Capítulo III

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De omnibus dubitandum

[Sospecha de todo]

Ni Silvia ni Agustín explicaron por qué de repente había un exceso de vegetales en la nevera. Atribuyeron la ventana rota a una bandada de pájaros que se habían estrellado, cosa que en Londres era improbable, pero no imposible, y Agustín no volvió a pasearse sin camiseta durante las siguientes semanas.

―¡Agus! ―había exclamado su madre cuando vio los brazos de Agustín―. ¿Qué te sucedió?

―Fue en el laboratorio ―inventó el joven―. Un beaker me cayó encima. No tenía ningún líquido tóxico, afortunadamente.

Afortunadamente.

Afortunadamente, Silvia podría usar pantalones largos para ocultar los cortes de los vidrios.

Afortunadamente Agustín podía taparse los arañazos de la espalda con una camiseta (aunque él había propuesto una excusa con un tono más sexual, Silvia lo había mirado con asco y él optó por usar camisetas temporalmente).

Afortunadamente, sus padres habían llegado bien entrada la noche, por lo que ambos hermanos tuvieron tiempo de cortar las plantas que había poblado el techo y reorganizaron los vegetales de la nevera, dejando más de la mitad en diferentes recipientes cerca del cesto de los vegetales que no iban en la nevera, y habían tenido tiempo de limpiar cuidadosamente las pequeñas manchas de sangre de las cortadas de Silvia.

Afortunadamente, Silvia había tomado la sabia decisión de dejar de leer el libro.

Y afortunadamente nada extraño había sucedido desde entonces.

Ningún cuervo salvaje que picoteara sus brazos. Ninguna planta que espontáneamente creciera al triple de su tamaño. Ninguna ventana que se destruyera.

Sin embargo.

Oh, sin embargo.

Silvia de Bonnel había despertado una magia muy antigua que exigía volver a ser alabada.

Las siguientes dos semanas transcurrieron con normalidad.

Con la normalidad que el final de año escolar permitía, claro.

A partir del día del episodio que los hermanos De Bonnel se negaban a discutir, Silvia había estado absorbida por los trabajos que cada uno de los profesores habían empezado a asignar. Parecía que ella solo viviera para diseñar una maqueta del aparato de Golgi, realizar la base de datos de Informática, resolver talleres de las derivadas, e investigar sobre las protestas sociales.

Último año nunca había sonado menos divertido como en ese momento.

Esa mañana había llovido, y a lo largo del resto del día había permanecido un aroma a lluvia que ya era habitual en las calles de Londres. Silvia se abrazaba a sí misma a pesar del grueso saco que llevaba encima, cortesía de los muchos buzos que su hermano no utilizaba por el simple hecho de tener en frente el nombre de la universidad.

―Mucha gente lo usa en el campus ―explicó una vez que Silvia le preguntó por qué no los usaba―. Se siente como volver al colegio. No gracias.

Así que era Silvia la que hacía uso de ellos.

Además del leve aroma a lluvia, esa tarde no estaba sola de regreso a su casa.

En Matemáticas, el profesor había dividido el grupo en pequeños grupos de 4 estudiantes, donde cada grupo debería realizar una demostración respecto a una de las reglas de las derivadas en un tutorial. Un embole, en realidad. Pero el porcentaje era importante para la nota final, por lo que Silvia no podía darse el lujo de hacer un trabajo mediocre.

La Mansión ViscontiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora