Capítulo noventa y cinco

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A la gente no le gustó este capítulo pero a mí me encanta idk qué pasa con vosotros, qué poco gusto madre mía.

Me sequé las lágrimas con la manga de mi chaqueta roja, saliendo de aquel parque en el que no volvería a entrar jamás.

Había tomado una buena decisión, tanto para ella como para mí. Le había estado negando la libertad para la que ella había nacido tanto tiempo que el solo hecho de verla marchar entre tanta emoción tan solo me había hecho ver que aquello había sido mi mejor acción desde mi llegada a París, aunque aquello fuera mi última despedida.

Tomé el camino más largo hacia mi casa, deleitándome con la sensación de que aquel iba a ser mi último paseo por la ciudad de las luces, que para mí había sido el lugar que había provocado la más sombría época de mi vida.

Anduve a orillas del Sena, viendo cómo el sol se ponía en el horizonte, tras Notre Dame, que impedía que la luz natural iluminara mi lento camino hacia mi hogar, al cual no deseaba volver, porque ya no podía considerarlo como tal.

Observé el puente que cruzaba hacia la Île de la Cité, siempre abarrotado, y decidí andar hacia el siguiente, pues nadie me perseguía y tampoco me quedaba nada que hacer en aquel lugar.

Casi sin darme cuenta, contando de nuevo los pasos que recorría, me salté varios cruces al otro lado de la ciudad, como si ya nada me importara, porque aquella era la pura verdad.

Me detuve delante de un vendedor ambulante a orillas del río para comprar mi última crêpe parisina, sin fingir una sonrisa en mi rostro ni mi nefasto estado de ánimo a aquel hombre que decidió rellenar con cinco cucharadas de chocolate mi tan necesitada merienda para intentar cambiar mi neutra expresión en el rostro, en la cual yo prefería no pensar.

Seguí andando a la vez que disfrutaba de la Nutella que manchaba mis dedos con cada bocado, sin pensar siquiera a dónde me estaba dirigiendo, aunque sintiendo que todos con los que me cruzaba estaban observándome, juzgándome, como si yo no pudiera darme cuenta de ello.

Bajé la cabeza para evitar mirarles, terminando mi deliciosa crêpe a la vez que la primera gota de lluvia caía sobre mi cabello, anunciando una terrible tormenta bajo la que pude llorar sin ser juzgada.

Levanté la mirada cuando mis piernas empezaron a flaquear debido al cansancio y, frente a mí y bajo la espesa cortina de lluvia que difuminaba la realidad, se irguió el hermoso puente de Alejandro III, la obra más espectacular de todo el Sena.

Un rayo iluminó el cielo provocando que un trueno retumbar por toda la ciudad, anunciándonos a todos que debíamos refugiarnos, algo que yo no pretendía hacer, pues las tormentas de otoño eran el último de mis problemas.

Coloqué una mano en la barandilla negra, helada y mojada, a la vez que me abrazaba a mí misma con el brazo libre, intentando que mi chaqueta roja cubriera todo mi cuerpo para evitar que el agua mojara también mi vestido.

Quise avanzar por el puente prácticamente a tientas, pues la oscuridad se había apoderado de la ciudad y la lluvia empezaba a ser molesta para la vista, pero no me impidió ver aquella figura oscura que se interponía en mi camino, apoyada en la misma barandilla que me guiaba hacia el final del puente, que sujetaba un paraguas sobre su cabeza a la vez que dirigía su mirada hacia el agitado río, que parecía haber empezado una pequeña batalla consigo mismo.

Me acerqué un par de pasos más para descubrir la figura de un hombre medianamente alto, ataviado con un abrigo largo, algo exagerado para la época del año en la que nos encontrábamos que llegaba hasta prácticamente sus rodillas.

No tuve que avanzar ni un paso más cuando logré advertir su perfil, viendo su recta nariz y su marcada mandíbula, que resaltaban la familiaridad de aquel individuo de cabellos negros como el carbón y de ojos rasgados, que observaban con nostalgia el borroso horizonte del Sena.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora