Capítulo setenta y siete

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El interior del Maserati de Narcisse olía a... él. No me di cuenta las primeras veces que me monté en aquellos asientos de cuero sintético, pero, en aquel instante, con la mirada fija en su alucinante perfil y totalmente perdida en su concentración en la carretera, me di cuenta de que su perfume, mezclado con su delicioso aroma, era lo que más me ayudaba a parecer una completa idiota observando a mi jefe de aquella forma.

Sus ojos pronto se desviaron hacia mí y una gran sonrisa se formó en su rostro al comprobar que yo también le estaba observando, aunque devolvió la atención a la carretera tan rápidamente que casi no pude deleitarme de su contacto visual.

Desde luego, aquel hombre me estaba volviendo tonta. Más de lo que yo ya era.

Suspiré y yo también miré al frente, aunque él ya había encontrado un sitio en el que aparcar.

No le había preguntado a dónde íbamos, pero la dirección que había tomado hacia la Île de la Cité era bastante obvia y estaba casi segura de que acababa de acertar nuestro destino.

Bajó del coche y no tuvo que decirme nada para que le imitara y pronto estábamos los dos juntos sobre la acera, andando hacia un destino incierto pero hacia el que él me guiaba.

Era todo tan diferente de como lo habría imaginado... La última vez que ambos recorrimos aquel camino él iba por delante, con sus largas piernas avanzando rápidamente a grandes pasos y yo lo único que podía hacer era correr detrás suyo, sintiéndome morir debido a mi nula resistencia.

Sin embargo, ahora estábamos ambos a la misma altura, con nuestros brazos rozándose constantemente y su dedo meñique intentando tocar el mío adrede, sonriendo como un estúpido, como yo misma. ¿En qué momento todo había cambiado?

—La primera vez que te vi creía que no sabías sonreír —confesé, para que aquel silencio que nos acompañaba desde nuestra salida de Laboureche no se volviera incómodo.

Él se encogió de hombros y, sin más, agarró mi mano, entrelazando sus dedos con los míos lentamente, permitiéndome disfrutar de la suavidad de su piel.

—Y yo que eras sorda —murmuró con su pronunciado romanticismo—. Creo que todo el bus podía oír mejor la música desde tus auriculares que la que sonaba en el ambiente.

Hice rodar mis ojos, aunque sin poder evitar sonreír, pese a que él ya no lo hacía.

—Pues ya ves, te oigo perfectamente —indiqué, cuando cruzamos de acera, acercándonos cada vez más a la Île de la Cité.

Él arqueó una ceja y, sin mirarme siquiera, susurró, aunque con la voz extremadamente baja:

—Y yo te quiero.

Me estremecí y le apreté más la mano, provocando que él volviera a sonreír.

—¿Ves como eres sorda? —rio, al ver que no respondía.

Intenté no soltar una carcajada, pero aquello habría sido peor. Narcisse parecía y era bastante irascible y estaba segura de que no le haría demasiada gracia que me riera en su cara tras su confesión, aunque yo tampoco estaba preparada para darle una respuesta. ¿Qué momento era el adecuado? ¿Qué era lo que debía sentir para querer a alguien?

Pero él no insistió más, lo que fue un alivio, porque yo ya me había empezado a morder el labio y no quedaba mucho para que empezara a sangrar.

Nos dedicamos a pasear en silencio durante varios minutos, llegando al puente que cruzaba hacia Notre Dame poco después, donde Narcisse se detuvo, pese a la gran cantidad de gente que se encontraba por allí.

Apoyó sus antebrazos en la barandilla, soltando mi mano, y fijó su mirada en el Sena y en aquel barco que lo recorría lleno de turistas, como los que nos esquivaban en aquel instante.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora