Nunca me habría atrevido a entrar en el edificio de la Rue Chambon, número 31, aunque fuera el sueño de todo diseñador.
Chanel había sido probablemente una de las marcas más importantes en la alta costura en las últimas cinco décadas y, junto a Laboureche, de las más prestigiosas en cuanto a personal cualificado y, por eso mismo, me había quedado frente al escaparate, a las ocho menos veinte de la mañana, cuando ni siquiera habían abierto la puerta principal, rezando para que Sabine Delacroix fuera a trabajar aquella mañana.
Había avisado a mi jefa, Gabrielle, de que iba a llegar ligeramente tarde porque tenía cita con el médico y, por alguna razón, se lo había creído, aunque yo nunca había ido a ninguna revisión antes de las ocho de la mañana.
Nunca había sido tan irresponsable por un maldito artículo del periódico el cual, probablemente, estaba amañado, aunque lo único que podía perder era mi dignidad y, en un caso extremo, mi trabajo.
Una mujer delgada y elegante pasó por mi lado, mirándome de arriba abajo tratando de comprender qué estaba haciendo parada en medio de la calle, aunque no me preguntó. Fue la primera en entrar en el edificio y supe que, al menos, alguien había ido a trabajar.
La siguieron dos mujeres más, a cada cual más estilosa y extravagante, sin dejar de lado al hombre de cabellos blancos que vestía un traje de lentejuelas un jueves por la mañana y una joven de cabellos castaños que frunció el ceño al verme allí plantada.
Nunca me había sentido tan ridícula. Llevaba un buen rato fingiendo que hablaba por teléfono con alguien tan solo para justificar a los viandantes que estuviera apoyada contra la pared helada por el rocío matutino sin hacer absolutamente nada a parte de acosar a los modistos de Chanel con mis repasos de vestuario, que eran tan naturales para mí como respirar, aunque a sus ojos realmente pareciera una loca.
Me habría impacientado de no ser tan extremadamente tranquila, porque, hasta que hubieron pasado cuarenta largos minutos desde mi llegada, no visualicé a la señora Delacroix.
Giró la esquina de la primera calle a ma izquierda con suma elegancia, pisando con firmeza la basta acera de la calle con sus hermosos y finos zapatos de tacón negros, ocultos parcialmente por sus anchos pantalones hasta la cintura, colocados sobre su exagerada camisa de volantes, realzada por el impresionante collar de perlas que decoraba su delgado y largo cuello de cisne, completamente al descubierto, pues su cabello estaba recogido en un moño bajo color platino.
Podía haberme quedado con la boca abierta con toda naturalidad, aunque, por respeto a aquella mujer, no lo hice.
Todo lo que quería en la vida, lo tenía ella.
—Disculpe —murmuré, cuando pasó por mi lado, aunque ella no se detuvo—. Señora Delacroix, por favor, necesito hablar con usted.
Me ignoró por completo, como si no me hubiera oído.
Sus labios pintados del rojo más pasional siguieron formando una línea recta incluso cuando toqué su hombro para detenerla. Sus cejas perfectamente arqueadas, sin embargo...
—¡Niña! —gritó, cuando sintió mi fría mano posarse sobre uno de los volantes de su camisa.
Creí por un momento que iba a pegarme un manotazo, aunque, por cuestiones que todavía no comprendo, no lo hizo, pese a que su mano ya estuviera en alto.
Me miró fulminantemente a través de sus grandes gafas de sol rectangulares y yo me sentí insignificante, pese a que fuera considerablemente más alta que ella, incluso llevando tacones.
—Perdone, no quería sobresaltarla —me disculpé, aunque estaba segura de que ya se había dado cuenta de mi presencia cuando había decidido ignorar mi llamamiento—. Soy Marie Agathe Tailler, fui...
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Querido jefe Narciso
ChickLit*Historia ganadora de los WOWAwards 2017* -¿Has infringido alguna norma desde que trabajas aquí? - preguntó él, deteniendo mi plan de huida. -No. -¿Por qué no? -rio, mostrando aquellos dientes tan blancos y tan perfectos. -Porque no. Narciso se leva...