Capítulo cuarenta y dos

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Cuarente-Narciso día 12

La puerta se cerró detrás de mí gracias a la suave brisa que se colaba por la ventana del salón, la cual había dejado abierta aquella misma mañana sin darme cuenta siquiera.

Dejé las llaves sobre la mesa que había frente a la puerta y me dirigí al sofá, sobre el cual todavía se encontraba aquel papel doblado que había dejado mi madre antes de irse para siempre. O eso era lo que esperaba.

Me solté el pelo y me quité los zapatos para dejarlos allí mismo e ir directa a mi habitación a por por el pijama, lista para tomar una relajante ducha de agua caliente que tanto necesitaba en aquel momento.

Reese O'Shaughnessy había ido a probarse el vestido antes de que pudiéramos marcharnos y había sido testigo de lo perfecto que le estaba, a su justa medida, algo que correspondía a Jon, quien, a pesar de que pocos nos fiábamos de él después de lo que hizo en la prueba, era un trabajador en la sombra y, sin duda, su técnica era espectacular.

Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón para sacar la perla que se había caído del vestido y la dejé sobre mi cama antes de agacharme para recoger la camiseta del pijama, que se debía de haber caído del suelo cuando me la había quitado aquella mañana.

No pude evitar desviar mi mirada hacia el pequeño balcón, el cual se encontraba a oscuras, antes de dejar el pijama sobre las sábanas y dar dos zancadas hacia el interruptor, provocando que la bombilla que había detrás de la puerta corredera iluminara la terraza.

Lady S salió de su refugio para asomarse entre los barrotes de su jaula y eso fue suficiente para decidirme a salir a por ella. Hacía un par de días que no la acariciaba y temía acabar siendo una desconocida para mi propia ardilla, la única a la que consideraba de mi familia.

Me agaché hacia ella y no tardó en saltar a mis brazos, retorciéndose en mi pecho para sentir mi calor, como si fuera un perro.

Había leído que las ardillas tenían muy poca memoria y que por eso se dedicaban a enterrar tantas bellotas, porque no podían recordar dónde se encontraban. Sin embargo, Lady S siempre había parecido reconocerme, incluso sus primeros días conmigo.

Me levanté, sonriente, aunque sin poder evitar echarle una ojeada al balcón de mi vecino, aunque él no estaba allí. Por alguna razón, me lo había imaginado apoyado en la barandilla de hierro forjado que delimitaba su pequeña terraza, observándome como tantas veces lo había hecho yo con él. Aunque, claro, eso nunca iba a ocurrir.

Me fijé en que las persianas estaban subidas pese a que no hubiera nadie en la habitación, tan oscura como su exterior, como si no hubiera nadie en casa.

La suave brisa de principios de agosto empezaba a refrescar y ya no era tan agradable pasar la noche en aquella pequeña terraza, mi refugio de exterior, así que me decidí a volver al interior de mi apartamento.

De pronto, un sonoro golpe me detuvo. Parecía como si algo o alguien hubiera impactado tal vez contra el suelo, pero desde luego que provenía del edificio de enfrente.

La luz de la habitación de Bastien se acababa de encender y la puerta de madera del interior debía de haber colisionado con fuerza contra la pared por el impulso que mi vecino le había dado.

Pegada a él, había una chica de cabellos dorados como las espigas del trigo estival que caían sobre su espalda como rayos de sol, brillantes y llamativos.

Bastien tenía el rostro de la joven entre sus grandes manos y los labios pegados a los de ella como si no hubiera nada más en el mundo a parte de ella en aquel momento.

Ella, visiblemente más baja en estatura que él, se mantenía de puntillas para poder seguir disfrutando de los besos de Bastien, quien la dirigía a su antojo hacia la cama, la cual podía ver desde mi posición.

Querido jefe NarcisoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora