05 - Contrato

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Loreto salió de allí con toda la presteza que le permitió el sigilo y bajó las escaleras. Era la primera puerta a la derecha, y aun así tuvo la sensación de tardar años, esforzándose en no provocar ruido alguno. Agarró el manillar de la puerta de su cuarto y tiró de él, sin evitar un crujido que le hizo estremecerse más allá del saco de piel que era su cuerpo. Sin embargo, no se produjo eco excesivamente peligroso, que alertara de su presencia allí.

Tosió por todo el polvo con el que fue recibida, evitando por todos medios no delatarse aun así. Después de medio minuto tragándolo, se quedó bajo el umbral y tomó algo de aire limpio antes de acceder.

El suelo del dormitorio estaba cubierto por una roña hacía las veces de alfombra. Nadie se había preocupado por la habitación en un tiempo, con todas aquellas telas de araña amenazando desde las esquinas más tenebrosas. Las partículas de polvo se acomodaban en una asquerosa nube que cubría la superficie del escritorio y las sábanas de la cama. Sábanas sin cambiar, cómo no. Hasta recordaba cuando se levantó de esa misma almohada la última vez, años atrás. En las paredes, los espacios rectangulares que permanecían un poco más limpios que el resto testimoniaban que allí había habido algo colgado. Ni rastro de pósters o cuadros, ya no.

Todo permanecía en su sitio, no había duda de ello. Y aquello le hizo pensar. La idea de huir se detuvo, fue apartada a un lado por unos instantes. Recordaba algo. Ya había rememorado aquello en la consulta de la psicóloga, pero no había tenido tiempo de sacarlo a la luz. Y justo en este momento se hallaba a escasa distancia de ese elemento clave.

Ahora más que nunca, un pájaro sobrevoló la mente de Loreto. Era uno apenado, quejumbroso. Tocarle un ala suponía reducirla a escombros, mancharse las manos de sangre y ceniza. Se retorcía en la oscuridad abisal de su profunda jaula de cartón. ¿Seguiría allí?

Efectivamente, el lecho de muerte del Taumaturgo yacía en el abismo del ropero, oculto en una esquina. Hacía ya demasiado tiempo de aquello, pero si Loreto se encontrara con el hedor de un cadáver, lo reconocería de nuevo.

La caja de cartón era el ataúd de un grajo podrido, un cuerpo que ya no estaba allí, pero del que aún persistía (al menos en los recuerdos) el olor cenagoso, la carne despedazada por el tiempo. Lo enterró en el jardín hace no mucho más de veinte años, y a día de hoy guardaba el recipiente donde había intentado, fallidamente, ocultarlo de la persistente, fatigante y temida mirada de sus padres. No fue posible mantenerlos ignorantes de dicha presencia.

Y fue las consecuencias de descubrir el cadáver lo que condujo a que tuviese que decir adiós...adiós a esa persona. Y ello le hacía sentir pena, rabia, y una vez más, el odio incluso.

En tanto que dejaba aflorar esas memorias sobre la muerte del Taumaturgo y el adiós a su maestra en la vida, advirtió un elemento fuera de lugar. Los sentimientos negativos fueron desapareciendo, dando cabida a otros de curiosidad. Había tomado el ataúd, habíalo abierto y visto lo vacío que estaba.

No obstante, bajo la caja alguien había movido, roto el fondo del armario. La madera de la parte baja, la que tocaba suelo, había sido removida por algún motivo y luego vuelta a colocar donde estaba, queriendo aparentar una falsa normalidad.

Loreto metió la uña en ese resquicio que separaba la losa de madera con la pared del armario. Hizo palanca y logró mover y la pieza, retirándola y dejándola a un lado. Criando pelusas de polvo, un papel doblado por la mitad. Sospechosamente bien cuidado, en un estado prácticamente pulcro e impoluto.

Algo le hacía reconocer ese elemento como algo primordial, fascinante, la clave de todo el asunto. Añadiendo además lo mucho que desentonaba con el ambiente, la importancia de éste había quedado completamente patente. Y eso la sobrecogía, con el simple hecho de tomar, desdoblar el papel y echarle un simple vistazo.

Loreto bajo controlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora