Capítulo 9: La estrella de la casa

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El momento de sentarnos a comer en mi casa siempre se complicaba, porque era el momento de mirarnos a la cara y hablar, sí o sí, aunque estuviesen las noticias de fondo. Llevando no sé cuántas semanas encerrados juntos, la mesa se había convertido en un campo de batalla.

La que siempre solía empezar la guerra era precisamente mi madre. Daba igual que yo le hubiese hecho el súper regalazo de que todos los vecinos le cantaran cumpleaños feliz... Ella se seguía irritando con la misma facilidad cuando le tocaba cocinar a ella, servía los platos y empezábamos a hacer caras.

MI MADRE: ¿Qué pasa? ¿Qué le pasa al arroz?

MI HERMANA: Nada. ¿Me acercas la sal?

MI ABUELA: ¡A mí también!

MI MADRE: ¡Mamá! ¿No te preocupaba tanto la sal en las comidas?

MI ABUELA: Ya, hija, pero es que esto está sosísimo.

YO: A mí tampoco me gusta...

Mi madre se repartía con mi padre los días de cocina y todos sabíamos que cuando le tocaba a ella era sinónimo de día malo. Al principio, mi padre nos sonreía, celebrando en silencio su victoria, pero ahora empezaba a darle pena la situación.

MI PADRE: A ver, chicas, no es para tanto...

MI MADRE: No, déjalo, Jesús. He criado a unas desagradecidas.

MI HERMANA: La abuela también opina lo mismo. Y a ella no la has criado.

MI ABUELA: La abuela tiene mucho cuento. Ya sé a quién han salido las nietas...

YO: ¿Qué significa que tenemos mucho cuento?

MI MADRE: Mira tu hermana, por ejemplo. Es especialista en tomarme el pelo. Me hizo que la apuntáramos a una escuela de interpretación para que fuese actriz y ahora dice que no le gusta.

MI HERMANA: ¡Eso es mentira! Te he dicho que esta escuela no me gusta, que necesito una donde sienta que valoran otras capacidades.

MI MADRE: Ya, claro. ¡Y mientras tú te decides, yo te lo sigo pagando todo!

MI HERMANA: ¡Qué asco de cuarentena! En cuanto nos dejen salir a la calle no me vuelves a ver el pelo.

MI MADRE: ¡Te vas a ganar un bofetón!

La bronca así contada no lo parece, pero fue tremenda. Tras el portazo de mi hermana, todos nos quedamos unos segundos en silencio, casi aguantando la respiración. Se notaba que empezábamos a no soportarnos. Se notaba más que de costumbre. Si hubiéramos tenido una mascota, le habríamos dado la paella sobrante, pero como no era el caso (ni lo iba a ser después del lío de Thais), el arroz soso se fue a la basura, a donde se estaba yendo también nuestro espíritu de convivencia.

Escuché a mi hermana llorar desde su habitación, la de mi abuela cuando ella no está. Rocío y yo somos más de pelearnos que de hablar como dos personas civilizadas, pero estaba en deuda con ella después de que diera la cara por mí cuando me pillaron con la gata. Soy una persona leal. Me pasó lo mismo cuando mi compañera Zhihan me chivó la respuesta de un problema de matemáticas, yo salí en defensa de la comunidad china cuando Ángel, mi tutor, empezó a hablar del coronavirus.

Me acerqué a ella, pero no me quería mirar. Se le había corrido el rímel. Ahora sí parecía de verdad una actriz.

YO: ¿Por qué lloras?

MI HERMANA: Eres muy pequeña para entenderlo.

YO: Te sorprenderías de todo lo que entiendo...

No sé por qué los mayores piensan que los niños no nos enteramos de la misa la mitad. Es algo que me da mucha rabia, como cuando alguien pregunta a Miss Caroline cómo se dice alguna palabra en inglés y ella no sabe la respuesta. Siempre dice "Ok, girls and boys, please. Vamos a ayudar a nuestro compañero buscando el significado entre todos". Pide que lo busquemos entre todos, creyendo que no nos damos cuenta de que es su táctica cuando no sabe responder algo.

Aunque le costó, Rocío terminó abriéndose conmigo y me lo contó todo, como los famosos que van a los programas de entrevistas. Esto era 'Mi habitación no es la tuya', y yo era Laura Osborne, menos campechana que Bertín y sin beber vino cada dos por tres.

Mi hermana me explicó que quería ser actriz, pero también directora y escritora de sus propias obras. ¿Y por qué no lo iba a ser?

YO: Me parece muy bien. ¿Cuál era el problema?

MI HERMANA: No es tan fácil. Tendría que cambiar de escuela, coger otra carrera y empezar de cero. Y si ser actriz de por sí es difícil, ser escritora ni te cuento.

Mi intento de tranquilizar a Rocío salió más mal que bien. Principalmente, porque me dejó preocupada. Yo nunca me había preguntado a mí misma lo que quería ser de mayor. Me lo habían preguntado los demás y, la verdad, nunca sabía muy bien lo que responder. ¿Millonaria para tener una casa como la de Carmen Soriano? Lo cierto es que a mí también me gusta escribir... Es lo que llevo haciendo desde hace unas semanas, contando lo que estoy viviendo encerrada con los García. ¿Pero por qué Rocío no lo veía fácil? ¿Significaba que yo también lo tenía difícil si quería ser escritora? Es verdad, los mayores se piensan que los niños no nos enteramos de la misa la mitad, pero reconozco que hay cosas de los mayores que todavía se me escapan, aunque sea más lista que el hambre. Quizá no lo sea tanto...

En mi casa, entre otras cosas, somos especialistas en hacer como que no ha pasado nada. Ya podemos habernos vuelto locos, que al cabo de un rato todo vuelve a la normalidad. Pasado ese rato, todos estaban en sus tareas, las tareas de la cuarentena que ya parecían las de toda la vida. Estábamos hartos, pero hasta a estar harta se acostumbra una.

Era viernes, como aquel día que empezó el confinamiento, pero ahora parecíamos una familia tranquila, de las que salen en el libro de religión. Hasta que Rocío entró en el salón con una noticia:

MI HERMANA: He estado ensayando el monólogo que voy a presentar en la muestra de fin de curso. Y os lo voy a representar. Tomad asiento.

Resulta que Chéjov no era un profesor de Rocío, sino un escritor muy famoso que nació incluso mucho antes que mi abuela. Y Rocío había decidido que, en lugar de ensayar la obra de ese señor ruso, iba a hacer la suya propia. Y los profesores le habían dejado y todo (vía online, claro).

Como lo dijo tan segura de sí misma, le hicimos caso y sin rechistar nos sentamos en el sofá a que nos representara ese monólogo que mi madre y yo ya habíamos escuchado. Se recogió el pelo en un moño, cogió una silla y se sentó en frente de nosotros con las manos pegadas a las piernas.

MI HERMANA: Me llamo Mari Cruz y tengo 80 años, aunque ahora me presento en el cuerpo de mi nieta de 18.

Mi abuela empezó a preguntar impaciente "¿cómo?", "¿qué dice?", "¿hace de mí?", y el resto le chistábamos para que se callase, como cuando vemos una película juntos y quiere saber cómo acaba nada más empezar.

MI HERMANA: Como decía, ahora estoy en el cuerpo de mi nieta de 18 años. Pero podría ser el mío, porque nos parecemos tanto... Yo también quería ser artista.

El monólogo trataba acerca de una anécdota que mi abuela siempre nos ha contado, y es que ella también quería ser artista. Le gustaba cantar, bailar, actuar... Se apuntó a un concurso que organizaban en el pueblo, pero al final no pudo ir porque su padre se lo prohibió. "De eso nada, Cruz. Te vienes al Mercado a ayudarme en el puesto", cuenta que le dijo. Antes, las abuelas (cuando eran jóvenes) no podían decidir nada, y mucho menos a lo que querían dedicarse.

Mi abuela siempre lo recuerda entre triste y divertida, y así lo hizo Rocío en su monólogo, que parecía que estuviese contado por mi propia abuela, con sus mismos gestos y su forma antigua de hablar, pero siendo más joven. El monólogo llevaba escrito semanas, pero parecía que se lo había sacado de la manga para homenajear a mi abuela, y de paso, dejarnos claro a todos que, a diferencia de mi abuela, iba a ser lo que quisiera ser. Mi abuela, a la que le habría gustado ser una estrella de cine, se había tenido que conformar con ser ahora la estrella de la casa. 

Encerrada con los GarcíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora