Reto Segundo

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Escucho los murmullos de la habitación siendo interrumpidos por mis constantes respiraciones y algunos cuantos pasos que van y vienen. De vez en cuando sobresalen de las conversaciones saludos corteses y otros forzados, pero con cierta energía.

Me encuentro en un salón que está ubicado en la parte trasera de la iglesia. La mayoría de los presentes estamos sentados en un círculo enorme de sillas en medio de la habitación, la iluminación es un poco pobre, sólo hay cuatro focos colgando del techo, de los cuales uno tirita como si fueran flashes. Las paredes están pintadas de un aburrido color beige y las puertas de roble de diez centímetros de grosor -en las que está pegado el logo de A.A-, sólo delatan la antigüedad del establecimiento.

La verdad es que con solo el pensamiento de venir aquí, ya me entraron las ganas de tomar una copa de vino para poder sobrellevar ésta situación. Por supuesto, no lo hice. No porque no quisiera, sino porque no podía.

Después de mi coma etílico, Shelly -mi esposa- no me perdonará que haya ingerido ni un centímetro cúbico de esas sustancias nocivas para mi cuerpo. Y ahora que las consecuencias están siendo notorias, no me queda de otra más que acostumbrarme a las condiciones impuestas.

Lo cierto es que la amo, y quiero todo lo que ella quiere. Tras encontrarme tirado inconsciente en el suelo de la cocina con una botella de vodka vacía a pocos metros lejos de mi, y llamar al novecientos once en cuanto se percató de mi respiración casi inexistente -de lo cual ella creyó que no podría sobrevivir-, me pidió que ingresara a un programa de rehabilitación, y luego de unas duras palabras de persuasión, accedí.

Básicamente, me amenazó. Me dijo que si no ingresaba a un programa lo antes posible, se iría a construir su futuro a otra parte. Conozco bien sus sueños, y te aseguro que un marido aporreando la puerta a las tres de la mañana borracho no es exactamente su ambición. Ella sólo quiere tener su casa, su familia y no depender de nadie para cuando las cosas se pongan muy feas.

La habitación queda en silencio cuando un hombre de unos treinta y tantos traspasa el umbral de la puerta. Lleva puestos unos zapatos marrón oscuro y pantalones caqui con una camisa azul naval por fuera, su pelo es una maraña desaliñada, en una mano lleva un café mientras que con la otra va indicando los asientos a todo el que no se ha sentado aún.

Corren como cucarachas cuando se enciende la luz.

Una vez todos sentados en nuestros respectivos asientos, nos repasa uno a uno con la mirada. Se detiene un segundo más de lo que debería en mí -apuesto que por su mente pasó <¡Juguetes nuevos!> en cuanto me notó-, para luego seguir con su incursión.

-Sean bienvenidos todos a nuestra reunión de Alcohólicos Anónimos de los jueves a las diez de la mañana. Mi nombre es Harold y hoy seré su servidor -se presenta con una pequeña reverencia-. Si usted está aquí para reunirse con el coro de la iglesia -añade, lanzándole una mirada inquisitiva a una joven muchacha que no halla dónde esconderse-, le sugiero que salga y verifique su dirección. Este es el salón A1.

La joven se levanta y con la cabeza gacha y las orejas enrojecidas sale a toda prisa por las grandes puertas de madera. Harold se aclara la garganta.

-Solucionados todos los malentendidos, prosigamos -dice, con las manos detrás de la espalda-. Veo a un nuevo integrante entre nosotros -me mira y hace un ademán con las manos-. Adelante, preséntese. Nombre, edad, tiempo en sobriedad, y cuál es la razón más grande por la que estás aquí -enumera con los dedos, para luego añadir:- ¡Por cierto! Acostumbramos a presentarnos con "Soy un alcohólico en rehabilitación" entre el nombre y la edad. La primera fase de la desintoxicación es reconocer la existencia del problema.

Veo cabezas asentir en concordancia a sus palabras y yo hago lo propio, aunque en mi caso es un "Sí, lo capto". Me levanto y respiro profundo para llenarme de confianza antes de comenzar a hablar.

-Mi nombre es Eddie Link y soy un alcohólico en rehabilitación -mi voz suena fuerte y segura-. Tengo 27 años de edad y llevo 3 semanas de sobriedad. La razón por la cuál hoy estoy aquí supongo que no es muy diferente a la de todos ustedes -digo, mirando a cada uno de los rostros sin nombre que tengo frente a mi-. Estoy aquí por mí. Cuando mi esposa me amenazó con dejarme si seguía en las circunstancias en las que me encontraba, comprendí que no valía la pena vivir para sobrevivir, que no valía la pena vivir en un mundo donde no estaba junto ella. Entonces si merecía la pena arriesgarme. Estoy aquí por mí, porque quiero disfrutar de esa vida que le prometí a mi esposa cuando nos casamos.

Hago una pequeña reverencia y me siento en mi silla. Harold toma la palabra.

-Encantador -dice con una sonrisa-. ¿Alguno quisiera proseguir con la dinámica? -inquiere, enarcando una ceja. Alguien a mi izquierda -un joven más o menos de mi edad- se levanta como un resorte de su asiento, entusiasmado-. ¡Ah! Joel, ¿Te pusieron púas en el asiento, acaso?

Agita la cabeza efusivamente en un gesto negativo. Se endereza y comienza a presentarse.

-Mi nombre es Joel Towns y soy un alcohólico en rehabilitación -dice atropelladamente, tomando una bocanada de aire-. Tengo 25 años. Llevo dos meses y medio de sobriedad. Y estoy aquí por mi abuela...

Fatídico error. Los divorcios van y vienen, los padres mueren y los hijos crecen y se marchan. La única persona que se mantiene como un faro a pesar de la marea alta eres tú mismo. Haces esto por ti y por nadie más.

Luego de una ronda completa de presentaciones, ahora puedo decir que esos rostros ya tienen nombre. Al menos algunos. Puedo recordar que Judith, una mujer de 34 años, está aquí porque quiere superar por fin la muerte de su marido. Carlos de 26 años se rehabilita porque quiere recuperar el tiempo perdido. Javier, 52 años, quiere ver crecer a sus nietos.

Nos despedimos todos y me encamino hacia mi casa. La ruta más cercana pasa por delante de la iglesia. Echo un vistazo al interior y veo una aglomeración de hombres y mujeres vestidos de trajes negros dispersos a lo largo de los asientos. Es un funeral.

Antes de siquiera pensarlo, mis pies ya están encaminándose hacia la entrada.

El interior de la iglesia está repleta de imágenes celestiales y mosaicos, el sol atraviesa éste último proyectando su luz en el suelo en tonos de distintos colores. Hay flores en cada extremo de los bancos y en cada uno de los pilares que sostienen la iglesia, cintas de colores van enrolladas a éstas.

Los sujetos sentados más próximos al ataúd son los que peor lo están pasando, ellos lloran y moquean los unos en los hombros de los otros. Los del medio cuarto en sus rostros está reflejada la pena. Sin embargo, son los del fondo los que llaman mi atención. Parecen que, como yo, están aquí por pura curiosidad, tratando de descifrar porqué el destino -o la suerte- los trajo hasta aquí.

Para muchos de los presentes este momento representa una despedida, un adiós a un ser querido, doloroso e inesperado.

-Creí que estabas muerto -gritó, con lágrimas en los ojos. Aparté la mirada, no pude soportar ver su rostro lleno de dolor.

Sin embargo, para mi y para muchos otros, este momento simboliza un recordatorio. Un recordatorio de que la vida sigue avanzando, que no le importa cuántas veces caigas y no logres levantarte, ella nunca se detendrá a ayudarte.

Por eso tienes que ser fuerte y no detenerte jamás, porque sino la vida se te escapa como agua entre las manos.

Las personas comienzan a levantarse y a dirigirse hacia la salida, algunos se detienen un segundo a mirarme y yo les dedico una mirada llena de pesar. Observo la iglesia vacía, a excepción de las personas que se quedaron para ayudar a limpiar.

Pienso en todas las veces que Shelly me tuvo que arrastrar, empujar, cargar en hombros para que la vida no me dejara a mitad de camino. Su fuerza y determinación fue suficiente para mantenernos a ambos en marcha. Y ahora que está cansada y molida por la lucha constante, pienso que no fue justo para ella tener que aguantar mis lloriqueos. Y, sin embargo, no puedo evitar alegrarme.

A pesar de todo, sigo en pie, dando y recibiendo golpes. Podría seguir así hasta que mis pulmones me fallen y mi corazón deje de latir, porque sé, que al final del recorrido, no estaré solo. Y el galardón vale el esfuerzo que implica ganarlo.

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