Capítulo 4: Naia

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—¡Ahí están! Mirad es Keegan —murmuró una de las Dannad que estaban asomadas a uno de los balcones del enorme jardín, observando a los soldados entrenar.

—Es tan diestro con la espada, tan salvaje —suspiraba otra de las mujeres apoyándose con los codos en la baranda de mármol. Las Dannad se contoneaban nerviosas mientras que estudiaban cada movimiento de los guardias.

—¡Naia, ven! —Hela se giró para llamarla con la mano, mas su amiga ni siquiera levantó la vista de su libro. La Dannad de cabello rojizo exhaló el aire y se acercó a ella dejando atrás el espectáculo—. ¿No vas a soltar el libro?

—Me parece más interesante que estar espiando a hombres a lo lejos. —Alzó la mirada—. Además, si solo veis puntos en la lejanía, no sé ni cómo podéis diferenciarlos. —La joven de melena perlada negaba sin entender que diversión tenía observar a los soldados.

—Pequeña Naia, necesitas disfrutar más de los placeres de la vida. —Le arrebató el libro de las manos y se sentó a su lado—. Debes sacarte ese palo que tienes metido por tus posa...

—¡Hela! —Le riñó Naia dándole un empujón con el hombro. Su amiga era demasiado explicita la mayoría de las veces, y ella debía sufrir sus detalladas descripciones.

—¡¿Qué?!, es cierto —afirmó dolida—. Naia, te lo digo porque te quiero. Debes disfrutar de tu soltería mientras puedas. Ya sabes que...

—No, no, no. ¡No! —Se levantó de un saltó para negarlo todo exageradamente. Sabía perfectamente que ella mantenía una relación secreta con uno de los soldados, bueno ella y algunas Dannad más—. ¿Sabes lo que pasaría si Sissel se enterase? —Claro que lo sabía, ellas tenían que permanecer puras, y por supuesto no podían relacionarse con otros hombres.

—Bla, blablá, bla. —La mujer de enormes orbes zafiro se levantó—. No puedes vivir toda la vida sometida a lo que él te diga. —Le recriminó, su amiga sonreía apesadumbrada—. No quiero que mi dulce e inocente hermanita no disfrute de los placeres de la carne. Además, seguro que antiguamente habría más libertad para todo. ¡Maldita guerra.

Naia también la maldijo, ya que ellos eran tan solo niños que habían sido abandonados por sus padres. El mayor de todos era Sissel, con casi 300 años. Los demás habían fallecido en la Guerra de los Inmortales, y solo los jóvenes sobrevivieron. Era lamentable haber sido mermados de esa forma. Ella apenas tenía recuerdos de esa gran época donde el palacio estaba habitado por innumerables Dannad.

—Surea no para de observarme. —Cambió de tema sentándose al lado de su amiga de mirada acaramelada. Ella dirigió su atención hacía la joven que aun estando con las demás la estudiaba sin pudor ninguno con sus enormes orbes azules; mientras acariciaba su cabello de color purpura. La sonrisa orgullosa de Surea hacia su amiga, le provocaba curiosidad.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó extrañada. Surea no solía ser una joven modesta y retraída, siendo la mayor de las Dannad. Sin embargo, tampoco abusaba de las demás, era un alma libre. Algunas veces habían hablado sobre algunos libros, y sabía de sobra que le encantaría poder salir de la isla tanto como a ella, lejos de aquel yugo que las mermaba.

—Ha vaticinado mi muerte —comentó de forma burlona, echando su cabello hacia atrás con gracia. Naia abrió los ojos estupefacta a ante la declaración de su amiga.

—¿Cómo? —Sabía que la mayor de las Dannad tenía algunas visiones premonitorias, pero jamás se imaginó que sería tan específica.

—Lo que has oído. —Se alisó el vestido y clavó la vista en la joven albina—. Sus palabras textuales fueron: "Hela debes tener mucho cuidado, y no pasear por los pasillos en la noche. Tu asesino te arrebatará ahí la vida" —explicó, imitando la altivez y voz firme de Suera, hasta que bufó exasperada—. ¿Quién se cree? No es adivina.

El Legado de Ysbryd: Memorias de ArlanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora