Capítulo 5.

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Miré hacia el suelo cuando le escuche decir aquello, interiormente estaba sonriendo, pero al exterior, se reflejaba confusión. Las lágrimas que teníamos hace un par de minutos, habían desaparecido, al igual que el pensamiento de nuestros problemas. Ambos estábamos tomados de las manos, sentía su mirada sobre la mía, más yo me sentía nerviosa.

— ¿No dirás nada? —Preguntó, dejando aquel silencio a un lado.

— ¿Por qué siempre quieres que responda? —Susurré, regresando la mirada a él.

— Las preguntas se responden, ¿no crees?

—¿Siempre haces preguntas?

— No siempre, ¿por qué? —Elevé una ceja, él frunció el ceño, a lo cual reí. — Lo siento, no me había dado cuenta de ello.

— Eres chistoso. —Asentí.

— No es cierto.

— Oh, vamos. —Lo alenté.

— ¿A dónde vamos? —Sonrió de lado.

— Realmente, esa pregunta no tiene sentido. —Negué.

— Me callo.

— Gracias.

— Por nad… ¡No! —Carcajee al ver su cara. —No debería hablar más. —Negó riendo.

— Tú comienzas todo. —Sonreí. — ¿Tienes hambre?

— No. —Negó sonriendo.

— No eres bueno para mentir, eh.

— Lo lamento, sólo… sólo no quiero incomodarte.

Lo miré por… no sé cuánto tiempo fue, pero me encantaba hacerlo. Era como si lo inspeccionara como un objeto que tanto deseaba, y así era, eso hacía, me gustaba ver a ese chico de cabello castaño, ojos marrones muy, pero muy claros, labios rosados al par de sus mejillas, piel blanca. Él me gustaba.

 

— No me incomodas, enserio. —Sonreí. —Iré a preparar algo, en un momento regre…

— Voy contigo. —Se levantó, interrumpiéndome.

Asentí, sonriendo nuevamente. Caminé, saliendo de aquella pequeña sala principal, guiando a Shawn, quien me seguía paso a paso. Me detuve al ya no escucharlo, girándome sobre mis talones, lo visualicé frente al estante que tiene todas –o la mayoría- de mis fotos cuando era pequeña. Mis mejillas comenzaron a calentarse, a pesar de que él no había dicho algo, aún. Negué antes de acercarme a él y jalar su brazo, alejándolo de ahí.

— Oye, déjame ver…— sonrió, en forma de burla.

— No, no lo harás.

— ¿Acaso tus mejillas están rojas?

— No.

— Sí, sí lo están.

— ¿Entonces por qué preguntas? —Pregunté con ironía.

— ¿Te avergüenzan tus fotos?

— No…

— No deberían, eras hermosísima…—Lo miré, frunciendo el ceño. — No digo que ya no lo seas, porque eres preciosa… quiero decir… ¡demonios! ¿Por qué nunca cierro la boca? —Subió las manos a su rostro, llenándose de vergüenza.

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