06 - Mensajera

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Una neblina de humo navegaba por el techo de la habitación. Era un despacho con estanterías del siglo pasado perfectamente desempolvadas, con los libros y tomos mamotréticos de tapa dura ordenados en las baldas. La mesa de ébano se erguía y mantenía en pie, inamovible. Todo inundado por una luz apenas inexistente, tenue y azulada.

Había dos mujeres, una sentada tras la mesa que rondaba los cincuenta, su rostro serio y demacrado se mantenía impasible. Era la madre de Loreto. Tenía un cigarro en el cenicero, de donde se desprendía el mar de nubes. La otra, más joven y revestida con una falda de tubo negro y una camisa blanca, estaba de pie en una esquina y apoyada contra la pared.

—Ella no puede descubrirlo—dijo la madre.

—Nunca deberá tenerlo entre manos—puntualizó la segunda mujer—, o nos arriesgaremos a que pueda destruirlo.

—¿Y no puedes...hacer nada sin él?

—No.

La madre tomó el cigarro y dio una calada.

—Repite...repíteme todo el proceso, a ver si te he entendido bien...—se llevó la mano a la cabeza mientras apoyaba el codo en la lisa superficie de madera. Repasar mentalmente todo aquello la estresaba sobremanera: todo tenía que salir bien, todo estaba en su sitio...

—Desde que el sello toca el papel, me pongo al servicio del interesado. Así que, una vez hecho eso, ya me he encargado de localizar a la persona que me habéis mandado y le he colocado el símbolo. Pero, si por el motivo que fuera, su marca o el contrato es destruido, estoy atada de pies y manos.

—¿Y descubrirá el símbolo?—la del rostro demacrado no pudo evitar apretar el cigarro, tensa por los nervios: aquello era un punto suelto, se escapaba de su rango de acción.

—No lo niego, no he podido esconderlo en un lugar mejor sin que me arriesgara a llamarle la atención.

—Te das cuenta de que como lo encuentre y se deshaga de él, estarás...incapacitada, totalmente incapacitada, ¿verdad?

—Ahí es donde quiero añadir una cosa—puntualizó la desconocida—: denme libertad total para manejar el asunto. Puedo garantizar que Loreto estará aquí más pronto que tarde. Ella misma se va a personar ante nosotros, por voluntad propia.

La progenitora no tuvo ni que intercambiar una mirada con su marido para tomar una opción.

—Permiso concedido.

Dio otra calada para mantener a raya el estrés. Su interlocutora respondió:

—Entonces, perfecto—se irguió un poco, aun sin separarse de la pared—. Usted ya sabe que la tengo localizada, su marido me ha ayudado a tenerla ubicada a pesar de que haya escapado. Además, acuérdese: usted conoce las tres limitaciones. Y la tercera es la clave del asunto:—se alejó de la esquina y se apoyó en la mesa de ébano, contando con los dedos—la marca ha de estar intacta. Lo que me recuerda algo que es esencial por muy gilipollez que parezca: la tiene imprimida en la piel, es un tatuaje inamovible. Su pellejo es su propia prisión.

—Lara. Ven.

Hablaba demasiado bajo.

—¡LARA!

Ésta llamó a la puerta del baño segundos más tarde.

—¿Te pasa algo? ¿Se te ha acabado el champú?

—Entra.

—¿Pero te has metido ya en la ducha? ¿Estás desnud...?

—¡ENTRA!—la cortó Loreto con claro tono de alarma.

Loreto bajo controlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora