36. El Simbolo de Dios.

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Long ajustó la manga de su chaqueta azul marino con un gesto brusco, frunciendo el ceño mientras caminaba por el pasillo que lo llevaba al salón de eventos. Cada paso en esas botas, tan rígidas como incómodas, le recordaba cuánto detestaba este tipo de situaciones formales. Además, el kimono ajustado que le habían obligado a usar lo hacía sentir atrapado, como si estuviera a punto de ser embalsamado. La única pequeña victoria que había conseguido era que las chicas no tocaran su cabello; aún lo llevaba recogido con su habitual descuido, algo que al menos le daba un toque de normalidad en medio del fastidio.

—Por lo menos espero que haya buen alcohol —gruñó para sí mismo, tirando de la manga nuevamente. Sentirse tan "vestido" le hacía sentir como un animal enjaulado.

El salón estaba decorado con esmero, con cortinas de seda ocultando las armas que normalmente adornaban las paredes. Las mesas estaban llenas de comida que parecía tan sofisticada como fuera de su interés. Su mirada, sin embargo, estaba centrada en algo muy particular: las botellas. Caminó con rapidez hacia una mesa atendida por una chica alta y esbelta, que llevaba un kimono bordado con flores doradas. Ella le ofreció un pequeño vaso de cerámica, pero Long se limitó a sonreír con esa mezcla de carisma y arrogancia que siempre lo caracterizaba mientras le arrebataba la botella directamente.

—Muchas gracias —dijo, inclinando ligeramente la cabeza, su tono goteando lujuria y sarcasmo.

Sin esperar respuesta, se sirvió un vaso hasta el borde, sosteniéndolo frente a su rostro mientras observaba el líquido con atención. El aroma era fuerte, prometedor. Lo llevó a sus labios y, con los ojos cerrados, tomó un sorbo lento y calculado, disfrutando del ardor que bajaba por su garganta. Pero antes de que pudiera apreciar el segundo trago, escuchó que alguien lo llamaba. Giró la cabeza en dirección al sonido, y lo que vio lo dejó petrificado.

Alice.

Corría hacia él, o al menos lo intentaba, porque el largo vestido rosado que llevaba la obligaba a dar pasos pequeños y torpes. Su cabello castaño claro caía en ondas perfectamente arregladas, enmarcando un rostro que parecía brillar con un toque de inocencia y travesura. La tela del vestido, delicada y brillante, contrastaba con su pequeña figura, haciéndola parecer aún más joven y adorable. Y ese rosado... ese maldito rosado, que de alguna manera lograba resaltar sus ojos grandes y grises, haciéndolos parecer aún más luminosos.

Long, que no había dejado de mirarla, se llevó el vaso a los labios en un gesto automático. Pero en cuanto vio cómo su mirada ansiosa y radiante se dirigía directamente hacia él, se atragantó. Por completo.

El vino salió disparado de su boca en un espray que bañó a la chica que atendía la mesa. La mujer soltó un grito ahogado mientras Long intentaba desesperadamente limpiarse la boca con la manga de su chaqueta, tosiendo y apartándose de la escena con una mezcla de vergüenza y frustración.

—Lo siento mucho —balbuceó, lanzando una mirada a la chica empapada, aunque su atención no tardó en volver a Alice, quien ya estaba frente a él.

—¿Estás bien? —preguntó Alice, claramente confundida por la reacción de Long. Sus labios se torcieron en una ligera sonrisa de preocupación, mientras jugueteaba con uno de los mechones de su cabello.

—Estoy bien —respondió Long con brusquedad, sacudiendo la mano para quitar la humedad de sus dedos.

Alice inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos brillando con curiosidad.

—¿Me veo graciosa y te reíste mientras tomabas? —inquirió, enredando un dedo en su cabello como una niña pequeña, aunque su tono tenía un deje de picardía.

Alice y el Prisionero de Azkaban [AIH #3]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora