Reto Cuarto

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Me dirijo hacia mi cafetería favorita montada en mi bicicleta. Desde que descubrí este lugar, siempre saco algo de tiempo para venir por las tardes. He probado toda clase de repostería que preparan aquí, pero sin duda las donas son las mejores. Tienen la textura perfecta y están rellenas de crema pastelera con glaseado de chocolate por encima. Son una delicia.

El establecimiento es pequeño, tiene mesas afuera para los que gusten de comer y charlar al aire libre, y cabinas acogedoras dentro, donde prefiero comer la mayoría de las veces. Una vitrina llena de delicias de distintas variedades te reciben al entrar, y el olor a café te golpea en las fosas nasales apenas pones un pie adentro. Es un sitio bastante tranquilo y acogedor.

Eventualmente.

Estaciono mi bicicleta a un lado de la entrada y echo un vistazo al local abarrotado de gente. Hoy están de promoción, lleva cinco galletas y pagas la mitad de un café grande. Que ofertón.

La fila llega hasta la puerta de entrada y los murmullos de las personas son ensordecedores. Miro a mi alrededor en busca de una cabina disponible, pero justo como supuse, están todas ocupadas.

Mi mirada viaja hacia la cabina del fondo de la cafetería, la que suelo ocupar cuando no hay tantas personas. En ella está sentado un joven de cabello castaño y con una sudadera naranja. Está de espaldas, lo que me impide ver su rostro. El camarero acaba de dejar su orden. Hay algo en su imagen que se me hace familiar, pero no logro decir qué.

Llego a la punta de la fila y es mi turno de ordenar.

—Dos donas y un capuchino, por favor —le sonrío con amabilidad a Sally, la cajera.

—Enseguida salen —dice con una sonrisa, mientras me devuelve el cambio.

Espero a un lado de la fila mientras me traen mi pedido para darle la oportunidad al de atrás de ordenar. Miro de nuevo a la cabina de la esquina y justo en ese momento el chico se voltea para llamar al camarero. Sólo puedo ver su rostro de perfil, pero es más que suficiente para recordar de dónde lo conozco. Su nariz redondeada y sus labios carnosos de notan de aquí a Pekín.

Se mudó hace unas semanas a la casa de los vecinos el Sr. y la Sra. Sarsfield, la casa contigua a la mía. Son una dulce pareja de ancianos. Ese día traía la misma sudadera puesta, de ahí que me pareciera tan familiar.

—Aquí tienes, que lo disfrutes —Sally aparece en mi campo de visión con un capuchino grande y dos donas.

Le doy las gracias y me dirijo hacia la cabina del fondo.

—¿Esperas a alguien? —pregunto, señalando el asiento frente a él. Levanta la vista de su celular, sus piedras de zafiro repasan mi rostro. El suyo pronto pasa de la curiosidad al reconocimiento.

—A ti —replica, haciendo un ademán con la mano para que me siente. Pongo los ojos en blanco ante su confianza en sí mismo. Sonríe en cuanto tomo asiento. 

Ni modo, el lugar está lleno y es el único rostro conocido que encontré. Le devuelvo la sonrisa. Tampoco me puedo quejar.

—Así que ¿Estás emparentado con los Sarsfield? —pregunto de pronto, mientras le doy un mordisco a mi dona y espero su respuesta. Está deliciosa, como siempre.

—Son mis abuelos —replica, encogiéndose de hombros. Me mira mientras me deleito con mi café. Tiene su batido a medio tomar a un lado.

—¿Qué les pasó a tus padres? —inquiero, detiene su labor de observarme comer y me mira directo a los ojos. Arquea una ceja.

—¿Qué te hace pensar que les ocurrió algo? —pregunta devuelta. Detengo la dona a medio camino de mi boca. Me sonrojo un poco.

—Nada —balbuceo, apenada—. Es sólo que nunca te había visto de visita y ahora estás aqui. ¿Quieres? —pregunto, ofreciéndole mi otra dona en un intento de desviar la atención de mi pregunta inapropiada.

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