Capitulo 42

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Si la opinión de Elizabeth sobre la felicidad conyugal o la tranquilidad doméstica se hubiese formado exclusivamente a partir de los miembros de su familia, no habría sido muy grata. Su padre, cautivado por la juventud y la belleza, y por la apariencia de buen humor que suele ofrecer la juventud y la belleza, se había casado con una mujer cuyas escasas luces y mente intolerante habían sofocado el profundo afecto que su
marido sentía por ella. Respeto, estima y confianza se habían desvanecido para siempre, dando al traste con el concepto de felicidad doméstica del señor Bennet. Pero no estaba en su naturaleza buscar consuelo de la amargura que su imprudencia le
había causado. En lugar de ello, trató de asegurarse de que sus hijas no siguieran los estúpidos y caprichosos pasos de su madre. A ese respecto, el señor Bennet lo había intentado cinco veces, y había tenido éxito en dos. Aparte de haberle dado a Jane y a Elizabeth, se sentía escasamente en deuda con la señora Bennet. Ese no es el género de felicidad que un hombre suele deber a su esposa.

Con todo, Elizabeth nunca había estado ciega frente a la falta de decoro de su padre como marido. Siempre lo había contemplado con dolor; pero, respetando sus habilidades, y agradecida por el afectuoso trato que recibía de él, trató de
olvidar lo que no se puede pasar por alto, y procuró desterrar de sus pensamientos la continua violación de obligaciones y
decoro por parte de él. Eso había sido especialmente arduo durante sus viajes a China, que el señor Bennet había
supervisado sin la compañía de su esposa, y durante los cuales se había llevado a numerosas bellezas orientales a su cama. El maestro Liu lo había defendido como el afán de adaptarse a los usos locales, y Elizabeth había experimentado en más de una ocasión el dolor de una vara húmeda de bambú en la espalda por atreverse a cuestionar el decoro de su padre. Pero nunca había sentido las desventajas que sufrían los hijos de un matrimonio mal avenido como en esos momentos.

Cuando Lydia partió, prometió escribir con frecuencia a su madre y a Kitty; pero sus cartas eran muy espaciadas y breves. Las que escribía a su madre contenían poco más que la noticia de que acababan de regresar de la biblioteca, donde habían
conversado con unos oficiales, que se había comprado un vestido nuevo, o una nueva sombrilla, que describiría más detalladamente, pero que ahora tenía que dejarla porque tenía mucha prisa, pues la señora Forster la había llamado y se iban al campamento. Su correspondencia con su hermana era aún menos ilustrativa, pues sus cartas a Kitty, aunque algo más largas, estaban demasiado llenas de palabras subrayadas para darlas a conocer públicamente.

Después de las dos o tres primeras semanas de su ausencia, en Longbourn empezaron a reaparecer la salud, el buen humor y la alegría. Todo presentaba un aspecto más feliz. Las familias que habían huido de la plaga regresaron de nuevo, y por primera
vez en mucho tiempo aparecieron de nuevo bonitos atuendos veraniegos y fiestas veraniegas. La señora Bennet recobró su acostumbrada y quejumbrosa cordura; y, a mediado de junio, Kitty se había recuperado lo suficiente para entrar en Meryton sin derramar una lágrima, un acontecimiento tan feliz que Elizabeth confió que en Navidad su hermana se mostrara lo bastante razonable como para no mencionar a un oficial más de una vez al día, a menos que por una cruel y maliciosa disposición del Ministerio de Guerra, enviaran a otro regimiento para que se acuartelara en Meryton.

Se aproximaba la fecha fijada para el inicio de la gira de Elizabeth por el norte. Cuando faltaban dos semanas, llegó una carta de la señora Gardiner que aplazó el viaje y acortó su duración. Debido a los recientes problemas acaecidos en Birmingham, y a la necesidad que tenía el ejército de más
pedernal y pólvora, el señor Gardiner no podía partir hasta quince días más tarde, en julio, teniendo que regresar de nuevo a
Londres al cabo de un mes, y puesto que se les impedía desplazarse muy lejos y ver todo cuanto se habían propuesto visitar, o en todo caso hacerlo cómoda y tranquilamente, no tenían más remedio que renunciar a los lagos y sustituirlos por
una gira más breve. Según el presente plan, no llegarían más allá de Derbyshire, en el norte. En esa comarca había suficientes
cosas que ver como para mantenerlas ocupadas durante las tres semanas de viaje, aparte de que ejercía una atracción especial para la señora Gardiner. La ciudad donde había vivido varios años de su vida, y donde iban a pasar unos días, probablemente suscitaba en ella una curiosidad igual o mayor que las célebres
bellezas de Matlock, Chatsworth, Dovedale o el Peak.

Orgullo y Prejuicio y ZombisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora