El orden de las estrellas

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Antes de cantar al vino y a las mujeres, Omar Khayyam, poeta persa del onceavo siglo de nuestra era, cantó a aquel canon que se dió en llamar ciencia. Descifró el firmamento al crear calendarios que organizaron la eternidad. Lunröt, en el siglo XIX, tradujo un manuscrito del persa. Se lo presentó como una rareza ante un pequeño grupo de astrofísicos húngaros, encabezados por Aneska Bàràsky, una no muy destacada estudiante. Del entusiasmo de estos surgió el controvertido artículo publicado en la American Science en 1978. Allí desarrollaron la idea engendrada por Khayyam de que las estrellas tienen un orden, y que por ende este puede ser descubierto. Evidentemente fue descartada como una estupidez, pero para 1998 un sector considerable de la población científica valoraba la teoría como digna de atención. En todo el mundo se gastaron estrellas, páginas de cálculos y pizarras. Al cabo de un lustro, se encontró la respuesta.

Hay, en efecto, un orden en las estrellas.

¿Cuál es el orden? ¿Cómo se determinó? Son respuestas que no puedo responder. La física y su lenguaje me están vedadas. Pero por mí trabajo e intereses, prefiero centrar los esfuerzos en una cuestión derivada.

El órden es tal porque sigue una determinada lógica, un razonamiento. Si alguien llega a una biblioteca por primera vez en su vida, puede parecerle caótica la ubicación de los libros. Pero pronto descubriría que se ordenan por género, año o alfabéticamente. Sin dificultades hallaría cualquier libro en poco tiempo. La misma situación, intuyo, se aplica al universo. Desconocíamos, en gran medida, las categorías en las que están clasificadas las estrellas. Teniendo las categorías se puede buscar un libro (estrella, en este caso) sin dificultades. Siguiendo el razonamiento, es posible entrever el proceso inverso: a partir del orden actual determinar el órden pasado. Y si nos remontamos al inicio de los tiempos, podríamos ubicar la posición inicial de todo. Esto nos da herramientas para solucionar una de las incógnitas más antiguas de la humanidad: ¿de dónde venimos?

De momento, esto es no ya teoría, sino mera suposición. Pero recordemos que el heliocentrismo, la evolución y la relatividad nacieron como una suposición.

Pongamos por caso que a través de un ingenio mecánico o un experimento se puede probar con exactitud si hay o no un ente superior, llámese este Dios, Alá, o como quieran. Es dable intuir la reacción humana en ambas situaciones.
La reacción esperable, la más predominante, sería el miedo. En caso de existencia, el temor provendría de saber que todas nuestras acciones replicarán en la eternidad. ¿Es justo pagar con la eternidad por las acciones en vida, que no es más que un grano de arena en el desierto? ¿Y lo contrario, ser dichosos hasta el fin de los tiempos por adherirnos a unos principios durante unas décadas?

En caso de inexistencia el miedo prevalece. ¿Quién se siente seguro sabiendo, sin lugar a dudas, que luego solo el polvo es posible? Saber que la raza humana, junto al universo, a las estrellas, los recuerdos y el tiempo mismo perecerán, sin importar en lo más mismo. ¿Hay ateo tan inflexible que no sienta el vacío bajo sus pies? Me pregunto si el Ubersmen que entrevió Nietzche soportaría tal visión.

Es interesante analizar una vertiente de la suposición, centrada en la misma entidad. Si esta entidad existe, y llegamos ante él, ¿cuál será su reacción? Tal vez la de un padre amoroso, reuniéndose con su hijo luego de un largo tiempo. La otra opción, más terrible por su elegante sencillez, es que nos observe sin reconocernos. Tal vez le parezcamos familiares, y poco a poco recuerde aquel experimento de su juventud del cuál pronto se cansó. De un vistazo verá simultáneamente cada acontecimiento, todos ínfimos, que pasaron desde la última vez. Quizás sonría, satisfecho o hastiado, para proseguir su misterioso quehacer, sin interesarse más en el asunto. ¿Qué sería de la humanidad entonces?

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