Capitulo 4

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Capítulo 4
Al día siguiente, era ya mediodía cuando Jill salió de su dormitorio a la sala de estar. —Estás viva —comentó Sandy.
—Por los pelos.
—Ryan no te ha dejado dormir, ¿eh?
—No he podido cerrar los ojos —Jill se sentó en el sillón enfrente del sofá donde estaba sentada su amiga—. ¿Qué he hecho?
—Cuidar de un recién nacido es difícil al principio, pero luego todo mejora, se vuelve más fácil.
Jill negó con la cabeza.
—Tú no lo entiendes. Creo que no le gusto a Ryan.
—Pues claro que le gustas —Sandy sonrió—. Simplemente tienes que
acostumbrarte a tener un niño.
Jill sopló para apartarse el pelo de los ojos.
—Necesito café.
—No creo que sea buena idea dando el pecho.
—Ya no doy el pecho.
—¿Desde cuándo?
—Desde algún momento de la noche. Y ahora Ryan está durmiendo. Me odia —Jill
enterró la cara en las manos.
Sandy se acercó a ella y le dio una palmadita en el hombro.
—Oh, tesoro, no te odia. Todo irá bien. Te prepararé un té caliente y huevos
revueltos —se dirigió a la cocina.
—Yo nunca me siento así —comentó Jill—. Estoy muy cansada... y deprimida.
Desde que nació Ryan, tengo ganas de llorar. ¿Qué me ocurre?
—Tiene cuatro días. Dale tiempo.
Jill miró su imagen en el cristal de la ventana. ¿Quién era la mujer que le devolvía la
mirada? ¿Qué había sido de Jill Garrison, la chica elegida "con más probabilidades de triunfar" en el instituto? ¿Qué había sido de la joven llena de energía que tenía montones de chicos dispuestos a acompañarla a su baile de presentación en Nueva York?
Se levantó e hizo una reverencia. No sirvió de nada. A sus veintiocho años, estaba
ya acabada.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Sandy, mirándola desde la cocina.
Jill se volvió a hundir en su sillón favorito.
—Muy bien. Muy bien.
—Cambios hormonales, una pequeña depresión postparto, eso es lo que tú tienes —
le aseguró Sandy—. A ti no te pasa nada. Después de comer, te darás una ducha y enseguida te sentirás como una mujer nueva.
Sonó el móvil de Jill, pero antes de que pudiera contestar, el llanto procedente del dormitorio le anunció que se había acabado el descanso. Ignoró el móvil y entró en el dormitorio.
—Luego se vuelve más fácil —le gritó Sandy—. Te lo prometo.
Jill no la creyó. Su amiga solo pretendía reconfortarla. Y si Ryan le dejaba dormir media hora seguida, seguro que podría con aquello.
Solo media hora y todo iría bien.
Tres horas más tarde, después de haber comido un huevo y haber dado un paseo por el parque mientras devolvía llamadas telefónicas, se sentía algo mejor. Al menos tenía el pelo limpio y había conseguido cepillarse los dientes antes de que Ryan empezara a llorar de nuevo. Su hijo tenía unos pulmones que sin duda había sacado del lado paterno de la familia.
Jill se había criado en silencio, porque en su familia nadie hablaba ni interactuaba. La mayoría de los días se podía oír un alfiler que cayera al suelo. A su hermana y a ella les habían enseñado a bajar la voz y controlar los sentimientos en todo momento. A los niños había que verlos pero no oírlos. Cuando las sorprendían armando jaleo o riendo demasiado fuerte, algo poco corriente, las castigaban diez minutos a la silla de madera.
Jill se quedó un momento al lado de la cuna viendo llorar a Ryan. ¿Qué habían hecho sus padres cuando lloraba ella de pequeña? Había leído muchos libros sobre cómo ser madre. Se había asustado al no sentir el vínculo instantáneo que las enfermeras del hospital decían que sentían la mayoría de las madres con sus bebés recién nacidos. Ella no sentía una conexión, pero quería sentirla. Lo deseaba más que nada en el mundo. Había anhelado tener un bebé casi toda su vida y ahora, en aquel momento, no podía recordar por qué.
Su hijo ni siquiera se parecía a ella. Quizá le habían dado el niño de otra. El corazón le latió con fuerza. Miró la pulserita del bebé y comparó el nombre y los números con los de ella. Se correspondían.
—¿Qué ocurre, Ryan? ¿Qué te pasa?
Lo tomó en brazos, le besó la frente e inhaló su olor a bebé mezclado con el olor a talco para niños. Entró en la sala de estar, donde Lexi, la hija de Sandy, estaba sentada en el suelo coloreando un libro.
Unos metros más allá, Sandy estaba sentada en un sillón con las piernas dobladas debajo del cuerpo. Estaba ayudando a Jill a escribir su columna mensual.
Jill rezó interiormente para que Ryan y ella pudieran estar algún día así de relajados y tranquilos.
Sandy dejó el portátil y se puso de pie.
—Voy a por su biberón. ¿Cómo va todo?
—El doctor ha dicho que, mientras coma y le cambie el pañal, no debo preocuparme
porque llore mucho.
El sonido de alguien que hablaba fuera atrajo la atención de las dos. Sandy se acercó a la ventana y se asomó entre los huecos de la persiana. —¡Oh, Dios mío! No me lo puedo creer. Es él. —¿Quién? —preguntó Jill.
—Hollywood.
—¿Quién?
—Derrick Baylor. Está hablando por el móvil. ¡Oh, mierda! Ahí llega —Sandy cerró la persiana—. Tus padres se morirían si supieran que el padre de tu hijo es un jugador de fútbol americano.
Las palabras de Sandy provocaron una reacción curiosa dentro de Jill. Hasta aquel momento no había tenido intención de abrir la puerta, pero el comentario de su amiga le hizo cambiar de idea.
Sandy se apartó de la ventana y entró en la cocina.
—Ven. Vamos a escondernos y quizá se marche.
Lexi corrió a la cocina, se metió debajo de la mesa y se echó a reír.
Jill entró en la cocina y le pasó el bebé a Sandy.
—Quédate con Ryan y yo me ocuparé de Derrick.
Sandy sostuvo al bebé contra su pecho.
—Derrick Baylor quiere llevarse a tu hijo —advirtió a Jill en voz baja—. Ya lo has
visto en las noticias entrando con su abogada en el tribunal.
Jill miró la puerta principal. Aquello era verdad. Le había sorprendido ver a Derrick
en la televisión. Él había ido corriendo a los tribunales. Pero lo que había dicho Sandy de que a sus padres no le gustaban los jugadores de fútbol americano la había animado. Por primera vez en días, todo parecía haberse aclarado de pronto.
Jill tenía un plan.
Esa mañana su madre había llamado para decirle que su padre y ella irían pronto a verla. Como de costumbre, no había podido darle ni el día ni la hora de la visita. Eran personas ocupadas. Para su padre no era fácil dejar unos días el trabajo. Desgraciadamente, Jill no esperaba su visita con impaciencia. Quería a sus padres, pero no le caían bien. Su padre era dominante y controlador y su madre era simplemente una de las muchas marionetas de su marido.
La vida entera de Jill había girado alrededor de los deseos de sus padres. Hasta Thomas había sido obra de ellos. Y antes de que este la dejara plantada en el altar, Jill había empezado a pensar que quizá era cierto que sus padres sabían qué era lo que más le convenía.
Pero ya no pensaba así.
Durante veintiocho años había hecho lo que le había dicho su padre. Su primer acto de desafío había sido trasladarse de Nueva York a California. Sus padres dirían que su segundo acto de desafío había sido tener un hijo fuera del matrimonio, pero eso no era cierto. Tener un niño había sido un plan muy meditado por parte de Jill. Thomas y ella habían salido juntos muchos años ante de que él le pidiera matrimonio. En ese tiempo, había descubierto que Thomas tenía algo llamado eyaculación retrógrada, un trastorno que hacía infértiles a algunos hombres, como Thomas. Había también otros problemas relacionados con eso, problemas en los que ella no quería pensar.
Por esa razón, Jill había pasado los últimos cuatro años visitando bancos de esperma de todo el país. Al final había elegido CryoCorp porque le había parecido el mejor de todos. Concebir a Ryan no había tenido nada que ver con venganza ni con relojes biológicos. Después del abandono de Thomas, había decidido seguir adelante con sus
planes de tener un hijo. Concebir a Ryan había sido una decisión muy meditada, un sueño hecho realidad. No se disculparía ante nadie por su decisión de ser madre soltera.
Enderezó los hombros y se dirigió a la puerta justo cuando llamaban en el otro lado. —¡No contestes! —dijo Sandy.
—Tengo que hacerlo.
Jill agarró el picaporte. Derrick Baylor podía ser justo lo que necesitaba. Si sus
padres pensaban, aunque fuera solo por un minuto, que le interesaba un jugador de fútbol americano, volverían corriendo a su casa. Según su padre, esos jugadores eran arrogantes y cobraban demasiado. Eran todo ego y nada de sustancia. Una desgracia para la humanidad.
"Maravilloso".
La misma Jill no habría podido planearlo mejor. Derrick podía ser el hombre perfecto para quitarse a sus padres de encima de una vez por todas.
—Ni siquiera lo conocemos —dijo Sandy—. Podría ser peligroso.
—No es peligroso —Jill abrió la puerta.
—¿Quién no es peligroso? —preguntó Derrick.
—Tú —respondió ella. Saludó con la mano a la señora Bixby, una vecina de
noventa años que se asomó a la puerta de su apartamento.
Jill miró a Derrick de arriba abajo. El día que lo había conocido, él llevaba un
pantalón de vestir y una camisa. Ahora llevaba una camiseta blanca que realzaba sus bíceps, vaqueros desteñidos, deportivas, gafas de sol... y barba de tres días. Tenía una mano en el bolsillo delantero de los pantalones. Su pelo era espeso, oscuro y ondulado. Unos mechones caían sobre su frente desde todas direcciones.
¡Ojalá sus padres hubieran podido verlo así!
Su madre se habría desmayado.
Derrick era todo lo que no era el padre de ella. Alto, sexy y, por lo poco que Jill
había oído en las noticias, Hollywood era un chico malo. Un mujeriego que seguramente tendría mujeres altas de pecho grande haciendo cola en su puerta.
Jill miró más allá de él, por encima de la barandilla, y vio su BMW aparcado en la acera de enfrente, lo que explicaba el pelo revuelto. Su BMV era un descapotable. El mismo coche en el que ella había roto aguas. No pudo evitar pensar si habría tenido tiempo de pasar por el lavado de coches.
Salió del apartamento y cerró la puerta tras ella.
Derrick se subió las Ray-Bans a la parte superior de la cabeza. Tenía el ojo izquierdo morado.
—¿Qué te ha pasado?
—Un pequeño malentendido.
—Has cabreado a alguien, ¿verdad?
—¿Cabreado?
Jill alzó los ojos al cielo.
—No hace falta ser Hermann Oberth para ver que tienes dotes para mosquear a la
gente.
—¿Hermann Oberth?
—Un científico espacial —explicó ella—. Uno de los tres padres fundadores de la ingeniería espacial y la astronáutica moderna.
Derrick frunció el ceño.
—Podrías haber dicho que no hacía falta que fuera científico espacial para ver que tengo facilidad para hacer enfadar a la gente.
—O sea que he acertado.
—¿En qué?
—En que se te da bien hacer enfadar a la gente.
Él suspiró.
—Te noto distinta —dijo, obviamente en un intento por cambiar de tema.
—Acabo de tener un niño.
Él ladeó un poco la cabeza para mirarla mejor.
—No, en serio. El pelo... todo. No pareces la misma mujer.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Estás diciendo que antes estaba gorda?
—No, claro que no. A mí me parecía que estabas estupenda. Solo estás distinta, eso
es todo.
Jill, que lo había dicho en broma, movió la cabeza exasperada.
—¿Por qué has venido? —preguntó, renunciando al humor, ya que no podía
conseguir hacer sonreír a aquel hombre.
—Quería hablar contigo. Estuve en un juzgado y supongo que querrás oír lo que
dijo la jueza.
Jill lo observó intentando imaginar lo que pensarían sus padres cuando les dijera
que salía con Derrick Baylor. Por alguna razón, esa idea ridícula le produjo un escalofrío. Hacía más de un año que no estaba con un hombre. En toda su vida solo había hecho el amor con tres. Y eso contando a Roy Lester. Decidió rápidamente que no tenía que contarlo. Dos hombres. En toda su vida había hecho el amor con dos hombres. Derrick Baylor no parecía el tipo de hombre que hacía el amor. Probablemente echaba todas las noches polvos apasionados en el capó de su coche. Jill se ruborizó al pensarlo.
El sexo era sucio.
Eso era lo que les decía su madre a su hermana y a ella. Thomas siempre había sido un perfecto caballero en la cama. Era la persona más limpia y ordenada que había conocido, siempre asegurándose de no despeinarla ni ensuciar las sábanas... las pocas veces que ella conseguía pillarlo de humor para el sexo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Derrick cuando ella no contestó a lo que había dicho él de la jueza.
—Estoy bien. Tengo muchas cosas en la cabeza y esta noche no he dormido mucho. —¿Ryan está bien?
—Muy bien. ¿Cómo sabes su nombre?
—Me lo dijo una periodista cuando llegué al hospital como habíamos quedado. —¡Oh! —ella sintió una punzada de culpabilidad—. ¿Y qué te dijo la jueza?
—Ha asignado a un mediador para que nos ayude a pensar cómo vamos a lidiar con la situación.
—Sandy cree que quieres quitarme al niño. ¿Es verdad?
—No. Jamás.
Jill captó el olor de su aftershave. Seguramente sería de Gucci o Chanel. Olía muy
bien. Ella no llevaba zapatos, pero en cualquier caso, Derrick Baylor era alto... muy alto. A ella empezaba a dolerle el cuello de mirar hacia arriba.
—¿Por qué te fuiste del hospital sin hablar conmigo? —preguntó él.
—Es complicado.
—Tengo tiempo.
El angelito, si se podía llamar así, que se sentaba en el hombro izquierdo de Jill la alentaba a decir la verdad. Que estaba confusa y había hecho lo que hacía siempre... cumplir órdenes. Sandy le había dicho que tenía que escapar de Derrick y ella lo había hecho. Había huido.
El diablillo con tridente y capa roja que se posaba en su hombro derecho también le decía que dijera la verdad. Y que, en el proceso, fuera amable con él y le hiciera creer que quería ser su amiga. Al menos hasta que llegaran sus padres. Entonces se mostraría todavía más encantadora. Y cuando sus padres volvieran a Nueva York, se acabaría todo. Jill sabía que las apariencias engañan, pero estaba demasiado cansada para pensar en eso. Su pareja ideal jamás podría ser un atleta. Prefería hombres inteligentes y bien peinados que iban a trabajar con traje.
—Toda mi vida, desde que era adolescente, he querido tener un hijo —explicó. Derrick se pasó una mano por el pelo revuelto.
—¿En serio?
Ella asintió.
—Muchas chicas sueñan con el día de su boda, pero yo no. Yo soñaba con tener un bebé. Mi hermana pedía vestidos de princesa a Papá Noel. Yo siempre pedía un bebé.
Él parecía escucharla con atención, lo cual la llevó a pensar en sus motivos. Los hombres no solían escuchar así a las mujeres cuando hablaban de sus anhelos y deseos. Derrick debía tener también un plan. Pues muy bien. Podían jugar los dos.
—Luego llegó Thomas —continuó—. Salimos durante años, pero él no podía... — apartó la vista—. Esto es muy personal. No debería hablarlo contigo.
—No, por favor, sigue —le pidió él—. ¿Thomas era infértil?
Jill lo miró escéptica. Asintió.
—El nuestro fue un compromiso largo. Durante ese tiempo, yo busqué ayuda. Y
encontré CryoCorp. Cuando se estropearon las cosas entre Thomas y yo, supe inmediatamente que mantendría la cita con CryoCorp y criaría a mi hijo sola. Sin padre, sin ataduras, sin nadie que me dijera cómo criar a mi hijo. Sin nadie que me juzgara. En el mundo hay muchas mujeres que crían solas a sus hijos —cruzó los brazos sobre el pecho—. No veía nada de malo en lo que hacía.
—Yo no te juzgo, Jill.
Ella pensó que a él se le daba muy bien aquel juego. No bostezaba y sus ojos no mostraban aburrimiento.
—¿De verdad?
Derrick negó con la cabeza.
—Se suponía que era todo confidencial —dijo ella—. Y luego apareces tú de pronto
—. ¿Cuántas probabilidades había de eso? —Una entre un millón.
Jill asintió.
—Una entre un millón —volvió a mirarlo a los ojos, esa vez más hondo, indagando —. No debí irme del hospital sin antes hablar contigo. ¿Pero y tú qué? —preguntó—. No mencionaste que tenías una abogada ni que pensabas ir a juicio. Tú tampoco fuiste franco conmigo, ¿verdad? —levantó un poco la barbilla.
—Tienes razón. Tendría que haberte contado mis planes —él cambió el peso de un pie a otro—. Espero que podamos arreglar algo entre nosotros.
—¿Como qué?
Él sacó un papel del bolsillo de atrás del pantalón y se lo pasó.
—Esta es la fecha y la hora en que tenemos que vernos el mes que viene para la
mediación. La primera fecha que he podido conseguir ha sido dentro de treinta días —él carraspeó—. Yo esperaba que me dejaras pasar algo de tiempo con Ryan antes de eso. Ya sabes, para que empecemos a conocernos.
Ella tomó el papel y lo leyó.
—Él no entra aquí —dijo Sandy desde dentro.
Jill suspiró.
—¿Quieres ver a Ryan?
Derrick pareció sorprendido.
—Me encantaría.
Dentro del apartamento sonó un gemido.
—¿No deberías estar entrenando? —pregunto Sandy al otro lado de la puerta—.
¿No necesitáis jugadores diestros en el campo?
Derrick sonrió con un destello de dientes blancos y una chispa encantadora en los
ojos. Definitivamente, seguro que aquel hombre tenía un montón de mujeres hermosas a sus pies.
—Los entrenamientos empiezan dentro de seis semanas —contestó a Sandy. —Tengo una pregunta antes de que entremos —dijo Jill.
—Dispara.
—¿Qué pasa si vamos a la mediación pero no conseguimos llegar a un acuerdo en
lo referente a Ryan?
—Supongo que tendríamos que ir a juicio —contestó él.
A Jill le gustó su sinceridad, pero eso no significaba que le gustara su respuesta.

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