Capítulo IX

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...aut fortasse ne

[... o tal vez no lo hará]

—Uno.

Agustín tragó fuerte. No era momento para devolver su almuerzo.

Por el pasillo principal, la señora Van Rue hizo su reaparición. Había abierto la puerta de una manera tan abrupta, como si los esperara encontrar en medio de una resurrección de dioses y arruinarles los planes. Sin embargo, sus cejas se relajaron en su semblante al encontrarse con cuatro jóvenes y un niño observándose los rostros unos a otros.

Entonces ella se dio cuenta de que faltaban dos adolescentes.

—¿Dónde se fueron los otros dos? La chica del cabello alborotado y el alto.

Afortunadamente el bocazas de Noah tomó la palabra. (Agustín sentía el estómago y la cabeza revueltos).

—Fueron al baño.

La mujer arqueó una delgada ceja—. ¿Los dos, juntos?

Noah apretó los labios, asintiendo.

—No, es decir —Valeria interrumpió, esbozando una tensa sonrisa—, sí, fueron al baño, pero, um, para no perderse.

—¿Y por qué no fuiste tú con la chica?

—Porque Matteo era el que necesitaba ir. Y, sabrá usted, yo a él no debo acompañarlo al baño.

Agustín se estremeció, sintiendo vergüenza ajena. ¿Y se suponía que ellos dos eran los que salvarían al mundo? Él casi prefería quedarse en el fin del mundo, con el último ápice de coherencia que le quedaba en su cerebro.

—Ya veo —dijo Van Rue, cruzándose de brazos—. Déjenme les pregunto, ¿acaso los he ofendido? ¿No han sido bien recibidos? ¿Los han incomodado mis hijos?

—Nunca haríamos tal cosa, madre —replicó Nathan, sin ninguna emoción en su tono.

—¡Por supuesto que no, señora! Hemos—hemos sido bienvenidos en su mansión, claro que sí —dijo Valeria.

—Entonces, ¿con qué derecho me mienten a la cara?

Las cejas de Agustín saltaron, y estuvo a punto de soltar una palabrota.

A su lado, Isabelle gimió y movió la cabeza hacia un lado, acomodándose en su lugar. Lentamente abrió sus ojos, orbes azules intentando enfocarse en la habitación, y se incorporó en el sofá, colocando una mano en su frente.

—Um... ¿de qué me perdí?

—¡Isabelle! —Exclamó la señora Van Rue, olvidando el pequeño interrogatorio. Se apresuró a ir donde su hija, y de un empujón sacó a Agustín del sofá, que se tambaleó y estuvo a punto de estrellarse con un jarrón.

Sí, claro, bien pueda siéntese.

Vieja loca.

La mujer despejó el rostro de la chica, luciendo por primera vez desde que la había visto como una verdadera madre. En realidad, como un verdadero ser humano.

—¿Qué pasó, cariño? ¿Otro vez el desmayo?

—S—sí.

De repente, como una víbora, volteó a ver a los tres jóvenes—. Largo de aquí.

—¡Sí señora! —Chilló Agustín (sí, era un hombre, y sí, cuando estaba al borde del colapso mental su voz tendía a volverse más aguda), y se apresuró a empujar a los amigos de su hermana por la puerta.

La Mansión ViscontiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora