Capitulo 9

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Elizabeth pasó buena parte de la noche en la habitación de su hermana, y por la mañana tuvo la satisfacción de poder enviar una respuesta aceptable a las preguntas que le remitió el señor Bingley a través de una criada. La joven pidió que enviaran una nota a Longbourn, expresando el deseo de que su madre visitara a Jane y juzgara por sí misma la situación. La nota fue enviada de inmediato, pero el jinete se topó en la carretera con un grupo de zombis que acababan de salir de sus tumbas, los cuales probablemente le arrastraron a la muerte.

La nota fue enviada por segunda vez con más éxito, y su contenido rápidamente acatado. La señora Bennet, acompañada por sus dos hijas menores armadas con sus arcos, llegó a Netherfield poco después de que la familia terminara de desayunar.

De haber encontrado a Jane en claro peligro de contraer la extraña plaga, la señora Bennet se habría llevado un gran disgusto; pero al comprobar que la enfermedad que la aquejaba no era alarmante, deseó que su hija no se recobrara de inmediato, ya que su restablecimiento probablemente la obligaría a abandonar Netherfield. Así pues, se negó a atender la propuesta de su hija de llevarla de regreso a casa; y el boticario, que llegó al mismo tiempo, opinó también que no era conveniente. Bingley las saludó y expresó su deseo de que la señora Bennet no hubiera hallado a la señorita Bennet peor delo que había supuesto.

—Lo cierto es que la he encontrado muy desmejorada, señor Bingley —respondió la señora Bennet—. Jane está demasiado enferma para moverse. El señor Jones dice que no debemos trasladarla. Por lo que debemos abusar un poco más de su amabilidad, señor.

—¿Trasladarla? —exclamó Bingley—. ¡Ni pensarlo! La señora Bennet se deshizo en muestras de gratitud.

—De no tener Jane tan buenos amigos —añadió—, no sé qué sería de ella, pues está muy enferma y sufre mucho, aunque con toda la paciencia del mundo, sin duda debido a los muchos meses que pasó bajo la tutela del maestro Liu.

—¿Es posible que llegue a encontrarme con ese caballero aquí en Hertfordshire? —inquirió Bingley.

—No lo creo —respondió la señora Bennet—, porque nunca ha abandonado los límites del templo de Shaolin en la provincia de Henan. Nuestras hijas pasaron allí muchos días, siendo adiestradas para soportar todo género de vicisitudes.

—¿Puedo preguntar qué tipo de vicisitudes?

—Desde luego —contestó Elizabeth—, pero prefiero hacerle una demostración.

—¡Lizzy! —protestó su madre—. Recuerda dónde estás y no te comportes de forma tan atolondrada como haces en casa.

—Ignoraba que tuviera usted tanto carácter —dijo Bingley

—Mi carácter carece de importancia —replicó Elizabeth—. Lo que me inquieta es el carácter de los demás. Dedico muchas horas a su estudio.

—El campo —terció Darcy— ofrece escasas probabilidades para llevar a cabo esa clase de estudios. En una comarca rural uno se mueve en un círculo muy estrecho y poco variado.

—Excepto, claro está, cuando el campo está tan plagado de innombrables como la ciudad.

—Desde luego —convino la señora Bennet, ofendida por la forma en que Darcy se había referido a una comarca rural—. Le aseguro que esa situación se da en el campo con tanta frecuencia como en la ciudad.

Todos se mostraron sorprendidos, y Darcy, después de observarla durante unos momentos, se volvió en silencio. La señora Bennet, que creía haberle derrotado, prosiguió triunfante:

—No veo que Londres tenga una gran ventaja sobre el campo, especialmente desde que construyeron la muralla. Quizá sea una fortaleza repleta de tiendas, pero no deja de ser una fortaleza, nada beneficiosa para los frágiles nervios de una dama. El campo es mucho más agradable, ¿no es así, señor Bingley?

—Cuando estoy en el campo —respondió éste—, no siento deseos de abandonarlo; y cuando estoy en la ciudad, me ocurre lo mismo. Ambos tienen sus ventajas, tanto en relación con la plaga como otras cosas. Pues aunque duermo mejor y me siento más seguro en la ciudad, el entorno que me rodea en estos momentos mejora mi buen humor.

—Sí, pero eso se debe a que está predispuesto a ello. Ese caballero —agregó la señora Bennet mirando a Darcy—, parece menospreciar el campo.

—Te equivocas, mamá —terció Elizabeth sonrojándose por el comentario de su madre—. Juzgas mal al señor Darcy. Se refería a que en el campo no tienes tantas posibilidades de conocer a diversas personas como en la ciudad, lo cual debes reconocer que es cierto. Al igual que el señor Darcy sin duda reconocerá que la escasez de cementerios hace que el campo resulte más agradable en estos tiempos.

—Ciertamente, querida, pero en cuanto a conocer a pocas personas en esta comarca, a mi entender existen pocas comarcas más grandes. Nosotros tenemos trato con veinticuatro familias. Es decir, veintitrés... Que Dios acoja en su gloria a la pobre señora Long.

Darcy se limitó a sonreír, y la pausa que se produjo a continuación hizo que Elizabeth se echara a temblar. Deseaba decir algo, pero no se le ocurría nada. Tras un breve silencio, la señora Bennet empezó a reiterar sus muestras de gratitud al señor Bingley por su amabilidad hacia Jane, disculpándose por tener que acoger también a Lizzy. El señor Bingley respondió con un tono sencillo y cortés, obligando a su hermana menor a mostrarse también cortés, la cual dijo lo que requería la ocasión. mostrarse también cortés, la cual dijo lo que requería la ocasión. La señorita Bingley desempeñó su papel sin excesiva amabilidad, pero la señora Bennet se sintió satisfecha, y al poco rato pidió que trajeran su coche. Ante esa señal, la menor de sus hijas se adelantó. Las dos hermanas no habían dejado de cuchichear durante toda la visita, y, en consecuencia, la menor se encargó de recordar al señor Bingley la promesa que había hecho al llegar al campo de ofrecer un gran baile en Netherfield.

Lydia era una muchacha de quince años, robusta y muy desarrollada para su edad, con un bonito cutis y un semblante risueño. Poseía las habilidades mortíferas de Lizzy, aunque no su sentido común, y había derrotado a su primer innombrable a la asombrosa edad de siete años y medio. Por tanto, era más que capaz de plantear al señor Bingley el asunto del baile, recordándole bruscamente su promesa y añadiendo que sería vergonzoso que no la cumpliera. La respuesta de Bingley a ese inopinado ataque le sonó a la señora Bennet a música celestial.

—Le aseguro que estoy más que dispuesto a cumplir mi palabra; y cuando su hermanase haya restablecido, usted misma puede fijar la fecha del baile. No creo que le apetezca asistir a un baile estando su hermana enferma.

Lydia declaró que se sentía satisfecha.

—¡Sí, es preferible esperar a que Jane esté bien! Para entonces es probable que el capitán Cárter haya regresado a Meryton. Y cuando usted celebre el baile —añadió la joven—, insistiré en que los oficiales organicen también uno. Diré al coronel Forster quesería vergonzoso que no lo hiciera.

Al cabo de un rato la señora Bennet y sus hijas partieron, y Elizabeth regresó de inmediato junto a Jane, dejando que las dos damas y el señor Darcy comentaran su conducta y la de su madre y hermanas. No obstante, pese a los comentarios irónicos de la señorita Bingley sobre los «hermosos ojos» de Elizabeth, el señor Darcy se negó a participaren las críticas contra la joven.

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Kitty en multimedia 

Orgullo y Prejuicio y ZombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora