyalo y ya se verá...

MI HERMANA: Gracias, mamá.

Las dos dejaron de hablar y lo siguiente que oí fue el ruido de los labios de mi madre chocando en la mejilla de mi hermana, porque mi madre tiene una forma de besar muy particular que ha heredado de mi abuela. Yo me quedé intrigada por saber qué era eso que había escrito mi hermana y que por lo visto estaba muy bien. Tan intrigada estaba que no me di cuenta que seguía apoyada en la puerta cuando alguien la abrió.

YO: ¡Ay!

MI HERMANA: ¡Laura!  ¿Tú qué hacías ahí?

Por un momento pensé que iba a volver a sacar sus garras de pantera, pero al final me acabó leyendo su monólogo. No sabía la opinión de Chéjov pero la mía estaba muy clara. Rocío me dijo que, si lo practicaba más, nos lo acabaría representando a todos en el salón de casa, ahora que éramos su único público. Después de verla actuar ya no me dolía reconocerlo: qué guapa es mi hermana.

Encerrada con los GarcíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora