Por raro que parezca

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Gèrard en el foco

Nada más llegar al campamento, todos prácticamente se pelean por salir del autobús. Están mareados, se sienten sucios y apenas han dormido. Maialen va dando tumbos hacia el edificio, Hugo casi se cae por las escaleras. Eli se ha quedado k.o. en su asiento y les cuesta despertarla. Gèrard necesita desesperadamente una ducha. Por varios motivos.

El primero es que apesta. El segundo es que necesita un tiempo para estar solo y pensar en lo que ha pasado. El tercero... bueno. El tercero queda entre él y las cuatro paredes del minúsculo cubículo donde se encierra. Cuando por fin el agua cae sobre su piel, Gèrard libera una bocanada de aire que lleva aguantándose desde que se despertó hace horas en esa tienda. Sus músculos se relajan, sus articulaciones se van destensando, y por fin se despeja su mente. El agua esclarece su cerebro y finalmente puede permitirse pensar. Y madre mía. Madre mía.

Al cerrar los ojos lo único que ve, la sola imagen que ocupa toda su mente es ella. Anne. El enredo de esos dedos en su pelo cuando le acercó a él de un movimiento. Sus labios. Su mirada desvergonzada contemplándole desde arriba con esos ojos de puro deseo. La electricidad que le recorrió todo el cuerpo cuando ella le besó el cuello. La sensación de estar alucinando cuando sus caderas se movieron debajo de él con firmeza.

No se la quita de la cabeza. Todo fue tan rápido, había perdido el control. Se había olvidado de ser cauto, de ir con cuidado, de pensar antes de actuar, porque, ¿cómo iba a ser capaz de tener cuidado si esos ojos le miran de esa forma? ¿Cómo ser precavido al descubrir que esa voz tan angelical es capaz de producir esos sonidos tan lascivos que nunca se hubiera imaginado que podrían salir de ella?

Los recuerdos de anoche le aceleran el corazón, que comienza a enviar una cantidad considerable de sangre hacia el sur. Gèrard gira el regulador de la temperatura hacia el frío aún más de lo que ya está, y suspira. Sabe que no va a servir de nada. No puede evitar sentirse así. Gèrard cierra los ojos con fuerza y se pasa las manos por el pelo. ¿Lo peor? No se arrepiente de nada en absoluto.

Despacio, su mano baja hacia su miembro absurdamente despierto para lo cansado que se siente, y lo envuelve firmemente. Necesita relajarse, y qué mejor manera que rendirse a calmar sus deseos. Aun así, si lo compara con todas las veces que ha utilizado el mismo método para quitarse tensión o para despejarse antes de dormir, esta sensación es muy diferente.

Las imágenes pasan frenéticas por su cabeza, una y otra vez. Todo en ella le encanta, le hipnotiza, le vuelve loco. Su respiración se acelera, su vello se eriza mientras sube y baja su mano a un ritmo creciente, acelerado. Siente su cuerpo arder bajo el agua helada. El tiempo se para y está solo él, la chica en su mente y una necesidad, una mecha que le consume. Lenta y rápidamente, con precisión y abandono a la vez. Hasta que el placer rebosa en él y estalla en un jadeo sordo y ahogado en el chorro de agua que cae sobre él.

No puede evitar sentir un deje de culpa al terminar. No se imagina cómo está ella, pero tiene claro que ni de lejos estará pensando tanto en lo de anoche como él. Quizá para ella ha sido simplemente un lío pasajero. Después de todo, no la conoce tanto. Una pequeña aguja se le clava en el pecho con ese pensamiento.

Al salir de la ducha, se dirige al comedor donde la mayoría de sus compañeros están ya sentados a la mesa. Al menos los cocineros han sido generosos, pues ve que todos tienen unos platazos de macarrones con queso y tomate. Se sienta en uno de los pocos huecos que quedan, al lado de Jesús y Nía.

-¡Vaya cara me traes, pollito!

-Ya... es que no he dormido muy bien, la verdad -contesta tratando de disimular sus nervios, rezando por que Nía no sepa nada y que Rafa no se haya ido de la lengua.

A la sombra de los árbolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora