Se oyó un chasquido al abrirse el cerrojo, sonido de llaves cuando giró la cerradura de seguridad. Otro chirrido más al quitar la cadena. El picaporte se movió hacia abajo y la puerta se abrió.
El interior de la casa se encontraba en tinieblas, iluminada únicamente por la luz blanquecina que brindaba la luna a través de la abertura de la puerta.
Beatriz observaba al jardinero desde su escondite en el minúsculo espacio que había entre el estante de libros y la pared en la esquina más lejana a la puerta.
El jardinero, un hombre robusto y con barba que traía unas tijeras de jardinería en las manos, miraba el salón sin iluminación.
Había un perchero a la izquierda de la puerta, y a la derecha una cómoda con portarretratos y animales decorativos encima. Las ventanas estaban tapadas por las persianas.
En el centro de la habitación se encontraba un sofá de tres plazas mirando hacia la chimenea. A cada extremo del sofá se encontraban dos sillones acomodados de modo que quedaban uno frente al otro, en el centro había una mesa de café con un adorno floral con flores marchitas encima.
Sobre la chimenea había un retrato de una joven pareja abrazada mirándose fijamente. Figuras de arcilla dispersas a lo largo de la tablilla, colgado a un lado de la chimenea se encontraba el atizador. En la esquina opuesta de donde se escondía la chica había una mesilla con una lámpara.
El hombre de las tijeras dio un paso dentro de la habitación y la madera crujió en protesta.
—Sé que estás aquí —anunció con voz hostil—. Sal para que pueda acabar con esto de una vez.
La joven miró con frenesí la estancia en busca de una vía de escape mientras el jardinero se adentraba en la habitación. Su mirada se detuvo en la chimenea. Había pinturas colgadas en las paredes y un pasillo que conectaba con las escaleras que llevan al piso de arriba.
—Te diré tus opciones —prosiguió con voz gutural, avanzando entre el sofá y la cómoda, el crujir del suelo fiel a sus pasos—. Vas a salir de tu miserable escondite y obtener una muerte rápida e indolora, o puedes esperar a que te encuentre y me aseguraré de que sufras hasta el último suspiro. Cortaré uno a uno los dedos de tu mano hasta que implores que pare —se oyó un chasquido de metal contra metal de las tijeras al abrirse y cerrarse a modo de demostración—, y luego proseguiré con la otra...
La punta de las tijeras rozaban los muebles conforme iba avanzando entre ellos. Una ráfaga de viento se estrelló contra la puerta haciéndola chirriar. El hombre dio un brinco y se volvió hacia la puerta.
—¿Que rayos...? —exclamó, avanzando unos pocos pasos hacia la puerta.
Beatriz aprovechó que estaba de espaldas a ella y caminó despacio hacia la chimenea, luego se subió encima de la mesa de café, haciendo añicos la base del arreglo floral al caer al suelo en el proceso, alertando al jardinero, quien se volteó rápidamente, profiriendo un rugido de sorpresa pero solo alcanzó a levantar las manos antes de que se abalanzara sobre él. Las tijeras cayeron estrepitosamente sobre el suelo mientras ambos se tambalearon hacia atrás por el impacto. Chocaron contra la cómoda, tumbando portarretratos y unos elefantes de bronce decorativos.
Beatriz estrelló el atizador que había cogido segundos atrás de la chimenea contra la cabeza del jardinero, provocando que éste aullara de dolor. Se tumbó al suelo, donde se encontró con las estatuillas de elefantes. Cogió una y acto seguido, comenzo a aporrear a la joven. Ésta dio un salto atrás por el impacto, liberando al hombre de su peso.
Soltó el elefante y estiró los brazos para rodear el cuello de Beatriz con sus manos. Empujándola hasta que quedó de espaldas al suelo. Se sentó a horcajadas sobre ella y aumentó la presión en su cuello.
—Ya te tengo, maldita perra —rugió el jardinero, mientras que ella soltaba gritos ahogados y palabras ininteligibles.
Desesperada, buscó a tientas con las manos por el suelo. La mirada empezaba a empañarse por la falta de aire, mas logró ver las tijeras a pocos centímetros de su mano. Se estiró como pudo y una vez que sus dedos rozaron el borde del utensilio de jardinería, los flexionó y se aferró al metal.
Con todo el esfuerzo que fue capaz de reunir, levantó el brazo y dirigió la punta de las tijeras hacia la yugular del hombre. Clavandola ahí donde palpita el pulso, la sangre brotó de la herida, empapando el rostro de la joven. La presión en su cuello desapareció y tomó una fuerte bocanada de aire y tosió sangre.
Ahora las manos del jardinero estaban en las tijeras, tirando de ellas, un chorro de sangre manó del orificio creado por el hierro. Su garganta profirió un ruido estrangulador y sangre brotaba de su boca.
La joven se removió bajo el peso del hombre, intentando quitarselo de encima, estaba cubierta de sangre. Lágrimas empezaron a manar de su rostro.
—¿Porqué tenías que obligarme a esto?—balbuceó, antes de desmayarse por la sobrecarga de emociones.
Párrafo de Dejame entrar -Jonh Ajvide Lindqvist.
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Galaxias Internas
RandomCada capítulo, un nuevo reto. Donde la creatividad no tiene escrúpulos y los límites no tienen barreras. La galaxias son tan inciertas como el futuro mismo, como nuestro interior, que creemos conocer pero no lo hacemos del todo...