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Bárbara se ubicó en un asiento de la platea con una gran sonrisa en la cara. Uno de sus mejores amigos, llamado Fernando, jugaría esa tarde un partido de fútbol muy importante para él. El otro de sus mejores amigos, Agustín, estaba subiendo los escalones gigantes del estadio José Amalfitani para alcanzarla. Bárbara lo identificó enseguida: Agustín, a quien sus amigos llamaban Gusti, era rubio y tenía el pelo largo y revoltoso (casi siempre le tapaba parte de la cara), en general usaba un gorrito o la capucha de su campera (como era el caso), casi siempre estaba cabizbajo, usaba unos anteojos (grandes y cuadros, de color negro) porque tenía miopía y astigmatismo (aunque leves) en ambos ojos, y era más que frecuente verlo con su mochila negra puesta y con un libro en mano (como era también la ocasión).

—¡Gusti! —gritó Bárbara. Agustín la buscó torpemente, sin encontrarla—. ¡Gusti, acá!

Cuando el rubio por fin la vio, le mostró el pulgar derecho y trepó hasta ella.

—¿Para qué trajiste el libro? —le preguntó Bárbara a su amigo mientras este se sentaba.

—Para leer —contestó Agustín levantando un hombro. Bárbara se rio. El rubio abrió su libro y en efecto continuó leyendo por donde lo había dejado.

—¿Te mandó mensaje Fer? Está re emocionado. Parece que hay entrenadores grosos por acá, ¿viste? Si lo ven jugando bien se lo pueden llevar, ¿viste?

Agustín levantó la cabeza de su libro.

—¿Llevar a dónde? —preguntó.

—No sé, Gusti. A Europa, capaz. ¿Te imaginás a Fer jugando en el Barcelona? El nuevo Messi. Me estallo —Bárbara se veía muy contenta, pero Agustín estaba tan serio como siempre. Aunque de pronto su mirada se perdió en la platea opuesta y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.

—Sería buenísimo —dijo—. Su sueño cumplido.

—¡Sí, totalmente! Ah, me hice las uñas, ¿qué te parece?

El rubio, que era de pocas palabras, asintió en silencio.

—Me gustan, están buenas.

—¡¿Viste?! ¡Me encantan! —rio Bárbara. A Agustín le gustaba la energía que transmitía. Su amiga era castaña y de ojos verdes. Tenía muchas pecas y casi siempre vestía de negro. Esta vez sus uñas eran largas, rosas y con dibujitos. Se las hacía cada tanto y a Agustín siempre le gustaba cómo le quedaban—. Ah, mirá, ahí están saliendo. ¡Ahí está Fer!

Agustín levantó la cabeza de su libro y observó a los jugadores de Vélez Sarsfield. Entre ellos estaba su mejor amigo, Fernando. Sonrió y reconoció todos los otros jugadores, con excepción de uno.

—A ver si me ve —Bárbara se puso de pie y levantó ambas manos, pero Fernando estaba ocupado hablando con sus compañeros. Bárbara se sentó de nuevo—. Ah, ni pelota.

—Hay uno nuevo, ¿puede ser? —dijo el rubio. Bárbara siguió la línea de su mirada.

—Ah, mal, ese no lo vi nunca. ¿Será el que Fer decía que estaba lisiado?

—¿Había uno lisiado?

—Sí, Gusti, ¿no te acordás? Un día nos contó. Que estaba haciendo kinesiología y no podía jugar. No sé qué le había pasado. Che, está bueno, ¿no? —dijo Bárbara.

—¿Quién? —preguntó Agustín, distraído.

—Ese, el lisiado. ¿No te parece?

—¿Si me parece qué?

—Que está bueno, Gusti. Dale, decime cuál te gusta.

Agustín se rio de los nervios. Su amiga, que sabía que era gay, le hacía la misma pregunta cada vez que se topaban con un grupo de chicos.

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