Zapatos.

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Merodeaban por Italia, con la ilusión de dos niños pequeños, ansiosos por comerse el mundo (o el uno al otro). Claudia posaba delante de la Torre de Pisa, haciendo como si la aguantase, y Marcos le hacía un par de fotos mientras sonreía al verla hacer el tonto. No es el primer viaje que hacían, pero si era especial, aunque ellos aún no sabían por qué.

Claudia, corriendo con sus converse rojas, meneaba las caderas a la par que Marcos le cantaba canciones, y, de vez en cuando, algún que otro beso se daban. Cerca de la Fontana di Trevi, Claudia se descalzó y colgó sus zapatillas en un mirador, poniendo con permanente su nombre en mayúsculas; siempre hacía eso a cada país que visitaban. Ella pensaba que, así, el día que no estuviera, aunque no la recordaran, leerían su nombre. Perduraría.

Marcos pensaba que eso era una tontería, sería recordada algún día. Un remolino como Claudia sería difícil de olvidar.

Al llegar al hotel, se compartieron el uno al otro toda la noche, surcándose con besos, acariciándose con la punta de los dedos.

Años después, Claudia y Marcos volvieron a Italia, cosa poco usual en ellos, no visitaban un sitio dos veces. Pero Italia fue especial, pensó Marcos mientras desataba las zapatillas de la pequeña Ainoa, quien le sonreía con esos ojos azules como los de Claudia.

Ahora habían dos pares distintos colgados por cada sitio del mundo.

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