2. KIKYO???

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Kagome sirvió al grupo de turistas que estaban sentados a la mesa y luego se dejó caer en una de las sillas de la mesa de al lado, mirando fijamente una taza de café vacía.
No importaba el tiempo que hubiera transcurrido, todavía se sentía fatal, espantosamente avergonzada. Y triste. Muy, muy triste. Como si hubiera perdido algo especial que nunca podría recuperar. ¿Qué le estaba pasando?
Habían transcurrido dos semanas desde el baile. Dos semanas desde que se coló en el evento social más prestigioso del año.
¿Por qué no podía olvidarlo y seguir adelante?
¿Por qué no podía olvidarle a él?
Sin pensar, deslizó la mano en el bolsillo de la falda y tocó el trozo de periódico desgarrado que llevaba consigo desde hacía dos semanas. Había tocado y mirado la foto tantas veces que estaba arrugada y a punto de romperse. Ahora deseaba haber comprado cien copias del periódico y haberlas guardado, para que cuando fuera viejecita pudiera recordar aquella noche perfecta.
Aquel hombre perfecto.
El recuerdo de aquel baile todavía la hacía estremecerse. La química que había surgido entre ellos había sido la experiencia más asombrosa y excitante de su vida. Incluso ahora, cuando recordaba la seductora e intoxicante sensación de su cuerpo contra el suyo, le subía el ritmo cardíaco.
Pero no había sido sólo la química lo que la retuvo n su lado mucho tiempo después del momento en el que debía haber escapado. Le había caído bien. Le habían gustado sus agudas observaciones, su inteligencia y su mordaz sentido del humor.
Inuyasha Zouvelekis.
Gracias al artículo que tenía en el bolsillo, ahora sabía exactamente quién era.
Multimillonario y filántropo. Multimillonario y filántropo griego. Griego, por supuesto. Las pistas habían estado allí todo el tiempo. Tenía el cabello negro y brillante como las aceitunas, y su piel bronceada hablaba de una vida vivida bajo el cálido sol del Mediterráneo.
Se había enamorado de un multimillonario griego conocido tanto por su soltería como por su increíble éxito en los negocios. Y para ella, el cuento de hadas acababa allí... Porque no podía haber escogido un hombre menos conveniente ni adrede.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y parpadeó rápidamente. Pensó que aquello era una ironía. Cualquier otra mujer habría considerado a Inuyasha Zouvelekis el hombre más adecuado del planeta. Cualquier otra mujer habría sabido al instante quién era.
Pero ella no. No tenía ni la más remota idea. Si la hubiera tenido, tal vez se hubiera marchado antes. Y hubiera buscado un hombre distinto del que enamorarse.
Kagome dejó escapar un suspiro impaciente. ¡Nadie se enamoraba con tanta facilidad! Eso nunca pasaba. Lo que ella sentía no era amor. Era sólo... sólo...
Se pasó la mano por la cara para intentar recomponerse. Lo cierto era que no terminaba de comprender lo que sentía, pero ojalá dejara de sentirlo, porque estaba acabando con ella. Y en cualquier caso, lo que sintiera por él resultaba irrelevante, porque Inuyasha había dejado muy claro lo que pensaba de ella. Estaba muy, muy enfadado.
De alguna manera, no sabía cómo, estaba claro que había descubierto que no la habían invitado al baile. Kagome se cubrió la cara con las manos y sacudió la cabeza para tratar de aliviar aquel vergonzoso recuerdo. Recordar su tono de voz duro y helado provocaba que le dieran ganas de desaparecer bajo tierra. ¿Qué la había llamado? Codiciosa, sin escrúpulos y mentirosa. Y tal vez se lo mereciera. Después de todo, había sido deshonesto utilizar una entrada que no era suya.
Llamarla codiciosa y sin escrúpulos había estado un poco fuera de lugar, pero, dado el escandaloso precio de las entradas, entendía lo que debió de pensar de ella.
Y para empeorar las cosas, llegó ese momento en el que el padre de Inuyasha expresó su felicidad porque su hijo tuviera por fin una relación de amor.
Al recordar la mirada de furiosa incredulidad que había transformado las hermosas facciones de Inuyasha en un gesto intimidatorio, Kagome se hundió más en el asiento.
Aquél había sido el mayor error de todos, contarle sus sueños y sus fantasías al anciano que la había ayudado tanto. Pero lo había adorado nada más verlo, y él había sido de lo más amable con ella, tan cercano y simpático... Casi como una figura paterna, aunque ella no sabía cómo era un padre. En lo que a ella se refería, se trataba de una especie extinta.
Tal vez por eso se había sentido atraída hacia él. El padre de Inuyasha. Kagome gimió. De todos los hombres que había en la sala, ¿por qué había tenido que escogerlo a él para que escuchara sus fantasías?
Diciéndose con firmeza que aquello formaba parte del pasado, que tenía que olvidarlo, Kagome estiró los hombros y trató de pensar en el futuro con optimismo.
Estaba claro que no podía quedarse en París. Necesitaba viajar a algún lugar remoto. Un lugar donde no tuviera la más mínima oportunidad de cruzarse con ningún griego enfurecido. ¿El Amazonas, tal vez? ¿O quizás el Himalaya? Ni siquiera un hombre con un negocio tan globalizado tendría oficina en Nepal, ¿verdad?
Kagome se quedó sentada un instante más, tratando de recuperar algo de entusiasmo para dar el siguiente paso.
Resultaba excitante ser capaz de viajar a cualquier parte y ser cualquier persona. Tenía suerte de ser libre de tomar las decisiones que quería tomar. ¿Cuántas personas no tenían ni una sola atadura? La mayoría de la gente poseía trabajos que restringían sus movimientos, o familias en las que pensar. Ella no tenía nada de eso.
No tenía familia a la que rendirle cuentas. A nadie le importaba lo que hiciera. Al día siguiente podía cambiar de continente sin tener que pedirle permiso a nadie, y podía ser cualquier persona que deseara ser. Kagome esperó a escuchar el habitual zumbido de emoción que surgía ante la posibilidad de volver a reinventar se una vez más, pero no ocurrió nada. En lugar de excitación por la aventura, estaba hundida.
Sentía como si hubiera perdido algo, y no entendía por qué tenía que sentirse así.
¿Qué había perdido?
—¡Kagome! —La voz del dueño del café atravesó aquellos vergonzosos recuerdos como un cuchillo afilado—. ¡No te pago para que descanses! Tenemos clientes. Así que ponte de pie y atiéndelos. Es la última advertencia que te hago.
Kagome se puso de pie y se dio cuenta con vergüenza de que se había sentado a la mesa que se suponía que tenía que limpiar.
Con las mejillas sonrosadas, recogió rápidamente la taza sucia y los dos vasos vacíos y corrió a la cocina.
—Más trabajo y menos ensoñaciones o me buscaré otra camarera —el francés bajito y regordete le dirigió una sonrisa desagradable mientras miraba abiertamente el perfil de sus pechos bajo la blusa blanca—. A menos que quieras presentarte candidata a otro puesto...
Kagome alzó los ojos hacia los suyos. Aquel comentario le provocó una respuesta tan violenta que ella misma se asombró. Tardó un instante en poder hablar.
—Búsquese otra camarera —dijo con brusquedad—. Yo me despido.
Y para reforzar su decisión, se quitó el ridículo delantal que se veía obligada a llevar sobre la camisa blanca y la falda negra. El dueño del café pensaba que eso atraía a los clientes. Y así era. Pero se trataba del tipo de clientes que Kagome hubiera querido evitar. Arrugó el delantal con odio y se lo aplastó en las manos, sin molestarse siquiera en pedirle el dinero que le debía.
El dinero no le importaba.
Lo único que quería era largarse de allí. Lo cierto era que Kagome, la camarera, era un papel que nunca le había funcionado bien. Ni tampoco Kagome la sirvienta ni Kagome la cantinera.
Se sintió presionada por la oscuridad de su pasudo, y corrió hacia la puerta. Necesitaba desesperadamente estar fuera y sentir el calor del sol de París.
El dueño del café le estaba soltando una perorata en francés fluido, pero Kagome le ignoró y corrió literalmente hacia fuera. Se mudaría. Viajaría a algún lugar exótico donde no conociera a nadie.
Tal vez Egipto. Podría ver las pirámides y nadar en el mar Rojo...
Tranquilizándose un tanto, dejó atrás el café sin volver la mirada y comenzó a caminar por el ancho bulevar que desembocaba en la Torre Eiffel. Los árboles estaban cargados de hojas, y las fuentes echaban burbujas y espuma cuyo frescor aliviaba el aire cálido.
Era la hora de comer, y los turistas se mezclaban con las elegantes madres parisinas que habían sacado a pasear a sus bebés. Una niña rubia se tropezó y cayó al suelo, y su madre acudió al instante a su lado para estrecharla entre sus brazos.
Kagome las observó un instante, y luego inclinó la cabeza y apretó el paso, ignorando la punzada de envidia que la destrozó por dentro.
Tenía veinticuatro años, era demasiado mayor para envidiarle a una niña su madre.
Caminó más deprisa todavía, esquivando a un grupo de adolescentes que daba vueltas en círculos con sus patines. Se reían unos de otros, y su natural camaradería la hizo sentirse todavía más melancólica.
Ninguno de ellos parecía inseguro ni fuera de lugar. Todos parecían estar en su sitio.
Frente a ella se erguía gigantesca la Torre Eiffel, pero Kagome no le dirigió ni una sola mirada. En los dos meses que había estado en París, ni una sola vez se había unido a las masas que se apiñaban en largas colas para subir hasta arriba. Ella había evitado los circuitos turísticos tradicionales y había optado por descubrir el París oculto. Pero había llegado el momento de seguir adelante.
Se limitó a caminar sin importarle el destino final, estaba decidida a disfrutar de sus últimos momentos en aquella ciudad a la que había llegado a querer.
Finalmente llegó al río Sena, y se detuvo un instante en el embarcadero para observar el modo en que el sol se reflejaba en el agua. Luego cruzó el río y se dirigió hacia la Rué du Faubourg Saint-Honoré, donde estaban las tiendas de moda. Aquella zona era el corazón del diseño y la moda parisinos: Chanel, Lanvin, Yves St. Laurent, Versace... todos estaban allí. Kagome se detuvo ante un escaparate, le había llamado la atención el vestido que exponía. Su cerebro memorizó automáticamente el corte y la línea.
¿Por qué estaría dispuesta la gente a pagar esas escandalosas cantidades de dinero por algo tan sencillo?, pensó. Un trozo de tela y una bobina de hilo de algodón conseguirían el mismo producto por una fracción de lo que costaba.
El vestido que se había hecho para el baile fue un rotundo éxito, y nadie pareció darse cuenta de que se trataba de una vieja pieza de cortina.
El sonido grave de un motor poderoso la desconcentró, y miró hacia atrás mientras un brillante Lamborghini negro se detenía en la calzada.
Kagome sintió que le daba un vuelco el corazón, y lentamente, el mundo que la rodeaba se fue desvaneciendo. No se dio cuenta de que otras mujeres se habían girado también paramirar, sin importarles tampoco la cacofonía de cláxones mientras los demás conductores protestaban.
Ella conocía aquel coche.
Lo había visto hacía dos semanas, en el baile al que no había sido invitada.
Pertenecía al hombre con el que se suponía que no debía haber bailado.
El hijo del hombre con el que desearía no haber hablado.
….
Atraído por el brillante cabello negro y las interminables piernas de la mujer que estaba mirando el escaparate, Inuyasha Zouvelekis pisó el freno de golpe y detuvo bruscamente el coche.
Ignorando las cabezas que repentinamente se giraron, se quedó mirando fijamente a la mujer.
¿Sería ella?
¿La habría encontrado por fin, o sólo se estaba haciendo ilusiones?
Parecía distinta. Preguntándose si no habría cometido un error, Inuyasha entornó los ojos y se imaginó a aquella mujer con el cabello recogido en un moño y los brazos y los hombros al descubierto debido al inteligente corte de su vestido de alta costura.

Y entonces sus ojos se encontraron con los suyos, y toda duda desapareció. Incluso a aquella distancia, Inuyasha captó aquel destello azul-zafiro, el mismo color inusual que había atraído su atención la fatídica noche del baile.
Aquellos ojos eran inolvidables.
Por fin la había encontrado. ¿Y dónde si no comprando en uno de los barrios más caros de París?
Aquél era el primer sitio en el que debió decirle a su equipo de seguridad que buscara, pensó Inuyasha con cinismo, preguntándose quién sería el pobre engañado que le habría proporcionado el dinero que sin duda estaba a punto de gastar.
El hecho de haberse visto obligado a buscarla hizo que en su interior se desatara una explosión de ira. Apagó el motor y salió del coche, mostrando la misma indiferencia por los carteles de «no aparcar» que por la boquiabierta audiencia de mujeres que observaban sus movimientos con lujurioso interés.
En aquel preciso instante, Inuyasha no estaba interesado en ninguna mujer excepto en la que lo estaba mirando fijamente, y casi se rió al ver el asombro en sus ojos.
No le sorprendía que le asombrara volver a verlo, teniendo en cuenta el modo en que se habían despedido.
Él también estaba asombrado. En circunstancias normales, seguía su camino evitando a mujeres como ella. Si alguien le hubiera dicho un mes atrás que iba a utilizar todos sus contactos para seguir la pista de alguien cuyo comportamiento le asqueaba, se habría reído.
Pero allí estaba, a punto de alegrarle el día a ella. Gracias a un giro del destino, estaba a punto de darle todo lo que ella había soñado y todavía más. Mientras se acercaba con decisión, Inuyasha se consoló con la certeza de que aunque ella había ganado la primera ronda, la segunda, la tercera y la cuarta serían suyas.
Aquella mujer estaba también a punto de descubrir la verdad que se escondía tras el famoso dicho: «ten mucho cuidado con lo que deseas...».
Ella había dejado perfectamente claros cuáles eran sus deseos, pero Inuyasha estaba convencido de que para cuando hubiera terminado con ella, desearía haber escogido un hombre menos capacitado para defenderse. Inuyasha apretó los dientes, se sentía furioso y frustrado por la posición en la que ahora se encontraba. Sin duda se trataba de la clase de mujer que dedicaba su vida a chuparles la sangre a los que eran mejor que ella. Una mujer sin escrúpulos ni moral. Lo más bajo de lo más bajo, y la certeza de saber que le habían manipulado por primera vez en su vida, no contribuyó a calmar su furia.
Si había una palabra con la que no se definiría, ésa era «crédulo».
La miró directamente, y se sintió poseído al instante por un espasmo de deseo tan poderoso que su cerebro dejó momentáneamente de funcionar.
Era toda una mujer.
Desde la melena negra hasta la generosa potencia de sus senos y la suave curva de su estrecha cintura, era auténtica e indiscutiblemente femenina.
Durante las dos últimas semanas había estado tan enfadado con ella que había olvidado lo increíblemente hermosa que era. Sus atributos no habrían sido valorados en ninguna revista femenina, sus formas eran demasiado femeninas, pero era una mujer con la que cualquier hombre con sangre en las venas soñaría con llevarse a la cama.
Horrorizado consigo mismo, Inuyasha apartó la mirada de ella y trató de concentrarse de nuevo.
Habían transcurrido dos largas semanas, se recordó mientras buscaba una explicación lógica para aquella inapropiada reacción. Dos semanas interminables. Una vez recuperado el control, se atrevió a volver a mirarla. Esa vez vio la culpa reflejada en sus ojos y tuvo que recordarse que la culpa estaba relacionada con la conciencia, y esa mujer no estaba familiarizada con ninguno de los dos términos.
— Kikyo —Inuyasha se veía incapaz de ocultar el desprecio de su tono de voz, y durante un instante ella se lo quedó mirando fijamente con los ojos abiertos de par en par y la expresión desconcertada.
Entonces ella habló con voz ronca y femenina.
—¿Quién es Kikyo?
Era predecible que lo negara, pero Inuyasha no pudo evitar sentir una explosión de ira.
—Ya no estamos jugando a adivinar identidades.
—Pero yo no...
—¡No! —Inuyasha, que había llegado al límite de su capacidad de control, le espetó aquella advertencia y ella retrocedió un par de pasos—. Entra en el coche —estaba demasiado enfadado como para molestarse en galanterías, y vio en los ojos de ella una chispa de pánico.
—Está claro que me confundes con otra persona.
Inuyasha rebuscó en su bolsillo y sacó la prueba.
—No hay ningún error. La próxima vez que quieras pasar de incógnito, no pierdas la entrada.
Kagome se quedó mirando el tique que Inuyasha tenía en la mano, y quedó claro que no supo qué decir.
—Ahora comprendo por qué eras tan reacia a presentarte —Inuyasha observó los distintos estados de ánimo por los que pasaron sus ojos. Consternación. Confusión. ¿Miedo?—. Así que ya que hemos aclarado el asunto de la identidad, podemos irnos.
Ella seguía mirando la entrada.
—¿Ir adonde?
—Conmigo. Hoy es tu día de suerte —Inuyasha se preguntó si sería posible que las palabras pudieran asfixiar a un hombre—. Te ha tocado la lotería.
La joven subió la vista desde la entrada hasta su rostro.
—Sinceramente, no sé de qué estás hablando.
Así que no sólo había ganado aquella ronda, sino que encima pretendía hacerle sufrir restregándoselo por la cara. Estaba tan furioso que si hubiera sido un león, la habría devorado allí mismo y habría dejado su restos para las hienas.
El deseo de marcharse de allí era tan poderoso que tic hecho Inuyasha dio un paso atrás. Pero entonces le vino a la cabeza la imagen de su padre y recordó la razón por la que estaba en aquel momento allí.
Maldiciendo entre dientes, se pasó la mano por la nuca, preguntándose si habría habido alguna mejoría en su estado.
Entonces se recordó que cuanto antes solucionara aquello, antes regresaría a Grecia y podría seguir en persona los progresos de su padre.
—Sube al coche —repitió apretando la mandíbula.
—Tengo que decirte algo importante —sonaba joven y un tanto desesperada, pero Inuyasha estaba demasiado furioso para sentir simpatía por ella.
Sabía por experiencia personal que juventud y codicia podían convivir felizmente.
—No me interesa nada de lo que puedas decirme. Esta vez soy yo quien va a hablar, y no quiero público.
Ella no se movió, y cada vez había más gente rodeándoles.
—No sé de qué tenemos que hablar.
—Lo averiguarás enseguida. A diferencia de ti, yo prefiero que mis asuntos privados sean privados. Vámonos. Mi hotel no está muy lejos de aquí.
—¿Tu hotel? —Ella se quedó petrificada, como si le hubiera soltado el peor de los insultos—. Escoge a otra. Yo no soy de las mujeres que quieren intimar con un hombre en una habitación de hotel. Y menos si ese hombre es un extraño.
Aquella reacción tan digna chocaba de tal modo con lo que Inuyasha sabía de ella, que no supo si reírse o darle un golpe a algo.
—¿Un extraño? —No se molestó en disimular el desdén—. Soy el mismo extraño con el que bailaste, y los dos sabemos dónde nos habría llevado ese baile. Si no hubieras mostrado tu verdadero yo aquella noche, habríamos terminado desnudos en mi habitación del hotel.
Ella abrió los labios para negarlo, pero aunque su boca trató de articular unas palabras, la química que había entre ellos seguía echando chispas.
Mientras se debatía contra el poderoso deseo de romperle el cuello, Inuyasha se distrajo sin querer con la suave y cremosa perfección de su piel y con el modo en que sus generosos senos se le apretaban contra la camisa blanca.
Con razón no había estado concentrado la noche del baile. Aquella mujer era espectacular.
Desesperado consigo mismo, se forzó a volver a mirarla a los ojos.
—Aunque no estuviera al tanto de tu reputación, Kikyo, tu actuación en el baile habría bastado para convencerme de que, además de ser ese tipo de mujer, de hecho tu especialidad es entrar en las habitaciones de hotel de los hombres.
—¿Mi reputación? —parecía asombrada, pero él la miró con gesto de advertencia.
—Ahora que sé quién eres, entiendo por qué te esforzaste tanto en no presentarte. La próxima vez que quieras atrapar a un millonario, cámbiate el nombre.
Ella abrió los ojos de par en par, y Inuyasha olvidó al instante todo lo que quería decir.
Tenía los ojos más hermosos que había visto en su vida. Al estar tan cerca, y gracias al sol de primavera que le iluminaba la cara, se dio cuenta de que el color zafiro tenía flecos verdes, como si un artista enamorado hubiera querido hacer lo posible por aumentar el impacto de aquellos ojos. Y en cuanto a su cuerpo...
Inuyasha apretó los dientes, consciente de que había sido aquel cuerpo lo que había contribuido a la situación en la que ahora se encontraban.
Su comentario había hecho callar a la joven durante un instante, y ahora lo observaba con el pecho subiéndole y bajándole bajo la camisa blanca de encaje. Consciente de que la gente que tenían alrededor estaba escuchando atentamente toda la conversación, Inuyasha le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia él.
—Te voy a dar un consejo gratis —le murmuró suavemente con los labios rozándole la oreja. Sus actos eran los de un amante, pero sus palabras eran las de un agresor, y sintió la repentina tensión del cuerpo de la joven—. Si quieres que un hombre crea que eres una virtuosa, no te pongas una camisa que transparente el sujetador. No es que me queje, a ver si me entiendes. Si tenemos que hacer esto, más nos vale disfrutarlo.
—¿Hacer qué? ¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de nuestra nueva relación, agapi mu. Ésa que tú deseas tanto.
—No digas tonterías. Deja que me vaya.
—Nada me gustaría más, créeme. Pero por desgracia no puedo. Gracias a ti, los dos estamos metidos en una situación que no tiene fácil arreglo. Vas a venirte ahora conmigo para que podamos analizar nuestras opciones, que están muy limitadas.
Seguían pegados, la suavidad de su cuerpo estaba apretada contra la dureza del suyo, y a Inuyasha le estaba resultando cada vez más difícil concentrarse en lo que había que hacer. Lo que había comenzado como una manera de mantener su conversación en privado se había convertido de pronto en algo mucho más íntimo.
Era como estar de nuevo en la pista de baile.
El aroma de su piel y de su cabello le invadía los sentidos, y sintió la inmediata reacción de su cuerpo. La consciencia sexual hizo su aparición y ella sin duda también lo sintió, porque gimió para negarlo.
—¿Por qué quieres que vaya contigo? Creo recordar que me dijiste que preferías el celibato antes de pasar el resto de tu vida con una mujer como yo.
Inuyasha se puso tenso. Le había soltado aquellas palabras la noche del baile, y el hecho de que ahora ella se las arrojara a la cara servía para recordarle la realidad de su situación actual.
—No tengo intención de pasar el resto de mi vida contigo. Sólo unas cuantas semanas. Creo que eso será más que suficiente para ambos.
—¿Unas cuantas semanas? —Ella negó con la cabeza—. Sigo sin tener idea de qué hablas, pero aun así mi respuesta es no.
—No te he hecho ninguna pregunta que requiera respuesta. O entras en el coche o te subo yo mismo.
—Hay gente delante que está viendo cómo me acosas. ¿De verdad crees que puedes secuestrarme a plena luz del día?
—No. Tengo intención de ser mucho más sutil —Inuyasha colocó su boca sobre la suya y dirigió toda la rabia y frustración que sentía hacia aquel beso. Pero en el instante en que sus suaves labios se fundieron con los suyos, se le quedó la mente en blanco y perdió el control. Su boca era como una droga perversa y prohibida, y mientras se perdía en aquel beso, Inuyasha supo que el sabor de sus labios lo acompañaría para siempre. Eran dulces, seductores y peligrosamente pecadores.
Inuyasha levantó bruscamente la cabeza, asombrado ante su propia ferocidad.
Se dio cuenta de que ella tenía los ojos nublados y las mejillas encendidas. Le había agarrado la tela de la camisa, como si buscara apoyo. Inuyasha la soltó.
—Ningún parisino intervendrá en una pelea de enamorados, agapi mu. Saben que el camino del verdadero amor rara vez es plano.
Sin esperar respuesta, la tomó del brazo, controlándola con facilidad con una mano mientras utilizaba la otra para abrir la puerta del coche.
Cuando la sentó en el asiento del acompañante, una mujer que estaba mirando dejó escapar un suspiro de envidia y se giró hacia su amiga.
—L'amour —dijo, y Inuyaha sonrió con hipocresía mientras se colocaba detrás del volante y encendía el motor.
Nada de amor, pensó mientras aceleraba y enfilaba hacia el hotel.
Lo que tenía en mente era algo bastante menos romántico.

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