#4: "Ruinas"

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Avivó la fogata mientras intentaba sacarse de los dientes un pedazo de carne de conejo. Resultó que Sombra no sólo sabía usar armas, sino que era una excelente cazadora. En la ausencia de humanidad, algunas alimañas se paseaban por las calles como si nada. Las mismas que, al parecer, en cuestión de meses se habían multiplicado considerablemente en comparación a los primeros días que parecían haber desaparecido de la faz de la Tierra. Al menos estaba seguro de que se trataba de un conejo, aquella cosa no podía ser una rata.

¿Eso importaba realmente? ¿A caso no había visto hombres comerse a sus propios hijos? Prefería las ratas. Las ratas con sabor a conejo eran un manjar y estaba dentro de lo que, propiamente dicho, aún seguía siendo una actitud humana primitiva en estándares normales.

Los últimos vestigios de los productos alimenticios no vencidos se habían acabado primero, después el agua y por último los envasados. Se decía por ahí que aún se conservaban algunas golosinas, pero hasta donde recordaba él, no había visto ninguna para confirmarlo. Cazar se convirtió en la única manera de sobrevivir, como sus antecesores prehistóricos pero sin práctica alguna; en un mundo que se había acostumbrado a esperar la producción del mercado, los primeros meses de escasez fue un completo genocidio. El virus había matado a millones y la escasez de alimentos otros miles más. Los animales habían preferido tomarse vacaciones, lejos de algunos humanos  psicópatas y conservar su suerte de sobrevivir. Así que en resumidas cuentas, sea lo que estuviera comiendo fuera o no conejo, a esas alturas no importaba.

La observó. Ya era una costumbre suya hacerlo, era como una maratón de madrugada de datos curiosos de Discovery Chanel. Ella era un enigma, la pregunta que no tenía respuesta pero que intentaba vivir como una humana cualquiera en un día cualquiera. Y allí estaba, masticando su parte con tanta elegancia como se permitía. Sus ojos brillaban a la par de las crepitantes llamas, las que a veces bailaban con la brisa helada que se filtraba entre los escombros; su respiración era tranquila, a veces se asomaba una pequeña sonrisa y otras tantas desaparecía, como si le hubieran recordado que no era propio sonreír en medio de tanta mierda. A él, en realidad, no le molestaba en lo absoluto; prefería mil veces verla sonreír. Alimentaba sus escasas y deplorables esperanzas, como si con ese simple gesto le dijera: "todo estará bien, bastardo cobarde".

-¿Sabes? -ella apartó su mirada de lo que ya era hueso y la posó sobre él esperando su tan ansiado interrogante -. Hay algo que no encaja contigo.

Sí. Su problema con ella tenía un poco de amor y odio, entre una ciega confianza a una paupérrima desconfianza que en ciertas horas del día tomaba fuerza y crecía tanto como sus ganas de matarse.

-¿Y eso es...?

-Tus planes, tu historia, las razones -no parecía que le estuviera hablando a ella ciertamente. Tal vez lo estaba haciendo para sí mismo -. No encajan. No tienen sentido y creo que es una mentira que haz creado para no volverte loca. ¿Qué tal si has alucinado todo? ¿Qué tal si no existe el sur? ¿Y si esa perfecta familia de la que tanto hablas no es más que fantasías? 

Ella hizo una mueca, una parecida a una sonrisa, pero no era una sonrisa a la que él estaba acostumbrado a ver como el acosador en el que se había convertido a su lado. Era parecida al gesto que uno haría cuando algo los decepcionan, como cuando un niño te colma la paciencia y buscas ese punto clave y canalizador para no terminar explotando violentamente.

-¿A qué le temes realmente, Sam? -preguntó alargando su mano para tomar un tronco del pequeño montón de leña que habían juntado camino allí -. Es cierto que el planeta quedó sumido en un desastre, lo impensado sucedió, pero el mundo aún no ha acabado. ¿Qué te asusta de todo ello?

¿Qué le asustaba? Todo, todo le asustaba. De estar vivo, de morir, de sentir simpatía, de sentir que toda esa mierda acabaría o que nunca lo haría. Podría haberle respondido eso, pero no tuvo palabras para formular aquella respuesta correctamente.

-¿Qué es lo que a ti te asusta?

Finalmente dejó el leño sobre el fuego y las llamas se lo engulleron gustoso. se tomó un momento para reflexionar mientras intentaba acomodar el tronco en el medio de las llamas y las ardientes brazas.

-En este momento, no puedo permitirme asustarme por nada -murmuró fijando sus ojos chocolates sobre él -. Fuimos creados para superar los desafíos de la vida, obsesionados siempre con esperar lo peor o por el contrario, de esperar a ver algo maravilloso. Quiero creer que eso peor ya lo pasamos. Sólo así podré incentivar mis motivos de seguir buscando las razones por la que sigo viva.

-Es lo más estúpido que he escuchado.

-Me gustaría saber qué es lo que piensas la mayor parte de las veces. 

-En otras circunstancias creerías que soy un psicópata. Soy muy creativo cuando me lo propongo, inquieto y desconfiado. Así que no intentes leerme, soy el infierno -lamentos, gritos guturales, gruñidos como animales salvajes de repente llenaron los silencios de la noche. La noche era escalofriante por muchas razones y aquellos quejidos podían estar entre ellas. No, él no era el infierno, aquel pueblo lo era; ambos se miraron, tal vez buscando refugio entre sus miradas, abrazándose, consolándose -. Jamás lograré acostumbrarme a esto.

-No tienes porqué hacerlo -le dijo sin apartar su mirada de él -. Nadie puede obligarte a ello.

Pero, si en algo coincidían, era en sus grandes deseos de desaparecer de allí apenas tuvieran la oportunidad. Cualquier parte era mejor que estar allí. 

*·*·*·*

Las ruinas de aquel galpón los había ocultado en la noche de los transeúntes sin rumbo y, si en algún momento algunos de los perdidos pasaron por allí, los grandes escombros ayudaron a ocultarlos perfectamente. Al alba, Paula ya estaba de pie con la mitad de su campamento desarmado. Estaba revisando sus municiones y el filo de sus cuchillos, dos grandes cuchillos dentados y algunas cuchillas con estilo japonés que había llamado su atención. Aunque podría haber sido producto de su imaginación.

-Ten -dijo en cuanto lo vio aparecerse al rededor de la fogata que había perdido toda su majestuosidad de la noche a la mañana -, no puedes andar sin uno -le dio uno de los cuchillos, uno de mango negro que calzaba perfecto con sus manos anchas.

-Ya sé, le pertenecía a tu hermano.

-A mi padrastro -le había corregido cerrando su mochila con las cuerdas que sobresalían de sus costados -. ¿Tienes algún problema con ello? Puedes dármelo si no te convence -bromeó.

-No -esquivó su mano para sentarse en la piedra que había ocupado el día anterior -. Asimilé que, como eres tan fan de tu hermano, hoy no sería la excepción.

-Muy gracioso -él le guiñó un ojo en tanto soltaba un bostezo -. Desayunemos de lo que quedó de la cena y larguémonos. No estás obligado a venir conmigo, puedes con total libertad tomar el camino que desees pero no podemos permanecer aquí. 

-No confío en ti, así que veré con mis propios ojos el final de tu arcoiris. 

-¿Puedes seguirme el paso? 

Este sonrió mientras se miraba reflejado en la hoja del cuchillo. Estaba en una categoría entre pordiosero y montañés de piel curtida, labios partidos, desnutrido y apestoso. Era una de las tantas caras de aquel horror viral, pero era una cara que no reconocía; no era Samuel Blair, era el desecho de lo que alguna vez hacía sido él. 

-Será mejor irnos -murmuró suspirando -. Este pueblo se ha llevado todo lo que fui -se colocó de pie con determinación -, y voy a recuperarme.

-¿Esta es tu faceta ridícula?

-Hay otras peores.



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