1. SENSACIONES

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—¿A quién has encontrado? —el hecho de que su padre hubiera hecho el esfuerzo de acudir aquella noche allí era una buena señal. Unos meses atrás era un hombre roto, reacio a salirde su aislada villa tras su segundo y doloroso divorcio en seis años.
—A la mujer perfecta para ti —su padre sacudió la cabeza con incredulidad, pero se le formaron unas arruguitas alrededor de los ojos cuando sonrió—. A veces me pregunto si de verdad eres mi hijo. Este lugar está lleno de mujeres hermosas, y ¿a qué te dedicas tú? A hablar con hombres aburridos vestidos de traje. ¿Qué hice mal contigo?
Al ver la sorpresa reflejada en los ojos del embajador, Inuyasha se disculpó educadamente y se llevó a su padre a un aparte.
—Para mí, esta noche es un asunto de negocios. Celebro este baile todos los años. Su propósito es hacer que los ricos y famosos se desprendan de parte de su dinero.
—Negocios, negocios, negocios —visiblemente exasperado, su padre alzó las manos al cielo—. ¿Los negocios te dan calor por la noche? ¿Te hacen la cena? ¿Crían a tus hijos? Tú siempre estás con los negocios, Inuyasha, ¡y ya eres millonario! ¡Tienes dinero de sobra! No necesitas más. ¡Lo que necesitas es una buena mujer!
Varias cabezas se giraron hacia ellos, pero Inuyasha se limitó a reírse.
—Esta noche no estoy ganando dinero, lo estoy repartiendo. Y estás asustando a la gente. Compórtate. Además, no necesito que me busques una mujer.
—¿Por qué? ¿Ya has encontrado una por ti mismo? No, claro que no. Al menos, no la adecuada. Pierdes el tiempo con mujeres que no serían buenas esposas.
—Por eso las elijo —murmuró Inuyasha, pero su padre frunció el ceño con desaprobación.
—¡Ya sé a quién escoges! Lo sabe todo el mundo, Inuyasha, porque sale en todas las revistas. Una semana es Tsubaki, la siguiente una tal Misoriko... Ninguna te dura más de unas semanas, y siempre están muy, muy delgadas —con su fuerte acento griego marcando las palabras, InunoTaisho Zouvelekis emitió un sonido de desesperación—. ¿Cómo vas a ser feliz con una mujer que no disfruta comiendo? Una mujer así, ¿cocinaría para ti? No. ¿Disfrutaría de la vida? No, por supuesto que no. Las mujeres que escoges tienen piernas y pelo y son como atletas en la cama, pero ¿se ocuparán de tus hijos? No.
—No necesito una mujer que cocine. Tengo personal para eso —Inuyasha se preguntó por un instante si después de todo no habría sido un error invitar a su padre a aquel evento en particular—. Y no tengo hijos de los que deba ocuparse una mujer.
Su padre resopló exasperado.
—¡Ya sé que no tienes hijos, y yo quiero que los tengas! ¡Es a eso a lo que me refiero! Tienes treinta y cuatro años, ¿y cuántas veces te has casado? Ninguna. Yo tengo setenta y tres, y me he casado tres veces. Ya es hora de que empieces a alcanzarme, Inuyasha. ¡Hazme abuelo!
—Sango ya te ha hecho abuelo dos veces.
—Eso es diferente. Ella es mi hija, y tú, mi hijo. Quiero estrechar entre mis brazos a los hijos de mi hijo.
—Me casaré cuando encuentre a la mujer adecuada, no antes.
Inuyasha se llevó a su padre hacia la terraza que rodeaba la sala de baile y se contuvo para no recordarle que sus dos últimos intentos de matrimonio habían supuesto un desastre emocional y financiero. Él no pensaba cometer de ninguna manera el mismo error.
—¡No encontrarás a la mujer adecuada saliendo con las que no debes! ¿Y qué estamos haciendo en París? ¿Por qué no puedes celebrar este baile en Atenas? ¿Qué tiene de malo Atenas?
—El mundo no se limita sólo a Grecia —Inuyasha contuvo un bostezo mientras la conversación se desviaba hacia otro tema típicamente familiar—. Mis negocios están por todo el globo terráqueo.
—¡Y nunca he comprendido por qué! ¿Tuve yo que salir de Grecia para conseguir mi primer millón? ¡No! —InunoTaisho miró hacia la sala de baile—. ¿Dónde se ha metido? Ya no la veo.
Inuyasha alzó las cejas en gesto interrogante.
—¿A quién estás buscando?
—A la mujer con cuerpo de diosa. Era perfecta. Y ahora ha desaparecido. Era todo ojos y curvas y parecía muy dulce. Esa chica sí que será una buena madre. Me la imagino con tus hijos pequeños subidos al regazo mientras una musaka se enfría en tu mesa.
Inuyasha miró a su padre con ojos divertidos.
—Te sugiero que no le digas eso a ella. En estos tiempos es una herejía hacerle ese tipo de comentarios a una mujer. Todas tienen aspiraciones bastante distintas.
—Las mujeres que tú escoges tienen otro tipo de aspiraciones —dijo su padre con voz fiera mientras buscaba por la habitación con la mirada—. Créeme, ésta estaba hecha para ser madre. Si a ti no te gusta, tal vez me interese a mí.
Inuyasha dejó escapar un profundo suspiro. Cielos, otra vez no. ¿Es que su padre no aprendería nunca?
—Prométeme que esta vez sólo te acostarás con ella. ¡No te cases! —le advirtió agarrando un vaso de zumo de naranja de la bandeja de un camarero que pasaba por allí y cambiándolo por la copa de champán que tenía su padre en la mano.
—Tú sólo piensas en la cama y en el sexo, pero yo tengo otro respeto por las mujeres.
—Necesitas desarrollar una manera más cínica de relacionarte con el sexo opuesto —le aconsejó su hijo—. ¿Qué respeto te demostró Tara cuando te dejó después de seis meses y se llevó dinero suficiente para el resto de su vida?
Los nudillos de su padre se pusieron blancos al apretar el vaso.
—Ambos cometimos un error.
¿Un error? Inuyasha se mordió la lengua. Estaba convencido de que, en lo que a Tara se refería, aquel matrimonio había sido un rotundo éxito. Ahora era una mujer todavía joven y extremadamente rica.
Su padre se desinfló ante sus ojos, dejando expuesta su vulnerabilidad.
—Estaba muy confundida. No sabía lo que quería.
—Sabía perfectamente lo que quería —replicó Inuyasha, debatiéndose entre la opción de hundir todavía más a su padre resaltando la despiadada eficacia de la campaña de Kagura, o dejar el tema y arriesgarse a que, incluso después de dos divorcios semejantes, su confiado padre siguiera sin haber aprendido la lección que tenía que aprender.
InunoTaisho suspiró.
—Una relación debería estar basada en el amor y el cariño.
Inuyasha se estremeció al escuchar aquella peligrosa y sentimental observación y se dijo que debía instruir a su equipo de seguridad para que revisaran a todas las mujeres que mostraran el más mínimo interés por su padre, para protegerlo de futuros ejemplares sin escrúpulos.
—¿Es que tus dos últimos matrimonios no te han enseñado nada sobre las mujeres?
—Sí. Me han enseñado que no te puedes fiar de las delgadas —InunoTaisho recuperó algo de ánimo—. Pasan demasiada hambre como para llevar la vida de una mujer normal. La próxima vez me casaré con una de tamaño adecuado.
—Después de todo lo que ha pasado en los últimos seis años, ¿todavía crees que el amor existe?
El rostro de su padre se descompuso.
—Estuve enamorado de tu madre durante cuarenta años. Por supuesto que creo que el amor existe.
Maldiciéndose por su falta de tacto, Inuyasha le puso a su padre una mano en el hombro.
—Deberías intentar dejar de reemplazarla —le dijo con brusquedad—. Lo que vosotros teníais era algo poco común.
Tan poco común que Inuyasha había perdido toda esperanza de encontrarlo. Y no estaba dispuesto a conformarse con menos.
—Volveré a encontrarlo.
«Pero no sin antes arruinar a la familia con costosos acuerdos de divorcio», pensó su hijo.
—Quédate soltero —Inuyasha se pasó la mano por la parte posterior del cuello con gesto frustrado—. Es menos complicado.
—No pienso quedarme solo. No es natural que el hombre esté solo. Y tú no deberías estarlo tampoco.
Viendo que su padre estaba a punto de lanzarle otro discurso sobre las virtudes de las mujeres con curvas, Inuyasha decidió que la conversación había durado demasiado.
—No tienes que preocuparte por mí. Estoy viendo a una mujer —no era una relación como la que su padre esperaba, pero eso no hacía falta que se lo dijera.
—¿Tiene la talla adecuada? —su padre torció el gesto.
—Tiene la talla perfecta —respondió Inuyasha pensando en la actriz de Hollywood con la que había pasado dos noches extremadamente excitantes en la cama la semana anterior. ¿Volvería a verla? Probablemente. Tenía el cabello y las piernas que tenía que tener y desde luego, era una atleta en la cama. ¿Estaba interesado en casarse con ella? En absoluto. Se aburrirían el uno al otro en menos de un mes, por no hablar de la vida entera.
Pero los ojos de su padre reflejaban auténtica esperanza.
—¿Y cuándo voy a conocerla? Nunca me presentas a tus novias.
—Cuando una mujer sea importante para mí, la conocerás —aseguró Inuyasha con dulzura—. Y ahora quiero presentarte a Ayame. Es mi directora de Relaciones Públicas aquí en París, y le encanta comer. Sé que tendréis muchas cosas de que hablar.
Guió a su padre hacia la fiel Ayame, hizo las presentaciones necesarias y se giró de nuevo hacia la sala de baile. Entonces se quedó paralizado con la atención concentrada en la mujer que estaba justo delante de él.
Caminaba como si fuera la dueña del lugar, con un suave balanceo de caderas y una sonrisa apenas esbozada en los labios ligeramente pintados. Llevaba el negro cabello recogido en lo alto y su vestido rojo brillante era como un océano de color deslumbrante en medio de tanto negro predecible y aburrido. Parecía un pájaro exótico volando entre una bandada de cuervos.
Olvidándose al instante de la actriz de Hollywood, Inuyasha la observó durante un momento y luego sonrió él también lentamente. Su padre estaría satisfecho por partida doble, pensó mientras avanzaba decidido hacia aquella misteriosa mujer. En primer lugar, porque estaba a punto de dejar de pensar en los negocios y centrar sus atenciones en la búsqueda del placer, y en segundo lugar, porque la fuente de aquel placer tenía curvas, sin lugar a dudas. Y no era que él necesitara que cumpliera con las tareas domésticas que su padre había enumerado. No le interesaba una mujer que cocinara, limpiara o criara niños. A aquellas alturas de su vida, lo único que esperaba de una mujer era entretenimiento, y aquélla parecía creada exacta—mente para tal fin.
…..
«Sonríe, avanza, sonríe, no sientas pánico». Era como estar otra vez en el patio del colegio, con los acosadores haciendo círculo como gladiadores mientras el malévolo grupo de chicas presionaba mirando con sádica fascinación.
El recuerdo era tan aterradoramente real, que se despertaron en ella sentimientos de humillación y terror, pillándola desprevenida. No importaba la cantidad de años que habían transcurrido, el pasado siempre estaba allí.
Hizo un esfuerzo por librarse de sus antiguas inseguridades. Era ridículo pensar en ello ahora, cuando aquella parte de su vida había terminado tanto tiempo atrás.
Aquel lugar no era el patio del colegio, y aunque tal vez los acosadores siguieran allí, ellos ya no podían verla a ella. Su disfraz era perfecto.
¿O no?
No tendría que haberse vestido de rojo. El rojo la hacía sobresalir como un trozo de beicon. Y si no comía algo enseguida, se iba a desmayar. ¿Es que en aquellos bailes nadie comía? Con razón estaban tan delgados.
Deseando no haberse puesto a prueba de aquel modo, Kagome trató de cruzar con naturalidad la sala. «La confianza lo es todo», se recordó a sí misma. «La barbilla alta, y la mirada también. El rojo está bien. Sólo es gente. No dejes que te intimiden. No saben nada de ti. Por fuera pareces básicamente uno de ellos, y no pueden ver quién eres por dentro».
Para distraerse, Kagome utilizó su habitual juego de fantasía, el que se había inventado para sobrevivir en el ambiente sin ley ni compasión en el que vivía de niña. Su vida había seguido el mismo patrón. Un nuevo patio de juegos, una nueva tanda de mentiras. Una nueva capa de protección.
¿Quién iba a ser aquella noche?
¿Una heredera, tal vez? ¿O posiblemente una actriz? ¿Quizá una modelo?
No, una modelo no. No sería capaz nunca de convencer a nadie de que era modelo. No era lo suficientemente alta ni delgada. Se detuvo a considerar sus opciones. Nada demasiado complicado, aunque no temía que la descubrieran, porque nunca volvería a ver a aquellas personas. Sólo por esa noche, podía ser quien quisiera ser. ¿Una italiana arruinada con un montón de títulos y sin dinero?
No. Aquél era un baile solidario. No serviría admitir que no tenía dinero.
Sería mejor una heredera. Una heredera que deseaba mantenerse de incógnito para evitar a los caza fortunas.
Sí, ésa estaba bien. La excusa para no gastarse un dinero que no tenía podía ser que no quería atraer la atención sobre su persona.
El salón de baile era increíble. Tenía los techos muy altos y estaba lleno de resplandecientes candelabros. Tenía que hacer un esfuerzo para no quedarse mirando las pinturas ni las estatuas y adoptar una expresión de natural indiferencia, como si aquél fuera su mundo y semejante exhibición de arte y cultura la rodeara a diario.
—¿Champán? —oyó la pregunta a su espalda, y se giró rápidamente con los ojos muy abiertos para encontrarse con un hombre tan espantosamente guapo que todas las mujeres de la sala lo estaban mirando con deseo.
Le temblaron las piernas.
La primera palabra que le vino a la mente fue «arrogante». La segunda, «arrollador».
Sus ojos Ambarinos brillaban con fuerza mientras la observaba con perturbador interés y le tendía una copa. ¿Qué tenían las chaquetas de los trajes de noche, pensó, que convertían a los hombres en dioses? Aunque aquel hombre no necesitaba la ayuda de ropa buena para destacar. Habría tenido buen aspecto con cualquier cosa, o con nada. También era la clase de hombre que no la habría mirado dos veces en circunstancias normales.
Una súbita explosión de calor sensual se apoderó de su cuerpo, deslizándose desde la pelvis a los muslos. Él no la había tocado. Ni siquiera le había estrechado la mano. Y sin embargo...
«Peligroso» fue la palabra que finalmente la llevó a dar un paso hacia atrás.
—Creí que conocía a todos los invitados de la lista, pero está claro que me equivoqué —el hombre hablaba con una confianza en sí mismo que era la herencia natural de los ricos y poderosos. Tenía la voz seductora y suave, y alzó una de sus oscuras cejas en espera de que ella se presentara.
Kagome estaba todavía tratando de comprender la reacción de su cuerpo, e ignoró la pregunta que le hacían sus ojos. No estaba por la labor de presentarse, principalmente porque no estaba en la lista de invitados. Era poco probable que alguien la invitara a un evento de aquellas características.
Lo observó durante un instante, examinando la perfección de su estructura ósea y la indolente burla de sus ojos. La estaba mirando como miraba un hombre a una mujer a la que quisiera llevarse a la cama, y durante un instante, Kagome se olvidó de respirar.
«Definitivamente peligroso».
La química que había entre ellos era tan intensa y tan inexplicable que se sentía sofocada y caliente.
El sentido común le decía que aquél era el momento de soltar una excusa elegante y seguir avanzando. No podía permitirse coquetear con nadie, porque eso atraería la atención sobre ella.
—Sin duda eres un hombre al que le gusta tener el control de su hábitat.
—¿Lo soy?
—Si esperas conocer a todos los invitados de la lista, entonces sí. Eso sugiere una necesidad de ejercer el control, ¿no crees?
—O tal vez sólo sea selectivo respecto a la gente con la que quiero pasar mi tiempo.
—Lo que significa que prefieres lo predecible a lo posible. Conocer a todo el mundo limita las posibilidades de sorprenderse.
Los ojos ambarinos de Inuyasha brillaron apreciando lo que veía y escuchaba.
—No soy fácil de sorprender. Según mi experiencia, lo posible se convierte casi siempre en lo probable. La gente es predecible hasta el aburrimiento —su boca formaba una curva sensual, y Kagome supo, sencillamente, lo supo, que aquel hombre sabría todo lo que había que saber sobre cómo besar a una mujer.
Durante un instante, la imagen de su hermosa y oscura cabeza inclinándose sobre ella le resultó tan real que no fue capaz de responder. Los ojos de aquel hombre se dirigieron hacia su boca, como si estuviera imaginando una fantasía similar.
—¿Cómo? ¿No me lo discutes? ¿No quieres demostrar que estoy equivocado? —Inuyasha deslizó la mirada por el escote curvilíneo de su vestido y la dejó un instante detenida en su estrecha cintura—. Dime algo de ti que pueda sorprenderme.
Todo lo relacionado con ella le sorprendería.
Su pasado. Su verdadera identidad. El hecho de que no fuera quien se suponía que era.
—Estoy muerta de hambre —dijo con sinceridad, y él se rió con ganas.
El sonido hizo que varias cabezas se giraran en su dirección, pero a él no pareció importarle.
—¿Eso es lo más sorprendente de ti?
Kagome miró a su alrededor y descansó la mirada sobre la imposible delgadez de la mujer que tenía más cerca.
—Admitir que te gusta la comida con este tipo de gente sorprende mucho.
—Si tienes hambre, entonces debes comer —Inuyasha levantó una mano para atraer la atención de un camarero con la natural seguridad en sí mismo de alguien acostumbrado a estar al mando. Kagome lo observó con envidia, deseando poseer aunque fuera una fracción de su desenvoltura.
—Creí que los canapés eran de mentira.
—¿Pensabas que su propósito era poner a prueba el control de los invitados?
—Si es así, entonces creo que voy a suspender ese examen —sonriendo al camarero, Kagome le dio el vaso vacío y amontonó varios canapés en la servilleta, resistiendo la tentación de agarrar la bandeja entera y vaciar su contenido en el bolso para más tarde—. Gracias. Tienen un aspecto delicioso —el camarero hizo una reverencia y se retiró.
—Y dime, ¿por qué tienes tanta hambre? —El hombre le miró el cabello—. ¿No has comido en todo el día porque has estado en la peluquería?
No había comido en todo el día porque había hecho doble turno sirviendo comida a otras personas. Y porque no tenía sentido gastarse el dinero en comida cuando iba a haber un cóctel gratis.
—Algo así —deslizándose un trocito de pastel caliente en la boca, Kagome hizo un esfuerzo por no gemir de placer cuando la textura y el sabor le hicieron explosión en el paladar—. Están deliciosos. ¿No quieres probar uno?
Él hombre tenía los ojos clavados en sus labios, y aquella conexión tan simple bastó para encenderle a Kagome un fuego alrededor de la pelvis. Estaban en un salón de baile lleno de gente. Entonces, ¿por qué sentía como si se encontraran los dos solos?
Sonrojándose, se dio cuenta de que necesitaba en serio, pero muy en serio, marcharse de allí. Pero en aquel momento, el hombre le agarró un canapé de la servilleta y el gesto le resultó extrañamente íntimo. Kagome se estaba preguntando cómo comer podía llegar a resultar tan íntimo cuando él le sonrió, y fue una sonrisa tan irresistiblemente sexy que no pudo hacer otra cosa más que sonreír a su vez.
—Tienes razón, están deliciosos —el hombre alzó una mano y le quitó suavemente una miga de la comisura de los labios—. Hasta el momento, lo único que sé de ti es que te gusta comer y que no te pasas la vida obsesionada por tu figura. ¿Vas a darme más pistas?
—¿Por qué?
—Me gustaría que te presentaras.
Ella sintió que le daba un vuelco el corazón.
—Si yo te digo mi nombre, tú tendrás que decirme el tuyo, y es mucho más divertido si seguimos siendo dos extraños.
El guardó silencio durante un instante.
—¿No sabes quién soy?
La gente había empezado a mirarlos abiertamente, y Kagome sintió una punzada de pánico. ¿Podrían ver algo a través del vestido rojo y el maquillaje? Sentía como si llevara la palabra «impostora» escrita en la frente con letras mayúsculas. Con mano temblorosa, dio otro sorbo a su champán.
—Ya estás otra vez encasillando. Está claro que ves a las mujeres como una masa homogénea, todas con las mismas características.
—La mayoría de las mujeres que conozco forman parte de esa masa homogénea —aseguró él con sarcasmo, y por un instante, Kagome olvidó que había gente mirándolos y lo observó con curiosidad, preguntándose qué le habría sucedido en la vida para soltar semejante comentario.
Era guapo, sí, pero también había en él una cierta dureza. Una cascara protectora que no parecía de fácil acceso. Tal vez la había reconocido porque ella había desarrollado una cascara parecida.
—Quizá te muevas en los círculos equivocados. O quizá tengas algo que atrae a un tipo de mujer en particular.
—Puede que se trate de mi cartera —tenía una sonrisa insoportablemente sexy, y Kagome estaba cautivada por el inesperado toque de humor que brillaba bajo su sofisticado exterior.
De hecho, estaba disfrutando tanto de aquella conversación que no veía el momento de ponerle fin, aunque sabía que debía hacerlo. Hablar con él le había devuelto la confianza en sí misma que necesitaba. La hacía sentirse bella, y la atracción que había entre ellos era algo que no había experimentado nunca antes.
—Entonces supongo que es por eso por lo que nos mira todo el mundo —dijo a la ligera—. Se están preguntando cuándo voy a echarte la mano al bolsillo para robarte.
Sin previo aviso, él alzó la mano y se la pasó lentamente por la curva de la mandíbula con expresión pensativa.
—Los hombres te miran porque eres la mujer más hermosa de toda la sala.
Aquel inesperado cumplido la dejó sin respiración.
—¿De veras? —Kagome hizo un esfuerzo por mantener un tono ligero—. Entonces, ¿por qué no están haciendo cola para sacarme a bailar?
—Porque estás conmigo —lo dijo con naturalidad, pero su tono encerraba una nota de acero que dejaba fuera cualquier intento de competición.
«Posesivo», pensó para sus adentros tratando desesperadamente de no pensar en el escalofrío de emoción que le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica.
Era el hombre más seguro de sí mismo que había conocido en su vida, y quedaba completamente fuera de su alcance. Estaba jugando con fuego coqueteando así, sabía que debía marcharse de allí antes de que la situación se complicara más.
Antes de que sus mentiras le explotaran en la cara.
Pero Kagome no podía moverse. Se sentía más viva que nunca.
—Eso no explica por qué me miran las mujeres.
El brillo de los ojos del desconocido sugería que aquella observación le resultaba ridículamente ingenua.
—Las mujeres te miran porque temen por sus hombres. Eres una seria competidora. Y están intentando averiguar qué diseñador es el responsable de tu maravilloso vestido.
—Este vestido es único, diseñado especialmente para mí —aseguró sin mentir—. Y tengo la sensación de que las mujeres me miran porque estoy hablando contigo.
Y no podía culparlas por ello. Aquel hombre incitaría a los celos donde quiera que fuese.
Cortaba la respiración de lo guapo que era, y Kagome se preguntó fugazmente por su nacionalidad. No era francés y no parecía ingles. Y su inglés era perfecto, producto de una educación de primera clase. Ante aquella inquietante idea, sus inseguridades volvieron a cobrar vida y se divo que recordar que, al menos en aquellos momentos, aquel hombre estaba con ella.
Sí, estaban rodeados de mujeres delgadas como palos y modelos impresionantes. Pero era a ella a quien sonreía. Y Kagome no se esforzó siquiera en disimular el pequeño destello de triunfo que acompañó a aquella certeza.
Tal vez sí había valido la pena ir, después de todo, aunque sólo fuera para vivir aquel momento perfecto.
En una sala abarrotada con la flor y nata de la sociedad, la había escogido a ella.
Sabiendo eso, ¿no iba siendo hora de que dejara sus inseguridades en el pasado.
—No me están mirando a mí —el hombre dejó caer la mano a un lado. En sus ojos se reflejaba un brillo cínico—. Y si me están mirando, no es a mí a quien ven. Están comprobando el tamaño de mi cartera.
Kagome se rió, y se contuvo para no señalar que aunque no hubiera tenido un céntimo, las mujeres seguirían mirándolo.
—Si eres tan rico que las mujeres no pueden ver más allá de tu cartera, entonces hay una solución clara —con los ojos brillantes, Kagome se puso de puntillas para susurrarle al oído—. Regala todo tu dinero.
Él giró levemente la cabeza, de modo que sus labios casi le rozaron la mejilla.
—¿Crees que debería hacerlo?
Olía de maravilla, pensó Kagome mareada colocando una mano en su hombro para estabilizarse.
—Eso haría que las mujeres dejaran de encasillarte como un hombre rico y disponible.
—¿Cómo sabes que estoy disponible?
Sintiéndose completamente perdida, Kagome dio un paso atrás mientras decidía con pesar que ya había llegado el momento de terminar con aquella conversación y con aquel hombre.
—Porque si no lo fueras, alguna mujer celosa me habría clavado ya un cuchillo en la espalda.
Inuyasha deslizó la mirada hacia su boca:
—Entonces, ¿me aconsejas que me desprenda de mi dinero?
—Absolutamente. Sólo así podrás estar seguro de las motivaciones de una mujer.
Los músicos comenzaron a tocar las seductoras y poderosas notas de un tango, y Kagome cerró los ojos durante un instante, deseando que no hubieran escogido justo aquel momento para tocar esa pieza.
Le recordaba a Buenos Aires.
Había pasado dos meses viajando por Argentina, y le encantaba la música de América del Sur.
El ritmo le resultaba tan familiar que su cuerpo se movió instintivamente, y un instante después alguien le quitó la copa de la mano y sintió que su misterioso compañero le deslizaba una mano por la espalda y la atraía hacia sí. Tanto que si el baile no hubiera sido un tango, habrían llamado la atención.
¿Qué haces? —preguntó abriendo mucho los ojos.
—Bailar. Contigo.
—No me lo has pedido.
—Nunca hago una pregunta cuando ya conozco la respuesta. Es una pérdida de tiempo.
—Arrógante—murmuró ella, y Inuyasha sonrió lentamente.
—Seguro de mí mismo.
—Demasiado confiado —riéndose, Kagome ladeó la cabeza y lo miró—. Podría haberte dicho que no —sentía el calor de su mano en la piel desnuda de la base de la columna vertebral, y aquel contacto le produjo espirales de calor por todo el cuerpo.
—No me habrías dicho que no.
Y tenía toda la razón. No habría sido capaz de decirle que no a aquel hombre.
Aquella música estremecedora y sensual los rodeó y Kagome fue consciente del poder y la fuerza de su cuerpo apretado contra el suyo.
Inuyasha entrelazó la mano con la suya y la atrajo todavía más hacia sí, hasta que Kagome sintió que no había una sola parte de su cuerpo que no lo estuviera rozando. Era tan consciente de su contacto que no podía respirar. Se sentía sofocada y seducida al mismo tiempo, intoxicada y drogada por la poderosa química que había surgido entre ellos desde el momento en que se encontraron.
Lo que estaban haciendo ya no era bailar. Era... ¿una exploración sexual?
El cuerpo de Kagome se deslizó por el suyo, su pierna siguió la de él y Inuyasha le puso las manos en las caderas. Se movía con una confianza y una sensualidad innatas que no dejaba lugar a dudas: Aquel hombre era un amante extraordinario. Para alguna mujer afortunada. Una mujer que nunca sería como ella.
Pero por el momento, sólo por el momento, era suyo. Y pensaba aprovechar el momento al máximo.
Bailaron pegados, mirándose a los ojos, con las respiraciones entrecortadas. El calor y su química convirtieron su baile en algo parecido a un ritual de apareamiento.
Kagome dejó de percibir al resto de las personas de la pista de baile, y de pronto sólo estaban ellos dos, sus cuerpos se movían juntos en perfecto entendimiento mientras ejecutaban algo más profundo y complejo que unos pasos de baile. Era algo erótico, pasional y profundamente íntimo.
¿Cómo era posible que se sintiera así al lado de un hombre al que nunca había visto y al que no volvería a ver?
Tal vez aquélla fuera la razón, pensó gimiendo ligeramente mientras se movía. Como no iba a volver a verlo nunca, podía dejarse ir y divertirse.
Por una noche, sería la compañera de baile de aquel hombre. Y bailar con él era vergonzoso, pecaminoso y no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Su cuerpo y su mente se trasladaron a otro lugar completamente distinto, y cuando la música cambió finalmente de ritmo, Kagome tardó unos instantes en regresar a la realidad. Se quedaron mirándose el uno al otro durante un instante interminable, y luego él la soltó y dio un paso atrás.
Había un brillo extraño en sus ojos oscuros cuando la miró.
—Voy a buscar algo de beber —su tono era claramente más frío de lo que había sido cuando bailaron.
Se marchó de allí, y Kagome parpadeó varias veces, desorientada por aquel repentino cambio de actitud. Un instante antes estaban en otro mundo, los dos solos, y ahora...
Kagome aspiró con fuerza el aire para tratar de asentar la reacción de su cuerpo. Parecía enfadado. Pero... ¿por qué había de estarlo? Era él quien había decidido bailar con ella, y no al revés. Y no le había pisado ni nada por el estilo. Estaba preguntándose qué podría haber provocado semejante cambio de actitud cuando se le acercó una mujer.
—Soy Rin Killington-Forbes —hablaba con el inglés cadencioso de la clase alta, y la sonrisa de sus labios no le llegaba a los ojos—. Me resultas familiar, ¿nos conocemos?
Oh, sí, claro que se conocían.
A Kagome comenzaron a temblarle las piernas al ver que se le caía el disfraz. Se sentía desnuda y expuesta, su pasado ya no estaba bien oculto, sino que se alzaba como un demonio maligno. Iba a morirse de vergüenza y de humillación, allí mismo, en aquel lugar, y...
—No habla mucho inglés Rin. Le he dicho que se quedara conmigo y no diera vueltas por ahí, pero nos hemos perdido —aquel acento fuerte provenía directamente de su espalda, y Kagome se giró y se encontró con un hombre al lado.
Tendría unos setenta años, pero seguía siendo ridículamente guapo, y tenía una mirada amable y sonriente. Le dijo algo en un idioma que no entendió y luego le agarró una de sus frías manos entre las suyas para colocársela firmemente en el brazo.
—¿Hay algo que quieras decirle Rin? —sus ojos perdieron algo de su calor cuando miraron a su acosadora—. Puedo intentar traducírselo, si quieres.
La mujer apretó ligeramente los labios.
—No parecía tener ningún problema para comunicarse con Inuyasha.
El hombre sonrió.
—Por si no te has dado cuenta, utilizan un medio de comunicación completamente distinto.
Los celos brillaron en los ojos de la otra mujer cuando se giró de nuevo hacia Kagome.
—Bien, te deseo suerte en tu relación. Tal vez tu incapacidad de comunicación sea un punto a tu favor, porque de todas maneras, Inuyasha nunca espera que sus mujeres hablen.
Todavía paralizada por el horror de que Rin la hubiera reconocido, Kagome observó aliviada que la otra mujer se marchaba, al parecer sin poder recordar su nombre ni de qué la conocía exactamente.
—Estás temblando —la voz del hombre era muy dulce, y Kagome se colgó de su brazo tratando de recuperarse. Deseando con todas sus fuerzas que su compañero de baile no escogiera aquel momento para reaparecer, hizo varias respiraciones.
—¿Cree... podría quedarse aquí conmigo un minuto? —Le falló la voz—. No quiero quedarme sola justo ahora.
—No estás sola —la mano del anciano cubrió la suya, y ella sintió que su calor le calentaba el frío de los huesos.
—Gracias —susurró Kagome. Estaba tan agradecida por su intervención que estuvo a punto de abrazarlo—. No sé por qué lo ha hecho, pero nunca lo olvidaré.
Ha sido increíblemente amable. ¿Cómo sabía que necesitaba que me rescataran?
—Cuando esa mujer se acercó a ti, te pusiste blanca. Pensé que ibas a desmayarte. No te cae bien, ¿verdad?
—Bueno, yo...
—No te sientas avergonzada. A mí tampoco me cae bien —aseguró el hombre con firmeza—. Nunca he podido soportarla. Me pregunto por qué la han invitado.
Kagome recordó el espanto de sus días de colegio.
—Su padre es muy rico.
—¿De veras? Pues está claro que no se ha gastado el dinero dando de comer a su familia —el anciano emitió un sonido de desagrado—. Al mirarla, uno pensaría que ha pasado hambre desde que nació.
A pesar de su inseguridad, Kagome no pudo evitar reírse. El anciano no sólo era amable, sino también divertido. Lo miró con curiosidad, pensando que le recordaba a alguien.
—Será mejor que me vaya —Kagome hizo amago de marcharse, pero él la sujetó del brazo.
—Si te marchas, entonces pensarán que han ganado —le dijo en voz baja—. ¿Es eso lo que quieres?
Ella se quedó muy quieta, preguntándose cómo sabía lo que estaba sintiendo.
—Todo el mundo me está mirando...
—Entonces, sonríe —le ordenó el anciano con calma—. Levanta la barbilla y sonríe. Tienes tanto derecho a estar aquí como ellos —sin darle opción a discutir, la guió hacia dos sillas vacías—. Siéntate aquí un momento y hazle compañía a este viejo solitario. Odio estas cosas. Siempre me siento fuera de lugar.
—Eso no puede ser verdad. Parece tan seguro de sí mismo como todos aquí.
—Pero las apariencias engañan, ¿verdad? —su amable comentario le hizo saber a Kagome que estaba al tanto de lo incómoda e insegura que se sentía.
Su inusual perspicacia debería haber preocupado a Kagome, pero no lo hizo. Lo único que sentía era una profunda gratitud. No sólo la había rescatado de una situación potencialmente embarazosa, sino que además ahora fingía que sus miedos e inseguridades no tenían nada de extraordinario.
—¿Por qué está siendo tan amable conmigo?
—No soy amable. Odio estos eventos. No puedes culparme por entretenerme con la mujer más guapa de la sala.
Kagome deseó que le dejaran de temblar las manos.
—Si los odia, ¿por qué ha venido?
—Para complacer a mi hijo. Está preocupado porque últimamente no salgo mucho.
—En ese caso, no querrá verle perdiendo el tiempo conmigo —y ella debería marcharse. Antes de que Rin recordara quién era.
—Ese baile... —el anciano miró hacia ella entornando los ojos con picardía—, era como estar viendo a una sola persona. El ritmo era perfecto, la química que había entre vosotros... sólo los amantes pueden bailar así un tango argentino.
¿Amantes?
Kagome abrió la boca para decirle que ni siquiera sabían el nombre del otro, pero decidió que sería embarazoso admitir que había bailado así con un perfecto desconocido.
¿Cómo le había llamado el anciano? ¿Inuyasha?
Así que en algo no se había equivocado: definitivamente, no era inglés. ¿Qué se sentiría al ser amada por un hombre así?
—E incluso ahora no puedes dejar de pensar en él, ¿verdad?
El anciano parecía complacido.
—Compartís algo profundo. A él le importas. Lo he visto con mis propios ojos. El modo en que te miraba. El modo en que tú lo mirabas a él. La manera en la que os movíais juntos, como si no hubiera nadie más en la sala. El cuerpo dice más cosas que las palabras. Al veros he sabido que vuestra relación es seria.
Su observación la sacó de sus ensoñaciones.
—Bueno, no exactamente...
—No tienes que tener secretos conmigo. Podría ser tu padre por mi edad, pero eso no significa que haya olvidado lo que es estar enamorado. Quiero saber cómo te sentiste la primera vez que lo viste. ¡Cuéntamelo!
Kagome vaciló y luego sonrió, atraída por la amabilidad de sus ojos. Aquello era extraño, pensó. No hacía amigos con facilidad, y sin embargo, tras pasar sólo cinco minutos en su compañía, habría dado la vida por aquel hombre.
—Pensé que era impresionante —dijo con sinceridad—. Encantador, inteligente y, sorprendentemente, se podía hablar fácilmente con él.
—¿Y sexy?
—Oh, sí. Mucho —Kagome bajó la voz, temerosa de que la gente que había alrededor pudiera oírlos—. Nunca me he sentido tan atraída por nadie en toda mi vida.
El anciano asintió satisfecho.
—Lo sabía. Y estás loca por él, ¿verdad?
—Bueno —Kagome se encogió de hombros con impotencia—. Sí. Pero no nos conocemos precisamente desde hace...
—¡O está bien o está mal! Esos compromisos tan largos... no tiene sentido. Si un hombre y una mujer están bien juntos, lo están desde el principio, no después de seis meses ni de seis años.
Algo perturbada por el comentario, Kagome lo pensó durante un instante. ¿Bien juntos? Difícilmente. Si el hombre era tan rico como ella sospechaba, entonces no podía pensar en dos personas que pegaran menos. Kagome nunca se sentiría cómoda en su mundo. Y él no la querría en el suyo. Si sabía quién era, se uniría a la gente que miraba en el patio del colegio.
Rechazando aquel pensamiento, miró al hombre que tenía al lado. Le recordaba muchísimo a alguien.
—Entonces, ya que es usted un experto en lenguaje corporal, ¿puede decirme por qué parecía tan enfadado? —Kagome se preguntó por qué le estaría haciendo semejante pregunta a un perfecto desconocido. Pero no le parecía un extraño, y hablar con él le resultaba lo más natural del mundo.
—Eso es muy fácil de contestar. A ningún hombre le gusta admitir que se ha enamorado total y completamente de una mujer. A mí me pasó lo mismo cuando conocí a mi mujer. Luché durante semanas. Amar a una mujer hace vulnerable a un hombre, y a los hombres fuertes no les gusta ser vulnerables. Yo me resistí a ella.
—¿Y qué hizo su mujer para ganar?
—Hizo lo que hacen siempre las mujeres cuando quieren algo. Hablan, hablan y hablan hasta que la resistencia del hombre acaba en el suelo.
Kagome se rió.
—¿Siguen ustedes juntos?
—Tuvimos cuarenta años —la sonrisa del hombre se desvaneció—. Murió hace quince años, y nunca he conocido a nadie que le llegue a los tobillos. Pero no he dejado de intentarlo. Y todavía recuerdo lo que se siente al deslizarse por una pista de baile.
Conmovida por la emoción de su voz, Kagome se puso de pie siguiendo un impulso y estiró las manos.
—Demuéstremelo —ladeó la cabeza y escuchó la música—. Es un vals. ¿Sabe bailar el vals?
El anciano se rió encantado.
—¿Quieres que baile un vals contigo?
—¿Qué tiene de gracioso?
—Tengo setenta y tres años.
—No hay otro hombre en la sala con el que preferiría bailar.
—Entonces eres una mujer valiente, porque Inuyasha es extremadamente posesivo. No le hará ninguna gracia verte conmigo en la pista de baile. Pero ahora veo por qué tú has triunfado donde tantas otras han fracasado. Estoy seguro de que es esa maravillosa alegría tuya lo que te hace diferente a todas las demás.
—¿A todas las demás? —Kagome frunció el ceño—. ¿Quiénes son todas las demás?
—Todas las demás mujeres que han aspirado a estar donde tú estás esta noche. A su lado. En su corazón —los ojos del anciano se empañaron y Kagome sintió un nudo en el estómago.
—¿Lo conoce usted bien? No mencionó que lo conociera tanto.
—Si lo hubiera hecho, tal vez no hubieras hablado con tanta libertad, y eso habría sido una lástima. Ha sido una conversación de lo más clarificadora.
El anciano seguía sonriendo todavía, y en aquel momento, Kagome vio que su compañero de baile se acercaba. Su bello rostro tenía una expresión sombría y amenazadora.
Se detuvo delante de ella con sus hombros anchos y poderosos. Un ceño adusto se reflejó en sus cejas oscuras cuando los vio agarrados de la mano.
Kagome retiró al instante las manos y el corazón comenzó a latirle con fuerza. ¿Por qué la miraba de aquel modo? El hombre con el que estaba sentada era claramente un señor maduro. ¿Qué razón podría haber para aquella furia que brillaba en los ojos de su guapísimo compañero de baile?
No era posible que estuviera celoso. Eso resultaría demasiado ridículo.
Kagome no sabía qué decir, así que se limitó a quedarse sentada aguantando la respiración, esperando a que él hablara.
Una expresión de profunda desaprobación se asentó en su rostro mientras miraba a los dos y finalmente, tras lo que pareció una eternidad, estiró los hombros y habló.
—Veo que ya haz conocido a mi padre.

El Implacable Griego Donde viven las historias. Descúbrelo ahora