Capítulo VI

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Quid infantes sumus

[¿Qué somos, bebés?]

Estar en clase era como una experiencia irreal. El aula, los pupitres, las estupideces de adolescentes y las nomenclaturas de la química orgánica eran cosas de las que ya se había desligado. No las sentía reales, a pesar de que era su día a día.

Se sentía como si estuviera en una realidad paralela, donde su vida hubiera seguido su curso normal desde la última vez que había hablado con Matteo, Valeria y Noah sobre el asunto del pintor. (Aún no habían hecho el tutorial de las derivadas, pero aún tenían tiempo de entregarlo).

Pensar en dioses de un país del que no se tenía registro más que en un par de libros polvorientos se había vuelto en su pasatiempo. Silvia se sentía más fuera de lugar de lo que jamás se había sentido en todo su bachillerato, incluyendo los años vergonzosos al inicio de la adolescencia.

En lugar de apuntar los detalles del ensayo final de la clase de inglés, Silvia escribía los nombres de los dioses de aquel libro de Xelativ en las márgenes de su cuaderno. Su pierna se movía de arriba abajo cada mañana, esperando a que se acabara el día. Necesitaba que los días volaran. Ojalá existiera un dios del tiempo para rendirle un par de oraciones para que los minutos corrieran como si fueran segundos y las noches se pasaran en un parpadeo.

Además, había tenido suficientes días para digerir toda la información que contenía el diario del pintor, que Matteo se había encargado de compartírselas.

Al principio, Arlo Visconti había buscado la piedra porque se decía que era el artefacto que contenía la fuerza vital de los dioses, y que aquel que la controlara sería el dios de los dioses.

El pintor descubrió que, en realidad, esa piedra era la cárcel personalizada de la diosa Gallu que había condenado a los dioses a habitar el territorio de Xelativ hasta el fin de los tiempos, pues había sido necesario utilizar demasiado poder divino para encerrar a la diosa del poder. Y, además, que había un grupo de hombres nobles que se sentían atraídos por la idea de ser dios de dioses, y planeaban utilizar la piedra para destronar al rey Takeshi, que al paso de sus años en el trono se había convertido más en un tirano que en un rey noble.

Según Matteo, el pintor no tenía interés de ser ningún hombre poderoso. Sólo quería proteger a su rey, que para sus ojos era justo y respetable. Y, aunque no lo fuera, estaba obligado a protegerlo por todos los beneficios que se le habían sido otorgados cuando había sido nombrado vizconde. La gratitud para con su rey fue lo que le impulsó a buscar la piedra por sus propios medios.

Pero sus intenciones fueron retorcidas por los hombres de la nobleza, y apenas el rey escuchó que el pintor había encontrado la piedra, ordenó que le trajeran su cabeza.

Arlo Visconti huyó de Xelativ con la piedra que tenía prisionera a Gallu, y según sus anotaciones, en ese momento tenía un corazón puro, porque sólo la inocencia de un corazón es capaz de tocar la piedra sin explotar en mil pedazos. Sin embargo, en el momento en que estuvo fuera del territorio de Xelativ, empezó a tener visiones extrañas donde se le veía como el pintor más brillante que había pisado la tierra. Y, confesó el pintor, eso fue precisamente lo que lo llevó a la ruina.

Efectivamente, había sido la misma diosa Gallu que había corrompido el corazón de Arlo Visconti al mostrarle un futuro ideal como medio para que la liberara de su prisión.

—Al principio lo ayudó —había dicho Matteo, mirando hacia atrás para asegurarse que el profesor de Física aún no había conectado el video reproductor—, pero luego de unos años la diosa empezó a utilizar a más personas y luego Arlo fue una carga. Pero para ese momento, ya no había manera de volverla a encerrar, así que Visconti escondió la piedra con la esperanza de que alguien en el futuro pudiera volver a restaurar el control, y la balanza del poder se reconstruyera, junto a los demás dioses que habían sido sometidos a un sueño profundo.

La Mansión ViscontiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora