Capítulo 4: El asesino de Periquito

156 1 0
                                    

Estar en cuarentena suponía tener más rutinas que en la vida normal y corriente. Mi abuela me había hablado de Anna Frank, una niña judía que también vivió encerrada, no por culpa del virus sino de los nazis. Pero a mí solo me venía una pregunta a la cabeza: ¿con qué haría ella ejercicio? Porque en aquella época (la Segunda Guerra Mundial) no había ni móviles, ni tablets, creo que tampoco teles, y mucho menos existía Patry Jordán.

Mi madre y mi hermana Rocío se habían vuelto fans de todas las influencers que hiciesen vídeos de deporte que imitaban en el salón de casa. Yo solo me unía a ellas cuando se ponían con zumba, porque había descubierto que bailar se me daba bastante bien. En mi casa habían estado tan preocupados siempre de que mi hermana Rocío encontrara una carrera, que no se pararon a pensar que yo podría tener un talento oculto. No me importa, tengo claro que cuando gane un premio Nóbel, un Goya o un 40 Music Award no les nombraré en mi discurso.

Además de ejercicio, en las rutinas de los García no faltaban otras tareas, como hacernos cada uno nuestra cama, ver series, comer, cenar... Y poco más. Ah, sí... El momento más emocionante del día era cuando a las 19:58 salíamos todos a aplaudir al balcón a los sanitarios. Mientras que mi madre refunfuñaba porque la hora del aplauso siempre le pillaba haciendo algo mejor, a mi padre siempre se le escapaba alguna lagrimilla al ver a los vecinos tan entusiasmados como él.

Cada día sonaban más fuerte los aplausos. Las primeras tardes acudíamos a la cita nosotros y dos pisos más de enfrente, pero después más gente se fue animando, como cuando mi tutor Ángel se pone a bailar en clase el 'Madre tierra' de Chayanne. Al principio nadie le sigue y después acabamos todos haciendo "el canelo", como diría mi padre.

Uno de los últimos en venir a la hora del aplauso fue nuestro vecino Indalecio y su gata Thais, aunque lo cierto es que la gata llevaba varios días saliendo ella sola por su cuenta. Indalecio era un señor mayor que vivía solo, en el piso de al lado, desde que se quedó viudo hacía unos cuantos años. Yo sabía que tenía hijos porque alguna vez nos los habíamos cruzado en el ascensor, aunque no sabría decir cuántos. El caso es que todos vivían algunas calles más abajo y ahora no podían ir a verle, algo que tampoco parecía importarle mucho. Tenía la compañía de la gata Thais y ni siquiera a ella le prestaba mucha atención.

INDALECIO: ¡A mí lo que me fastidia es lo del fútbol! Que nos hayan quitado la liga... Solo me queda la de Bielorrusia.

Le dijo a mi padre una tarde que salió al balcón.

MI PADRE: Es una faena, sí...

Mientras Indalecio y mi padre se quedaron hablando un rato de balcón a balcón, Thais se subió a una pequeña mesa que Indalecio tenía en una esquina y se quedó quieta, mirándome fijamente, como cuando Miss Caroline la de inglés escucha un estornudo en clase y evitar moverse hasta encontrar al autor. Mi madre vio lo que estaba pasando y se lo dijo a mi padre por lo bajini.

MI MADRE: Jesús, mira a ver si nos salta el gato.

Indalecio se dio cuenta de lo que estaba diciendo mi madre, porque lo de "por lo bajini" es un decir. Ella muy disimulada tampoco es que sea.

INDALECIO: ¡No salta, no! Es muy tranquila, se pasea ella sola de un lado a otro, pero sin hacer nada, ni si quiera ruido. Hay días que no sé ni dónde está.

Mientras Indalecio hablaba sobre Thais, a mí me estaban entrando unas ganas locas de tener una mascota. Me acordé otra vez de Carmen Soriano, que debía estar súper contenta con su perro Ron, sacándolo a pasear, jugando en el jardín, dándole de comer... Carmen Soriano era especialista en ganarme en todo: siempre saca más nota que yo, había ido a Disneyland y encima tenía jardín y perro. ¿Conseguiría algún día tener su suerte?

Si por mi madre fuese, estaba claro que no, porque ella odiaba "los bichos", que es como ella llama a los animales, independientemente sea cual sea su especie. Solo mi hermana Rocío logró (en una época en la que se convirtió en animalista) que tuviéramos un canario llamado Periquito. Sí, ya sé que son dos pájaros diferentes, pero tenía pocos años cuando le puse nombre. El pobre Periquito se convirtió en pollo a la brasa un día de verano que mi padre se lo dejó en el coche a la vuelta del veterinario mientras hacía la compra. Él dijo que fue culpa de la anestesia, pero yo creo que los tropecientos grados que debían hacer dentro del coche en julio influyeron un poco. A mi padre le costó muchísimo volver a recuperar mi confianza, y aunque me pidió perdón y enterramos a Periquito como se entierra a las personas (bajo tierra y en una cajita de madera que mi madre usaba para guardar las llaves), ningún animal volvió a pisar mi casa.

Aproveché que Periquito había vuelto de mis recuerdos para compartir con mi padre mis sensaciones una tarde que nos quedamos los dos en el balcón un rato más.

YO: Qué envidia me da Indalecio.

MI PADRE: Porque vive solo, ¿no?

YO: No, hombre. Porque tiene una mascota. ¿No podríamos tener ahora un perro para bajarlo a pasear?

MI PADRE: Ya, claro. ¿Y con tu madre qué hacemos?

YO: Ella puede seguir viviendo aquí si quiere.

MI PADRE: No, digo que no puede ni ver a los animales.

YO: Ya... Qué pena. Es que me estaba acordando de lo feliz que me hacía Periquito. ¿Tu te acuerdas de Periquito?

MI PADRE: ¿Otra vez vas a traumatizarme con lo de Periquito, Laura?

Había entrado en esa edad en la que ya no era tan pequeña para utilizar el chantaje emocional como arma ni tan mayor como para que alguien tuviese mi opinión en cuenta. Mi padre, en otros tiempos conocido como El Asesino de Periquito, cortó rápidamente la conversación y me dejó sin opción ni a otro canario.

Cuando me quise dar cuenta estábamos otra vez en el salón, viendo 'Supervivientes'. Qué suerte tenían algunos de que esto de la pandemia les hubiese pillado en una isla paradisiaca con el agua del mismo color que la de la playa a la que va Carmen Soriano en Mallorca. Estaba claro que todo el mundo tenía suerte... Menos yo.

Me puse a imaginar qué habría sido de mi familia si en vez de en casa hubiésemos estado en la isla de 'Supervivientes' pasando la cuarentena. Me vino a la cabeza mi abuela con el bañador que se pone los cuatro días del año que va a la playa, colocando su silla plegable en la orilla para solo mojarse los pies. Mi hermana estaría liándola parda intentando conectarse al wifi por un coco, y mis padres seguramente discutiendo sobre la distribución de la cabaña. Vamos, que estaríamos más o menos igual, pero con menos ropa. Ni con eso tendría suerte.

Los días siguieron pasando con el mismo nivel de aburrimiento. Ya habíamos pasado más de una semana encerrados y mi madre estaba cada vez más harta de los aplausos.

MI MADRE: ¿Ya es la hora? ¿Tan pronto?

MI HERMANA: Pero si siempre es a la misma...

Cuando salimos al balcón, mi padre ya estaba colocado como un soldado orgulloso. 

MI PADRE: ¡Indalecio! ¡Lleva cuidado con Thais! La he visto con ganas de pegar un salto aquí, a ver si se va a caer.

INDALECIO: ¡Que no salta!

Thais estaba tan harta de Indalecio como yo de los García García. Cuando terminamos de aplaudir y la calle volvió a estar completamente en silencio, solo Thais y yo nos quedamos allí. Yo apoyada en la barandilla, ella paseándose con la elegancia de los Aristogatos por la mesita de Indalecio. Yo la miraba, ella me miraba, pero ninguna le daba una señal suficientemente clara a la otra para hacer lo que las dos queríamos hacer. Al final di yo mi brazo a torcer.

YO: ¡Psss! ¡Thais!

En lo que dura un parpadeo, Thais estaba en mi balcón. ¿Y qué hice yo? Llevármela a mi habitación. No todos los días tenía suerte, así que iba a aprovecharla. 

Encerrada con los GarcíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora